1. El mundo se ha enfriado éticamente

El mundo se ha enfriado éticamente en los últimos dos siglos y medio. Occidente, y, progresivamente, parte de Oriente, han fiado toda su suerte al poder de una razón instrumental que es capaz de organizar una economía y una sociedad de un modo productivo y eficaz sobre la base de una ciencia y una técnica que todo lo abarcan pero que a su vez disgregan la vida de las personas y acaba enfrentando a los mismos imperios globales.  Nos interesa menos la geopolítica que la ética del mundo de la vida diaria. Sobre todo, estamos hablando de la constante disminución de la vida solidaria y cívica que se inicia con el advenimiento de la modernidad. Este sistema de decisiones gobernado por la razón instrumental lo puede convertir todo en números, en cálculo, en rendimiento a corto plazo pero también puede olvidar, en consecuencia, las necesidades humanas más vitales (apego, cuidados, vidas auténticamente compartidas) en nombre de la competencia y la eficacia. La colaboración, la vida en común social y familiar, la reciprocidad de la vida comunitaria más fundada en el desinterés mengua en barrios repartidos por todo el planeta donde nadie conoce a nadie.

Desde estas líneas no rechazamos los aspectos más beneficiosos la ciencia y la técnica modernas, solo proponemos embarcarlas en un pensamiento ético que las encuadre –y a veces las limite- en aras al bien común y al servicio de los hombres de a pie más allá del bien particular de unos pocos cada vez más invisibles. Estamos hablando de una tarea hercúlea pero necesaria ahora que la técnica nos lleva a una digitalización de la hiper vigilancia que además nos aísla de nuestros amigos y familias.

 La industrialización, la urbanización y la modernidad

¿Qué ha sucedido? Fijémonos en la paulatina industrialización, la urbanización (crecimiento progresivo de las ciudades a costa de los ámbitos rurales), y la burocratización del Estado en los últimos siglos. Estos cambios y estas instituciones nos hablan del crecimiento de unas aparatosas maquinarias de una racionalidad abstracta y homogeneizadora: los Estados modernos. Estamos ante el triunfo de la modernidad, que inicia sus pasos entre los siglos XVII y XVIII, y que debemos entender como aquel proceso político, económico, filosófico y cultural que apunta a la exaltación de la ciencia y la razón, en la defensa a ultranza de la individualidad y de la libertad. La modernidad -con la Ilustración, la revolución liberal e industrial en su meollo- busca romper con el pasado de tal forma que a veces parece que quiera abolirlo. Quiere partir de cero, para apuntalar un progreso y una felicidad definitivas sobre la base de un conocimiento de la verdad a través de la ciencia y la experimentación. La religión, las tradiciones, la sabiduría de las costumbres morales de siglos anteriores quedan en entredicho pues traban la administración del Estado y del crecimiento económico. Con la modernidad avanza la secularización de las sociedades teóricamente más avanzadas. El sentido último de la vida religiosa ahora es evaluado como superstición, como pensamiento mágico. La consecuencia, a lo largo de los siglos XIX y XX, es pérdida de valores y creencias tradicionales y el crecimiento de nuevas incertidumbres y la crisis en la identidad de muchas sociedades. Sí, es verdad, se crece en derechos y libertad, en progreso material y científico, en el fin de ciertas discriminaciones absurdas, pero con un alto precio: la vida pierde significado, pierde ética, encuentro, comunidad. Y el mundo ante tanta oferta de lo que necesitamos y no necesitamos se hace cada vez más materialista. El hombre moderno se parapeta en sus intereses y temerosamente defiende a ultranza sus derechos, sus ganancias. Los deberes han quedado en un segundo término. Y el vecino pasa a ser un competidor. Es la individualización de las sociedades modernas.

 La ciencia moderna sustituye a las éticas sabias

 En las sociedades pre-modernas la vida estaba enfocada a un fin. La moralidad tradicional se encarnaba en una visión teleológica del mundo. Las personas, todas las instancias de la vida contaban, aún las más materiales, con un propósito, o un fin, determinado por su naturaleza. Esta cosmovisión teleológica también se destinaba a entender la moralidad que estaba inscrita en el corazón de la naturaleza humana y que había que descubrir en la deliberación racional de la vida comunitaria. No era una invención o una moral convencional: la guiaba una ley natural atendida como verdadera que apuntaba a propósitos éticos muy concretos. No obstante, la Ilustración desconfió de esta visión teleológica del mundo, a menudo arraigada en la religión, y, con dicha desconfianza, desafió la base misma de la moralidad tradicional. Como las bases de la ética tradicional eran indemostrables empíricamente y más bien estaban ancladas en las creencias supuestamente supersticiosas y en antiguos textos sagrados la Ilustración promovió una visión más mecanicista y científica del mundo. Una nueva cosmovisión en la que las realidades humanas y materiales no contaba con una intención inherente, sino que las cosas eran vistas escuetamente como entidades instrumentalizables. Simplemente cosas preparadas para ser estudiadas y manipuladas. Realidades inertes sin alma. Esta percepción reduccionista de la realidad también se aplicó a la ética y las costumbres seculares, a las corrientes sapienciales, a las filosofías. De este modo las religiones, a través de las décadas, perdieron su relevancia y su capacidad de guiar la vida.

