Conversión, ampliando horizontes
El Evangelio no se compagina con un planteamiento moralista que ignore la primacía del encuentro con la gracia...; ni tampoco un falso misticismo que ignore que la autenticidad de la fe se traduce en una auténtica conversión moral.
A propósito de la reciente polémica vivida en el carnaval de Canarias, el obispo de aquella diócesis, monseñor Francisco Cases, publicó una carta con el título A quien quiera leerme en la que, entre otras cosas, compartía una enjundiosa reflexión con la que quiero comenzar este artículo: «Hace un tiempo, sobre el talud que se encuentra encima de la entrada norte del túnel Luengo alguien escribió con letras enormes: Nada es verdad. Todo vale. Pocos días después, otra persona, o quizás el mismo, añadió encima de lo escrito, y con letras del mismo enorme tamaño: Sin Dios. Parecía indicar el principio de la convivencia ciudadana de nuestra capital, pues ese túnel con su forma de arco es realmente el acceso a la ciudad desde el norte de la isla. Creo que precisamente por eso, pocos meses después todo fue borrado, quedando todavía la señal de la pintura superpuesta. Sin Dios, nada es verdad. Todo vale».
En este contexto, no es de extrañar que la llamada a la conversión, reiterada con especial énfasis en Cuaresma, sea percibida como contracultural y hasta trasgresora. ¿Será cierto que el relativismo y el hedonismo son la consecuencia lógica e inevitable de un mundo sin Dios? ¿Serán ciertas las palabras que Dostoievski puso en labios de Iván Karamazov: «Si Dios no existe, todo está permitido»? Quisiéramos creer que no, aunque solo fuese por la necesidad que tenemos de construir una convivencia social entre todos. Creemos en la capacidad de la razón y de la voluntad humana para conocer y perseguir el bien; aunque no podemos por menos de constatar la necesidad apremiante de ampliar los horizontes del materialismo y del individualismo, para liberarnos de tanto espejismo.
Como punto de partida, me apoyo en el filósofo danés Kierkegaard, conocido por haber puesto la búsqueda del sentido de la vida en el centro de su pensamiento. Kierkegaard concibe la vida en tres estadios; tres maneras de pensar, de vivir y de actuar, que resultan muy interesantes para iluminar el itinerario de la conversión:
1.- El primer estadio es el “estético”. Responde a preguntas del siguiente tenor: ¿Cómo me encuentro? ¿Me siento en paz y realizado?
2.- El segundo estadio es el denominado por Kierkegaard como “ético”: ¿Qué tiene derecho a esperar el prójimo de mí? ¿Qué puedo aportar para la construcción del bien común?
3.- El tercer estadio es el “religioso”: ¿Qué espera Dios de mí? ¿Es mi vida acorde al mensaje revelado por Jesucristo?
Cada uno de estos estadios implica una relación específica con uno mismo y con el mundo. Si el estado predominante es el primero, el “estético”, entonces corremos un riesgo muy grande de quedar atrapados en los parámetros narcisistas, los cuales incapacitan para amar a un tú distinto de nosotros mismos. En nuestros días, la idolatría de la felicidad, convertida en becerro de oro, pretende buscar su bien particular, desvinculándolo de la naturaleza de las cosas. Y no nos estamos refiriendo a los demás, ya que nuestra propia vivencia religiosa no está exenta del riesgo de quedar reducida a una espiritualidad consumista del bienestar interior.
El salto al segundo estadio, el conocido como “ético”, ciertamente, es un paso de gigante. Uno de los antídotos más eficaces contra el narcicismo, el cual tiende a encerrarnos en una especie de bucle de un falso victimismo, es la apertura de nuestros horizontes para encontrarnos con los sufrimientos de las verdaderas víctimas de la sociedad. Sin la apertura al prójimo, es muy difícil salir de la trampa de nuestra mente, para introducirnos en la vida real.
Pero sin el tercer estadio, el “religioso”, es decir, sin la perspectiva que nos otorga la revelación de Dios, caminamos en medio de tinieblas. Dios no se ha limitado a crearnos y lanzarnos a la existencia, sino que se ha comunicado con nosotros, mostrándonos el sentido de la vida, y dándonos la gracia de su caminar junto a nosotros en Jesucristo. Pretender prescindir de Dios en el camino de la conversión, es vivir del espejismo de la autosuficiencia. Y es que, hay algo más importante que la conversión moral: la conversión espiritual. Decía nuestro Papa emérito: «La conversación es interpersonal si es intrapersonal. Y será intrapersonal si es trascendental, es decir, si está abierta a la trascendencia».
El Evangelio no se compagina con un planteamiento moralista que ignore la primacía del encuentro con la gracia –¡nos convertimos mirando a Jesucristo!–; ni tampoco un falso misticismo que ignore que la autenticidad de la fe se traduce en una auténtica conversión moral. En palabras de nuestro Papa Francisco cuando era arzobispo de Buenos Aires: “La verdadera conversión siempre es apostólica. Se trata de dejar de mirar los propios intereses para mirar los de Cristo Jesús, quedando disponibles para los demás”.
