La emperatriz Eugenia, católica en las buenas y en las malas
«¿Por dónde hay que pasar para ir a su habitación?», preguntó Napoleón III, flamante emperador de los franceses e impenitente mujeriego. «Por la capilla», le respondió Eugenia de Palafox y Kirkpatrick, condesa de Teba. Cierta o no –hay debate entre historiadores–, la anécdota es reveladora de la solidez de principios que caracterizó a la que reinó en calidad de consorte sobre los franceses desde su boda en Notre Dame (pretendió incluso que Pío IX en persona recibiese el consentimiento) en 1853, hasta la caída del Segundo Imperio en 1870.
Eugenia de Montijo (1826-1920), en un cuadro de Franz Xaver Wintelhalter (1805-1873) que se conserva en el Museo de Orsay de París.
No era lo que presagiaba el entorno en el que creció: hija del conde de Montijo, militar afrancesado, y de su mujer María Manuela, de intensa vida mundana, su infancia estuvo impregnada de liberalismo, solo contrarrestado por su breve estancia como alumna en el parisino convento de las Damas del Sagrado Corazón.
Allí fue educada hasta que su madre la retiró por considerar el lugar «demasiado católico», tal vez por la pequeña crisis mística que su hija padeció tras hacer la Primera Comunión y que le hizo temer que quisiera tomar los hábitos.
Los proyectos maternos, sin embargo, eran otros; después de casar a su hija mayor, Francisca, con el duque de Alba, pretendía para Eugenia un partido del mismo nivel. En París logró introducirla en los círculos sociales de mayor relumbrón, cuyo epicentro era Luis Napoleón Bonaparte, sobrino del ilustre emperador, que se había hecho elegir presidente de la República antes de proclamar su propio imperio.
Napoleón III la cortejó durante meses. La joven española esquivaba sus requiebros, pero no rechazaba su compañía. Hasta que la mujer de un ministro tildó a Eugenia de la palabra que más podía herir a una señorita de intachable reputación: aventurière. El episodio precipitó el casamiento.
Los primeros pasos de la nueva emperatriz –sucesora bonapartista de Josefina y María Luisa, pero más atraída por María Antonieta– fueron hábiles: supo combinar, por una lado, la organización de una gran corte con la creación y patrocinio de un sinfín de obras benéficas, muchas de ellas católicas; y por otro, su fe inquebrantable con una correcta interpretación (ecuménica) de los signos de los tiempos. Sin ir más lejos, una de sus amigas cercanas fue la muy luterana Mélanie de Pourtalès, dama estrasburguesa de fuerte personalidad. Esta mentalidad abierta la llevó incluso a elegir como capellán durante un tiempo al extravagante sacerdote Jean-Marie Bauer.
Sin embargo, a principios de 1858, el intento de asesinato de la pareja imperial a manos de un independentista italiano supuso el punto de inflexión en la trayectoria de la emperatriz. Mientras Napoleón III abrazó la causa de la unificación italiana, su esposa –que había tomado poco a poco gusto al poder– experimentó una radicalización ideológica que le hizo adoptar posturas cada vez más ultramontanas y antiliberales.
La principal consecuencia fue arrastrar al emperador a uno de sus más graves errores estratégicos: la Guerra de México. Logró convencerle de la necesidad de crear al sur de Estados Unidos un imperio que frenase la creciente influencia estadounidense en América Latina. El nuevo régimen sería de clara inspiración católica –una forma de ganarse los favores pontificios y de frenar al anticlerical Benito Juárez– y su corona fue ofrecida al archiduque Maximiliano de Austria, que aceptó, una vez las tropas francesas lograron controlar parte del territorio mexicano. Pero los revolucionarios lograron retomar el control de la situación y ajusticiaron a Maximiliano.
El fiasco no detuvo el intervencionismo de la emperatriz en la política exterior, logrando colocar al frente de la diplomacia gala a un ministro hostil a la unificación italiana, es decir, favorable a los intereses pontificios. En el plano interno, se opuso terminantemente al reconocimiento del derecho de huelga y a la liberalización de la prensa. En ambos casos fue en vano.
La derrota de 1870 frente a Prusia y el consiguiente exilio reforzaron las convicciones de Eugenia. En su reducida corte asentada en Gran Bretaña se decía Misa a diario y se rezaba el rosario, si bien hubo algún pequeño rencor al negarse a recibir a unas monjas francesas a las que acusaba de no haber sido leales.
Los numerosos viajes también ocasionaron un incidente diplomático: su fe no bastó para conseguir una audiencia con León XIII, pues aunque ya no reinaba, la seguía considerando vinculada a una Francia aliada a la Italia de los Saboya.
Napoleón Eugenio Luis Bonaparte (1856-1879). Una grave enfermedad del príncipe imperial durante su primer año de vida coincidió en el tiempo con la hostilidad que generaron las apariciones de Lourdes en la élite política francesa. La curación del heredero gracias al agua traída de la gruta motivó que la emperatriz interviniese para lograr su reapertura a los peregrinos. En junio de 1865, mientras asumía la regencia, ordenó en contra de varios ministros que hubiese representación oficial en las celebraciones de Paray-le-Monial con motivo de la canonización de Santa Margarita María de Alacoque. [Texto del pie de foto, tomado del artículo original.]
Más fue la trágica muerte de su hijo, el príncipe imperial –el único varón Bonaparte genuinamente católico– mientras luchaba con los británicos en Suráfrica la que consolidó su espiritualidad: promovió la erección de una abadía benedictina en Farnborough (Hampshire), donde enterró a su marido y a su hijo, e hizo entrega a la comunidad de la Rosa de Oro, la máxima condecoración pontificia para soberanas católicas. Un compromiso sincero que quedó reflejado en las palabras que pronunció el abad Fernand Cabrol el día de sus exequias: «Si usted fundó esta iglesia de piedra, no fue para proyectar las glorias imperiales hasta las generaciones lejanas. Es porque usted entendió que hay algo más grande que la gloria humana y más duradero que la piedra, la oración cristiana».
Publicado en Alfa y Omega.
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