 Las promesas incumplidas de la Ilustración: avances y retrocesos

Las promesas de progreso y felicidad ilustradas hoy no se han alcanzadas ni mucho menos en su totalidad. La razón instrumental y la ciencia han estado al servicio de incontables avances, pero también han contribuido a la destrucción de vidas humanas en guerras terribles. La ciencia y la economía se han vuelto despiadadas en muchas ocasiones si atendemos a la explotación de recursos naturales o a la creación de un armamento inconmensurablemente destructivo. Nadie niega los avances médicos, pero nadie niega que, planetariamente, son pocos los que acceden a ellos. Los avances se han producido en muchos planos, pero también se han producido retrocesos en la convivencia real de cada día. Se ha dado una globalización de la riqueza, pero también, en medio de tanta abundancia, de la pobreza, la ignorancia y la soledad. Un ejemplo es la soledad de muchos mayores que viven, desvinculados de los suyos, en sus casas y residencias esperando una visita. Hijos y nietos tienen tiempo pero no para los abuelos.

La modernidad nos ha atado a un Estado estricto que con el paso de las décadas deja de estar pensado para los hombres concretos y las necesidades más específicas. La economía anda más orientada hacia la producción, el rendimiento y la maximización de beneficios que en la redistribución de la riqueza. Una riqueza que, frente al distributismo defendido por Chesterton entre otros pensadores, cada vez anda más ligada a oligopolios globales muy poco transparentes.  Las máquinas y la técnica han hecho crecer el distanciamiento entre las personas: el individualismo es el resultado y el éxito individual es el objetivo. Vivimos en un liberalismo individualista que respeta la autonomía, pero torpedea la solidaridad.

 Familias y ciudades desangeladas

El individualismo ha fragmentado la sociedad, ha atomizado las relaciones en un mundo donde predominan las ciudades socialmente inhumanas, grises, desangeladas. La familia nuclear (algunas veces simbólicamente hacinadas en edificios de viviendas ínfimas, en ciudades impersonales) ha quedado aislada y desgajada de sus comunidades de origen, ha perdido los lazos morales y el poso de una identidad llena de sentido y transmitida intergeneracionalmente durante siglos.

Acerquemos a unos ejemplos ilustrativos de la Antigüedad: hoy estamos lejos del oikos, de la Grecia antigua, centrado en el mantenimiento de los valores y la economía doméstica donde la ayuda mutua y la educación vertebraba la vida de la familia extensa. La familia era la unidad de producción. Hoy la familia, lejos y distanciada del trabajo, de la escuela, del ocio, de los abuelos, se ha convertido en la unidad de consumo. En el mundo clásico la pietas romana, la eusebeia griega se enfocaban en la devoción y el respeto por las tradiciones. Se orientaban hacia la veneración de los antepasados, de las costumbres, de la familia y la cohesión de sus relaciones. También fomentaban el respeto a la propia comunidad (familia de familias) y al Estado (desde luego nada burocrático). 

No hay que ir quizá tan lejos, las familias pre-modernas, preindustriales, también presentaban lazos fuertes y un patriarcado que organizaba la vida en roles claramente fijados en función de costumbres en ocasiones bastante discutibles. Era familias grandes, agrícolas y comunitarias. Quizá a estas familias pre-modernas carecían de la sofisticación educativa, moral y cívica de las familias grecolatinas en las que el adulto era el modelo de ciudadano responsable y que además contaban, sobre todo en la domus, con manuales y literatura moral para educar a los más jóvenes en obediencia y en virtudes como la templanza.  En cualquier caso, estamos hablando, en general, de la calidez familiar perdida, de la identidad desarraigada, de la pérdida del sentido de pertenencia. Era un mundo más familiar, más hospitalario, en el que se podía vivir más comunitariamente en una propiedad bien distribuida entre muchos propietarios. Pero no seamos inocentes, también había guerras y esclavitud.

No estamos ante una mirada nostálgica sino ante una reflexión sobre los límites de la razón instrumental moderna. Se trata de repensar la sociedad, la familia y la escuela bajo el prisma de otra razón más amical, encendida, humana y cordial.  Una razón sustantiva y reflexiva que enseñe a vivir bien, a habitar humanamente el mundo, a compartir proyectos desacelerados donde la conversación y la contemplación tengan cabida.

