La arqueología confirma los sacrificios humanos aztecas
Los españoles se encontraron caminando sobre un adoquinado de calaveras humanas. Su conquista (eran poquísimos) se vio favorecida precisamente por su alianza con los pueblos vecinos, hartos de convertirse en carne de matadero para los aztecas.
por Rino Cammilleri
Un suelto en Il Giornale del 7 de julio de 2017 decía así:
“En el corazón arqueológico de Ciudad de México se ha descubierto una ‘pirámide’ compuesta por cientos de cráneos (más de seiscientos), incluso de mujeres y niños. La estructura se encuentra próxima al lugar conocido como Templo Mayor, en un ángulo de la capilla dedicada a Huitzilopochtli, esto es, el dios azteca del sol, de la guerra y de los sacrificios humanos. Forma parte de lo que se ha denominado Huey Tzompantli: una acumulación masiva de cráneos, a cuya base aún no se ha llegado. La existencia de depósitos de cráneos era conocida desde hacía siglos, y había aterrorizado a los conquistadores [en español en el original] de Cortés. La novedad encontrada por los arqueólogos… es la presencia también de cráneos de mujeres y niños. Se pensaba que en estas ceremonias consagradas al dios de la guerra se sacrificaban solo los guerreros enemigos capturados”.
En esta noticia hay dos cosas que señalar.
La primera es que, a pesar de las excavaciones, aún no se ha llegado a la base de Huey Tzompantli. Cuando se alcance, veremos cuál será el número de los cráneos que componen esa otra pirámide. No hace falta mucho esfuerzo para imaginar que será espantoso. Casi es para preguntarse qué hacían los aztecas de la mañana a la noche aparte de descuartizar y decapitar gente.
La segunda cosa: cuando Mel Gibson presentó en 2006 su película Apocalypto, se le echaron encima los indigenistas políticamente correctos, para quienes la conquista española había sido un puro e infame sometimiento. Sin embargo, el director del film había mostrado correctamente que quienes subían a los altares de los sacrificios no eran solo los “guerreros enemigos capturados”, sino gentes indefensas que, normalmente en primavera (por eso los aztecas llamaban a sus expediciones “guerras floridas”), eran atacadas y arrastradas hasta los escalones de la pirámide del sacrificio, escalones por los que volvían a rodar sin cabeza después de que les hubiesen arrancado el corazón.
Los españoles no estaban “aterrorizados”, sino “horrorizados” por lo que veían. Y esto, desde su desembarco. Habían sido recibidos por los emisarios de Moctezuma, que les habían ofrecido comidas aliñadas con sangre humana. Y se ha encontrado sangre humana incluso en la composición de los artesonados que adornaban los edificios. Es lógico: las pirámides de cráneos atestiguan que a los aztecas les sobraba la sangre humana tanto como para no saber qué hacer con ella.
En su primera entrada en Tenochtitlán (la capital azteca, hoy Ciudad de México), los españoles se encontraron caminando sobre un adoquinado de calaveras humanas. Su conquista (eran poquísimos) se vio favorecida precisamente por su alianza con los pueblos vecinos, hartos de convertirse en carne de matadero para los aztecas.
Carne de matadero, sí, pues por el cuerpo del sacrificado, a quien tiraban escalinata abajo, disputaban los espectadores: quien lo conseguía, utilizaba su carne para darse un banquete con sus amigos.
Y no se trataba solo de una costumbre “cultural” azteca. También los incas conquistados por Pizarro practicaban sacrificios humanos a escala industrial. Los arqueólogos del Templo Mayor mexicano deberían saber que en el año 2000 algunos colegas suyos descubrieron en los hielos de los Andes una momia perfectamente conservada que, por su seráfica expresión, fue denominada “cara de ángel”.
Era una niña a quien sus padres habían dado a beber una poción somnífera. Por orden del sacerdote oficiante, la pequeña había sido sepultada, todavía viva y boca abajo, a los pies del altar del sacrificio. Sus mismos padres la habían ofrecido y habían asistido a la “ceremonia”. No era la primera vez que se habían encontrado momias similares. Según el antropólogo Johan Reinhard, descubridor hace dos años de un hallazgo análogo, “la familia de las bebés víctimas procedentes de todos los rincones del imperio recibían, a cambio de sus hijas asesinadas durante las ceremonias religiosas, posiciones de poder o bienes en especie”. No se comprende entonces a qué maravillarse tanto por haber encontrado pirámides de calaveras, también de mujeres y niños.
