El nuevo pecado mortal
Si los lectores me dan la venia, voy contarles, más o menos literalmente, lo que me ha transmitido mi amigo Mariano. Cincuentón, español, felizmente casado desde hace 27 años con una belleza china. Cuatro hijos. Católico, apostólico y romano. De natural bueno y sensato, aunque lo de ser creyente le hace mirar al Cielo más de lo normal.
Nuestro amigo Mariano disfruta del mar, del bosque, del cielo y de las montañas. Y cuando su trabajo se lo permite se escapa a la Naturaleza, a veces solo, a veces con la familia. Ve la Naturaleza como obra del Creador y eso le ayuda a rezar, mucho. De hecho es donde más y mejor reza.
Desde que tiene uso de razón Mariano procura no tirar cosas al suelo ni ensuciar. Y si se le cae algo, lo recoge. Así le enseñaron sus padres y así se lo enseña a sus hijos. Lo normal. Y cuando el mundo se globalizó fue de los primeritos en darse cuenta de que tanto plástico envolviendo la comida no era bueno. Y comenzó a preguntarse dónde diablos acababan las botellas de usar y tirar, los tetrabriks, las bandejitas de poliestireno de fruta, los envases de yogurt… y con sentido común y de acuerdo con su esposa decidieron seguir comprando productos frescos en el mercado, productos que siempre meten en su bolsa de tela, estilo la Vieja del Visillo. Y tan contentos. Y además recicla todo lo reciclable, sin importarle el mucho tiempo dedicado a ello.
Ese sentido común (hiperdesarrollado, que diría la mayoría) le lleva a arreglar los electrodomésticos antes de cambiarlos y a no sustituir ninguno de los smartphones de su casa porquesí, sino solo cuando no tienen arreglo. Además, en casa su uso está muy restringido. Es una familia que se comunica, hablan entre ellos y se quieren.
Pero a Mariano, de naturaleza afable, le produce grima escuchar a políticos -los mismos que han apoyado la apertura de mercados que demanda billones de toneladas de plásticos de usar y tirar y usan jets privados hipercontaminantes- pontificar sobre el cambio climático, el deshielo del Ártico, los pedos del ganado vacuno y las islas de plástico que flotan en el Pacífico. Y que en aras de evitar la catástrofe inmediata, nada como prohibir los coches diesel (los de los pobres) y subir impuestos con los que financiar cientos de chiringuitos climático-alarmistas en los que colocan a los amiguetes. Y la grima se convierte en hinchazón venoso frontal cuando los escucha desde los altavoces de instituciones como Naciones Unidas, famosas por no servir para nada, por llegar demasiado tarde o retirarse antes de tiempo, por pagar sueldos millonarios a sus funcionarios y, sobre todo, por querer imponer el aborto, la ideología de género y el cambio climático con excusas neomalthusianas.
Quizá por todo esto nuestro buen Mariano no ha entendido por qué la Iglesia católica -a la que pertenece y de la que se siente hijo- haya abrazado con tanto entusiasmo la nueva histeria climática hasta el punto de escucharle hablar de pecados contra la Naturaleza, del cuidado de la Casa Común y de la obligación de obedecer a instituciones como Naciones Unidas. Le sorprende que los mismos sacerdotes, obispos y otros consagrados que ponen en entredicho la misma naturaleza del pecado y la distinción entre el Bien y el Mal se dediquen a inventarse pecados nuevos muy del gusto de los enemigos de la Iglesia. Y prefiere pensar que esos pastores son mas insensatos que malos.
Mariano sigue siendo responsable y cuida de su entorno mejor que la mayoría. No mira como pecadores a los conductores de coches diesel, ni a los pobres oficinistas que compran su plato precocinado plastificado en Mercadona ni al jardinero que usa insecticida. Pero mira con recelo a los nuevos mesías que predican nuevos dogmas y nuevos pecados mortales mientras intentan destruir aquellos que realmente atentan contra la dignidad del hombre y contra el Amor de Dios.
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