 El regreso de la razón práctica

Esta razón instrumental ha ido arrinconando a una razón práctica (que podríamos denominar también omnicomprensiva) capaz de entender el mundo de la vida en su complejidad cultural, social y moral más allá de los sistemas (Estado, economía, mercado) fríos y abstractos, racionalizadores y muy poco compasivos. Una razón que permita deliberar comunitariamente, virtuosamente, a través de sus actores y pensando en todos. Una razón auténticamente reflexiva que puede humanizar la sociedad. Una razón que no solo vea números, cálculo y eficiencia, sino que también se haga cargo de las personas, de sus horizontes familiares, de sus concretas vidas insertas en comunidades. Una razón que se planteé fines elevados más allá del éxito a corto plazo, del poder y del dominio. Una razón que piensa en los hombres como fines y no como instrumentos.

Sin embargo, la teoría de la elección racional –desde las ciencias sociales, entre ellas la economía-, analiza los comportamientos humanos hipotetizando que suelen estar orientados a maximizar las ganancias en conductas repetidas sobre la base de una evaluación de costos y beneficios. ¿Este es el hombre que ha resultado de los últimos dos siglos?, o ¿es un paso más hacia la abolición del hombre? La razón instrumental es cicatera y donde no hay negocio, progreso, felicidad empaquetada no hay nada. Pero sí es verdad que hay algo más: una vida buena alcanzable.

 La última tecnología

Pero parece que la última tecnología quiere achicar al hombre, reducirlo en función de placeres a veces misérrimos que han perdido de vista la naturaleza y la vida arraigada en los hábitos del corazón (sede de los valores más profundos) donde la religión tenía un papel civilizador. Estamos pensando en la reflexión de Robert Bellah y colaboradores en un libro de referencia escrito en 1981, Hábitos del corazón.

Pero hace mucho frío y alguien se ha propuesto que las familias, los hijos, las madres, los abuelos no regresen a casa y se queden a la intemperie, azotados por vientos gélidos. Admítaseme esta metáfora constante de un mundo, insistimos, inhóspito que nos aleja de la casa del padre y de la madre, del hogar donde el fuego arde. Superemos esta razón instrumental que nos esclaviza y rescatemos, más allá de una ciencia interesada y una técnica casi a punto de independizarse, una razón más poética, humana, liberadora y constructiva. ¿No es posible? Algunos dicen que no hay nada que hacer, que hemos de retiranos a los cuarteles de invierno en la línea de la opción benedictina. ¿Hay que abandonar el mundo y encontrar un refugio moral para reconstruirnos y mostrar el verdadero sentido del vivir una vida significativa en comunidades más virtuosas y ascéticas? No lo sé. Lo que no haremos es ir a vivir al metaverso, o quedarnos instalados ante las pantallas que son auténticamente la clausura de todo lo auténticamente humano.

 Regresar a la ética de las virtudes

Acabemos con una cita de la versión en inglés de Tras la virtud (After Virtue, 1981) de Alasdair MacIntyre: "La razón instrumental es una forma de pensamiento que se ha vuelto autónoma y que se ha desvinculado de la moralidad y de la vida buena. La razón instrumental se ha convertido en una especie de tecnología moral que se aplica a todo, incluso a la vida humana, sin tener en cuenta su verdadero valor y significado." (After Virtue, p. 68)

Quica el objetivo sea pararnos a pensar alzados sobre los hombros de gigantes, de sabios como Aristóteles, Tomás de Aquino.  Alasdair MacIntyre hace mucho tiempo que reflexiona sobre estas bases. Es un filósofo escocés que ha discutido con la moral moderna (emotivista, estética, sin fundamento) de un modo consistente sin dejar de apelar a la virtud, a la vida comunitaria donde sí es posible vivir narrativamente en plenitud apelando a la ley natural y defendiendo, con caridad, la naturaleza humana.

No hay que correr cegados por la última moda. Hay que pararse a pensar. La vida retirada está más cerca que nunca. Ya nos lo explicaban Teócrito, Virgilio y Horacio. Pocas cosas son necesarias, la contemplación y lectura son dos de las más importantes. Materialmente, con el grado que han alcanzado la ciencia y la técnica es posible trabajar y descansar  humanamente. 

Recuperemos una idea llena de metáforas que nos gustan de la mano de María Zambrano: "La inteligencia contemplativa, la intuición, no es un saber frío, un conocimiento objetivo, sino un conocimiento cálido, un saber vivido" (Hacia un saber sobre el alma, página 12). Pero ahora mismo la última palabra la tienen algunos imperios cegados por el poder.