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Carmelo López-Arias.
“En el corazón arqueológico de Ciudad de México se ha descubierto una ‘pirámide’ compuesta por cientos de cráneos (más de seiscientos), incluso de mujeres y niños. La estructura se encuentra próxima al lugar conocido como Templo Mayor, en un ángulo de la capilla dedicada a Huitzilopochtli, esto es, el dios azteca del sol, de la guerra y de los sacrificios humanos. Forma parte de lo que se ha denominado Huey Tzompantli: una acumulación masiva de cráneos, a cuya base aún no se ha llegado. La existencia de depósitos de cráneos era conocida desde hacía siglos, y había aterrorizado a los conquistadores [en español en el original] de Cortés. La novedad encontrada por los arqueólogos… es la presencia también de cráneos de mujeres y niños. Se pensaba que en estas ceremonias consagradas al dios de la guerra se sacrificaban solo los guerreros enemigos capturados”.
En esta noticia hay dos cosas que señalar.
La primera es que, a pesar de las excavaciones, aún no se ha llegado a la base de Huey Tzompantli. Cuando se alcance, veremos cuál será el número de los cráneos que componen esa otra pirámide. No hace falta mucho esfuerzo para imaginar que será espantoso. Casi es para preguntarse qué hacían los aztecas de la mañana a la noche aparte de descuartizar y decapitar gente.
La segunda cosa: cuando Mel Gibson presentó en 2006 su película Apocalypto, se le echaron encima los indigenistas políticamente correctos, para quienes la conquista española había sido un puro e infame sometimiento. Sin embargo, el director del film había mostrado correctamente que quienes subían a los altares de los sacrificios no eran solo los “guerreros enemigos capturados”, sino gentes indefensas que, normalmente en primavera (por eso los aztecas llamaban a sus expediciones “guerras floridas”), eran atacadas y arrastradas hasta los escalones de la pirámide del sacrificio, escalones por los que volvían a rodar sin cabeza después de que les hubiesen arrancado el corazón.
Los españoles no estaban “aterrorizados”, sino “horrorizados” por lo que veían. Y esto, desde su desembarco. Habían sido recibidos por los emisarios de Moctezuma, que les habían ofrecido comidas aliñadas con sangre humana. Y se ha encontrado sangre humana incluso en la composición de los artesonados que adornaban los edificios. Es lógico: las pirámides de cráneos atestiguan que a los aztecas les sobraba la sangre humana tanto como para no saber qué hacer con ella.
En su primera entrada en Tenochtitlán (la capital azteca, hoy Ciudad de México), los españoles se encontraron caminando sobre un adoquinado de calaveras humanas. Su conquista (eran poquísimos) se vio favorecida precisamente por su alianza con los pueblos vecinos, hartos de convertirse en carne de matadero para los aztecas.
Carne de matadero, sí, pues por el cuerpo del sacrificado, a quien tiraban escalinata abajo, disputaban los espectadores: quien lo conseguía, utilizaba su carne para darse un banquete con sus amigos.
Y no se trataba solo de una costumbre “cultural” azteca. También los incas conquistados por Pizarro practicaban sacrificios humanos a escala industrial. Los arqueólogos del Templo Mayor mexicano deberían saber que en el año 2000 algunos colegas suyos descubrieron en los hielos de los Andes una momia perfectamente conservada que, por su seráfica expresión, fue denominada “cara de ángel”.
Era una niña a quien sus padres habían dado a beber una poción somnífera. Por orden del sacerdote oficiante, la pequeña había sido sepultada, todavía viva y boca abajo, a los pies del altar del sacrificio. Sus mismos padres la habían ofrecido y habían asistido a la “ceremonia”. No era la primera vez que se habían encontrado momias similares. Según el antropólogo Johan Reinhard, descubridor hace dos años de un hallazgo análogo, “la familia de las bebés víctimas procedentes de todos los rincones del imperio recibían, a cambio de sus hijas asesinadas durante las ceremonias religiosas, posiciones de poder o bienes en especie”. No se comprende entonces a qué maravillarse tanto por haber encontrado pirámides de calaveras, también de mujeres y niños.
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Carmelo López-Arias.
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