Martes, 15 de octubre de 2024

Religión en Libertad

Un Papa contra el totalitarismo fascista

Mussolini y Gasparri firman los pactos de Letrán.
Benito Mussolini y el cardenal Pietro Gasparri firmaron los Pactos de Letrán el 11 de febrero de 1929, dando origen al actual status de la Ciudad del Vaticano.

por José María Ballester Esquivias

Opinión

«Mussolini es un hombre formidable. ¿Ha entendido bien?». Así se expresaba en 1921 el cardenal Achille Ratti, arzobispo de Milán, cuando le preguntaron por el duce del fascismo, que aún no gobernaba, pero que ya despuntaba en la confusa política italiana. Al año siguiente, Ratti fue elegido Papa bajo el nombre de Pío XI y Mussolini se hizo con el poder a raíz de la intimidatoria marcha sobre Roma. Ambos estaban condenados a entenderse, al tener que resolver la espinosa cuestión romana, que impedía desde 1871 la normalización de relaciones entre la Santa Sede e Italia. Y ambos empezaron con gestos de buena voluntad: desde el Palacio Apostólico se hizo la vista gorda sobre las primeras tropelías del fascismo –como el asesinato del diputado socialista Matteotti por parte de la Policía o el del padre Giovanni Minzoni, que se produjo a garrotazos– y se impulsó el exilio del padre Luigi Sturzo, fundador del democristiano Partido Popular y principal opositor del régimen; por su parte, Mussolini contrajo matrimonio canónico con la madre de sus hijos, a los que hizo bautizar y recibir la Primera Comunión en un tiempo récord.

Pero ni el Papa podía desentenderse de la misión y los intereses de la Iglesia ni Mussolini iba a renunciar a un proyecto cuya naturaleza totalitaria era cada día más perceptible. El choque entre ambas partes era inevitable. El duce inició las hostilidades en abril de 1926 al crear la organización juvenil Balilla, de la que debían formar parte, con carácter obligatorio, todos los menores de edad de ambos sexos una vez cumplidos los 6 años. Al mismo tiempo, el régimen, a través de sus secuaces, intensificaba su acoso contra las organizaciones seglares católicas, centrando su furia en Acción Católica y en los Scouts Católicos; pero sin olvidarse, por ejemplo, del sindicato estudiantil católico, cuyo consiliario era el padre Giovanni Batttista Montini, futuro Pablo VI. En agosto de ese año se retomaron las negociaciones diplomáticas ente la Santa Sede e Italia, pero ante la incesante violencia anticatólica, Pío XI no se privó de denunciarla públicamente durante el consistorio de diciembre.

Mussolini estrechó aún más el cerco al ordenar a principios de 1927 la integración de todas las organizaciones juveniles bajo el paraguas del fascismo. El corolario de esta medida fue la disolución de facto de los Scouts Católicos y de la Federación Católica Italiana de Asociaciones Deportivas. Pío XI volvió a protestar, pero esta vez en privado mediante una carta a su secretario de Estado, el cardenal Pietro Gasparri. El historiador Frédéric Le Moal explica la prudencia pontificia por el convencimiento según el cual «el fascismo había tomado las riendas del Estado para rato». Tan es así, que Mussolini dio un nuevo apretón de tuercas el 26 de mayo en la Cámara de Diputados: «Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado». El Papa optó por el silencio, pues no iba a convertirse en comentarista sistemático de las decisiones de Mussolini, por mucho que fueran cada vez más peligrosas. Sea como fuere, la estrategia fue acertada, pues el 11 de febrero de 1929 la Santa Sede e Italia sellaron su reconciliación con la firma de los Pactos Lateranenses. La diplomacia vaticana estuvo especialmente hábil al ceder en la disolución de los Scouts Católicos a cambio de incluir el estatus de Acción Católica en los pactos, lo que garantizaba a la organización una protección de derecho internacional. La cláusula tendría su importancia dos años después.

La firma de los pactos no moderó el discurso ni los actos del fascismo. El 13 de mayo de 1929, durante la ratificación parlamentaria de los pactos, Mussolini pronunció un discurso en el que afirmaba la supremacía de los derechos del Estado sobre los de la Iglesia. Se había desatado entre la Santa Sede e Italia una tensión que ya era imparable. Aunque con una diferencia esencial: mientras una parte agredía sin contemplaciones, verbal y físicamente –la violencia contra Acción Católica no conocía límites–, la otra defendía pacíficamente sus derechos. Pío XI replicó con la encíclica Divini illius Magistri, publicada el último día de aquel año, en la que denuncia los intentos de monopolio educativo reivindicado por el Estado moderno en detrimento de la Iglesia y las familias. El texto magisterial no individualiza las críticas, pero no era necesario un gran esfuerzo reflexivo para entender quiénes eran sus destinatarios. El tira y afloja –con la Iglesia, hay que insistir, en inevitable posición defensiva– duró hasta el 30 de mayo de 1931, día en que Mussolini disolvió la Acción Católica. Esta vez, con el brazo seglar de la Iglesia, aniquilado, Pío XI no podía ceñirse a una mera queja: el 29 de junio publicó la encíclica Non abbiamo bisogno [No necesitamos], denunciando el «totalitarismo pagano del fascismo» y su «estadolatría», llamando a combatir «el buen combate por la libertad de las conciencias, no (como tal vez por inadvertencia nos han hecho decir algunos) por la libertad de conciencia, frase equívoca y frecuentemente utilizada para significar la absoluta independencia de la conciencia, cosa absurda en un alma creada y redimida por Dios». Como precisa Mariano Fazio en su libro De Benedicto XV a Benedicto XVI, «no era una distinción superficial: la libertad de conciencia entendida en sentido liberal era uno de los elementos esenciales de la mentalidad laicista».

Conviene precisar, en el plano diplomático, que desde el Palacio Apostólico se tomaron las precauciones necesarias para evitar una censura previa: se retrasó cinco días su publicación en L’Osservatore Romano y el texto de la encíclica fue distribuido preventivamente en medio mundo a través de las nunciaturas. Fue un acierto, pues la opinión pública internacional se puso del lado del Papa. La reacción inicial del fascismo fue agresiva. Baste decir que el 12 de julio, se pudo leer en La Gazzetta, órgano oficial fascista para Sicilia y Calabria, que «si el duce nos ordenase fusilar a todos los obispos, no dudaríamos un solo instante». Pero desde el Gobierno central empezaron a suavizarse las posiciones. Pío XI recogió el guante y designó a uno de los negociadores de los Pactos Lateranenses, el brillante jesuita Pietro Tacchi Venturi, para convencer a Mussolini de la necesidad, por el bien de ambas partes, de retomar el contacto.

Al cabo de unos meses, tras 20 audiencias con el Papa y once con el jefe del Gobierno italiano, logró lo que parecía imposible: Mussolini anuló su decreto, y los círculos de Acción Católica quedaron bajo jurisdicción exclusiva de cada obispo diocesano. A cambio, la organización se comprometía a no intervenir en asuntos políticos o sindicales. Una cesión algo dolorosa. Pero el documento papal, Non abbiamo bisogno, sentó el precedente decisivo para otras dos encíclicas antitotalitarias: Mit brennender Sorge, contra el nazismo y Divini Redemptoris, contra el comunismo. El Papa podía decirlo más alto, pero no más claro.

Publicado en Alfa y Omega.

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