«Hago nuevas todas las cosas»
Recuerdo que en una ocasión un periodista me preguntó cuál era mi rincón favorito. Tras quedarme unos segundos en blanco, ya que jamás me habían planteado tal cosa, le respondí: la Capilla de la conversión de San Ignacio.
Ciertamente, desde niño me llamaba profundamente la atención, cada vez que visitábamos en familia aquel lugar, el rótulo que reza: Aquí se entregó a Dios Iñigo de Loyola. Me impresionaba que lo acontecido en el interior de aquel hombre en este lugar, hace ahora exactamente 500 años, hubiera tenido tan profundas consecuencias en la historia de muchísimas personas e instituciones… Si Ignacio hubiese continuado con su carrera de caballero cortesano, marcada por la ambición y la búsqueda de su propia gloria, acaso hubiera logrado ser famoso y reconocido en su tiempo; pero, a buen seguro, cinco siglos después, no hubiese tenido tanto influjo en el mundo o quizás tampoco hubiera quedado memoria de su existencia.
Cuando hoy vuelvo a visitar esa misma capilla y a leer la misma inscripción, intuyo un mensaje de esperanza para nuestra cultura y para los hombres de nuestro tiempo: ¡El cambio es posible! ¡Es posible la esperanza! En efecto, muchos de nosotros hemos ido entendiendo, con el paso de la vida, que el nudo gordiano en el que verdaderamente nos jugamos la felicidad no se encuentra tanto en el devenir de los acontecimientos que nos rodean, cuanto en la salud de nuestra alma. La experiencia nos ha demostrado que la clave no está en cambiar de caballo, sino de caballero. La cuestión no es cómo llegar a tener éxito, sino cómo ser feliz en la limitación o incluso en medio del fracaso…
En un tiempo -me refiero al contexto cultural del mayo del 68- hablar de “conversión” suscitaba una instintiva resistencia ante la sospecha de pérdida de la propia identidad o personalidad. Pero hoy, pasadas ya unas cuantas décadas, el término de “conversión” evoca la rebeldía frente a una cultura narcisista que nos tiene atrapados y esclavizados en un bucle autorreferencial; evoca la convicción de que existe una posibilidad de descubrir el sentido de la existencia, más allá del practicismo y de la tentación del paradigma tecnocrático. No creo exagerar si digo que la palabra conversión ha pasado de ser una referencia anacrónica, a una evocación de la esperanza en el futuro.
Es verdad que, a lo mejor, tenemos que purificar mucho el concepto de conversión que se nos ha podido trasladar. Apostaría a que el mismo Ignacio pudo pensar erróneamente que con el giro radical que había emprendido en su vida, al romper con los ideales mundanos para convertirse en un peregrino tras las huellas de Jesucristo, había coronado ya su conversión. Nada más lejos de la realidad. Lo acontecido en la Capilla de la conversión no fue sino el primer paso en una historia de conversión que se tradujo en permanecer plenamente abierto a lo que Dios iría mostrándole en cada etapa de su vida. La conversión dura lo que dura la vida, y se traduce en considerarnos en todo momento como alumnos de primero de Primaria; reconociendo en Jesús la luz y la mirada limpia que nos ayudan a ver todo en su realidad más pura y auténtica. Eso sí, el proceso de conversión interior no es cómodo: exige sacrificio e implica que no estemos centrados en nosotros mismos. Pero, al mismo tiempo, es el camino de la verdadera liberación; para la cual hemos sido redimidos por Cristo. En palabras de San Pablo: «Para la libertad nos ha liberado Cristo. Manteneos, pues, firmes, y no dejéis que vuelvan a someteros a yugos de esclavitud» (Gálatas 5, 1).
Los obispos de las diócesis por las que transitó el peregrino Ignacio, desde Loyola a Manresa, hemos escrito con motivo de este quinto centenario, una Carta pastoral conjunta, bajo el título de Hago nuevas todas las cosas (una bella expresión que encontramos en el libro del Apocalipsis). En esta Carta pastoral los obispos firmantes anunciamos la convocatoria de un Año de Conmemoración Jubilar, que abarcará desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre del año 2022. En este Año Ignaciano deseamos redescubrir nuestra condición de peregrinos, y así lo proponemos en la Carta: “Creer es peregrinar, partiendo de cuanto sucede a nuestro alrededor, de cuanto está reclamando cambio; pasando también y principalmente por las transformaciones interiores de nuestra persona, para poder ser cada día un poco más ese fiel reflejo de Cristo que llena de esperanza el mundo que habitamos y lo abre a la esperanza de la Vida eterna.”
Y, por cierto, hablando de santos y de peregrinos, a quienes me piden les aconseje una biografía sobre San Ignacio para su lectura, sin dudarlo, les recomiendo mi favorita: Ignacio de Loyola. Solo y a pie, escrita por nuestro inolvidable José Ignacio Tellechea Idígoras.
Publicado en El Diario Vasco. Tomado de la página personal del obispo José Ignacio Munilla, En Ti confío.
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