Nadie es cristiano de nacimiento; todos necesitamos oír, escuchar, revisar, rectificar, cambiar de perspectiva y de comportamiento; es decir, ¡convertirnos! Cuando no hay conversión, hay decadencia. No existe el punto intermedio.
El llamamiento determinante de cara a la transformación de la historia no es la que hicieron Marx y Engels: “Proletarios del mundo, uníos”. Y aunque las apariencias sugieran lo contario, tampoco es el del liberal Vincent de Gournay: “Laissez faire, laissez passer [Dejad hacer, dejad pasar]". La palabra definitiva, la única capaz de transformar el mundo, es la de Jesucristo: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15).
En este contexto, no es de extrañar que la llamada a la conversión, reiterada con especial énfasis en Cuaresma, sea percibida como contracultural y hasta trasgresora. ¿Será cierto que el relativismo y el hedonismo son la consecuencia lógica e inevitable de un mundo sin Dios? ¿Serán ciertas las palabras que Dostoievski puso en labios de Iván Karamazov: «Si Dios no existe, todo está permitido»? Quisiéramos creer que no, aunque solo fuese por la necesidad que tenemos de construir una convivencia social entre todos. Creemos en la capacidad de la razón y de la voluntad humana para conocer y perseguir el bien; aunque no podemos por menos de constatar la necesidad apremiante de ampliar los horizontes del materialismo y del individualismo, para liberarnos de tanto espejismo.
Como punto de partida, me apoyo en el filósofo danés Kierkegaard, conocido por haber puesto la búsqueda del sentido de la vida en el centro de su pensamiento. Kierkegaard concibe la vida en tres estadios; tres maneras de pensar, de vivir y de actuar, que resultan muy interesantes para iluminar el itinerario de la conversión:
1.- El primer estadio es el “estético”. Responde a preguntas del siguiente tenor: ¿Cómo me encuentro? ¿Me siento en paz y realizado?
2.- El segundo estadio es el denominado por Kierkegaard como “ético”: ¿Qué tiene derecho a esperar el prójimo de mí? ¿Qué puedo aportar para la construcción del bien común?
3.- El tercer estadio es el “religioso”: ¿Qué espera Dios de mí? ¿Es mi vida acorde al mensaje revelado por Jesucristo?
Cada uno de estos estadios implica una relación específica con uno mismo y con el mundo. Si el estado predominante es el primero, el “estético”, entonces corremos un riesgo muy grande de quedar atrapados en los parámetros narcisistas, los cuales incapacitan para amar a un tú distinto de nosotros mismos. En nuestros días, la idolatría de la felicidad, convertida en becerro de oro, pretende buscar su bien particular, desvinculándolo de la naturaleza de las cosas. Y no nos estamos refiriendo a los demás, ya que nuestra propia vivencia religiosa no está exenta del riesgo de quedar reducida a una espiritualidad consumista del bienestar interior.
El salto al segundo estadio, el conocido como “ético”, ciertamente, es un paso de gigante. Uno de los antídotos más eficaces contra el narcicismo, el cual tiende a encerrarnos en una especie de bucle de un falso victimismo, es la apertura de nuestros horizontes para encontrarnos con los sufrimientos de las verdaderas víctimas de la sociedad. Sin la apertura al prójimo, es muy difícil salir de la trampa de nuestra mente, para introducirnos en la vida real.
Pero sin el tercer estadio, el “religioso”, es decir, sin la perspectiva que nos otorga la revelación de Dios, caminamos en medio de tinieblas. Dios no se ha limitado a crearnos y lanzarnos a la existencia, sino que se ha comunicado con nosotros, mostrándonos el sentido de la vida, y dándonos la gracia de su caminar junto a nosotros en Jesucristo. Pretender prescindir de Dios en el camino de la conversión, es vivir del espejismo de la autosuficiencia. Y es que, hay algo más importante que la conversión moral: la conversión espiritual. Decía nuestro Papa emérito: «La conversación es interpersonal si es intrapersonal. Y será intrapersonal si es trascendental, es decir, si está abierta a la trascendencia».
El Evangelio no se compagina con un planteamiento moralista que ignore la primacía del encuentro con la gracia –¡nos convertimos mirando a Jesucristo!–; ni tampoco un falso misticismo que ignore que la autenticidad de la fe se traduce en una auténtica conversión moral. En palabras de nuestro Papa Francisco cuando era arzobispo de Buenos Aires: “La verdadera conversión siempre es apostólica. Se trata de dejar de mirar los propios intereses para mirar los de Cristo Jesús, quedando disponibles para los demás”.
Nadie es cristiano de nacimiento; todos necesitamos oír, escuchar, revisar, rectificar, cambiar de perspectiva y de comportamiento; es decir, ¡convertirnos! Cuando no hay conversión, hay decadencia. No existe el punto intermedio.
El llamamiento determinante de cara a la transformación de la historia no es la que hicieron Marx y Engels: “Proletarios del mundo, uníos”. Y aunque las apariencias sugieran lo contario, tampoco es el del liberal Vincent de Gournay: “Laissez faire, laissez passer [Dejad hacer, dejad pasar]". La palabra definitiva, la única capaz de transformar el mundo, es la de Jesucristo: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15).
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