Una renuncia histórica
Se trata de cambios de cierta envergadura pero que no son esenciales. Nada realmente importante ha cambiado tras la renuncia de Benedicto XVI.
La abdicación de Benedicto XVI es la primera de la historia moderna del papado. Los precedentes medievales son de una época y unas circunstancias tan distintas que no pueden enseñarnos nada útil. Se trata de algo tan sumamente nuevo que ni siquiera sabemos qué palabra más adecuada lo describe: dimisión, renuncia, abdicación… Dimisión o renuncia son sinónimos y se refieren al empleo, a la función. Abdicación se refiere más bien a la condición de monarca y su aneja soberanía. Aunque ya no use el título de Papa-Rey, el Papa es el soberano absoluto del Estado Vaticano.
La decisión de Ratzinger ha venido a refrendar la intención de los cardenales que al elegirle apostaron por un pontificado breve. Sin duda Juan Pablo II pasará a la historia por haber contribuido a derribar en Europa el cáncer comunista. Benedicto XVI será, entre otras muchas cosas, el Papa que con más determinación se ha enfrentado al escándalo de la pederastia. Pero estos hitos no deben ocultar el hecho de que el trabajo del Papa, en un 99 por ciento tiene que ver con el gobierno y organización de ese gran magma que es la Iglesia Católica con sus mil doscientos millones de fieles diseminados por todo el planeta, hablando lenguas distintas y pastoreados por más de cinco mil cien obispos y cuatrocientos mil sacerdotes, a los que sumar cincuenta mil religiosos profesos y setecientas mil religiosas.
Cualquier persona que deba arrostrar algún tipo de responsabilidad vitalicia puede considerar dos posibilidades: marcharse o quedarse.
Conservarse en el cargo tiene una lectura positiva, que es la de no zafarse del deber y de sus servidumbres y otra lectura, más negativa: pretender ser indispensable y perpetuarse, es decir, aferrarse al cargo. Marcharse tiene también dos lecturas, la positiva consiste en dar más importancia al servicio que a la persona, y la negativa, que consiste en subrayar el abandono de las obligaciones.
Benedicto XVI es octogenario pero en los últimos tres siglos llegar a octogenario ha sido la regla que no la excepción entre los romanos pontífices. En orden decreciente, los últimos 24 papas serían Juan Pablo II que falleció con 84 años. Su antecesor, el efímero Juan Pablo I, (65, y si seguimos la lista tendremos, en los últimos tres siglos a Pablo VI(80),Juan XXIII(81), Pio XII(82), Pio XI(81), Benedicto XV(67), Pio X (76), León XIII,(93), Pio IX(85), Gregorio XVI(80), Pio VIII(70), León XII(68), Pio VII(81), Pio VI(81), Clemente XIV (68), Clemente XIII(65), Benedicto XIV (83), Clemente XII(87), Benedicto XIII(80), Inocencio XIII(68), Clemente XI, (71).Inocencio XII que ya es del siglo XVII, muere en el año 1700, a los 85. Su predecesor, Alejandro VIII duró hasta los 80. Así que de los primeros 24 predecesores de Benedicto XVI, sólo 6 no llegaron a los ochenta años. Hay papas conservadores y otros no tanto, pero queda claro que el papado es un oficio que conserva, y a la luz de la Historia, Benedicto XVI no es especialmente mayor. Ahora bien, con los avances médicos, se haría posible que la Iglesia fuera gobernada por papas nonagenarios o centenarios. ¿Sería esto bueno para la institución?
Está la de cal. Precisamente, el peligro de que el Papa abdique estriba en que sienta un precedente que permite politizar y mediatizar el Papado. En los tiempos en que no se concebía que un Papa dimitiera, la única forma de cambiarlo consistía en tratar de abreviar sus días. Sobre la muerte de Juan Pablo I no se han extinguido todavía sospechas esperemos que infundadas a este respecto. Pero ninguna campaña de prensa, por agresiva que fuera, podía derribar a un Pontífice. Tras la renuncia de Benedicto XVI, y no siendo ya tabú el tema de la renuncia, lo más probable es que los anticlericales de siempre traten de pedir cada dos por tres la dimisión del Papa. La elección de un Papa se pretende que esté al margen de presiones políticas, económicas o mediáticas. Por eso se encierra a los cardenales y se les aísla del mundo, para que voten en conciencia y no en función de intereses mundanos. Ahora esos mismos intereses que no pudieron actuar en la elección sí que pueden influir sobre la continuidad del elegido. En este sentido, la decisión de Benedicto XVI ha debilitado a sus sucesores. El sucesor de Pedro ya no va a ser una piedra inamovible, una china vitalicia en el zapato de los cristófobos.
Y luego está la de arena. Un punto que nadie ha subrayado es que la meditadísima decisión de Benedicto XVI le ofrece al Colegio Cardenalicio una libertad de elección como jamás había disfrutado en la Historia. Y es que al poder abdicar el Papa, al existir esa posibilidad real, avalada e ilustrada por la decisión del propio Ratzinger, el Colegio puede considerar la posibilidad de elegir a personas de cualquier edad. Puede tratarse de personas mayores, que al primer achaque decidan abdicar a su vez o personas jóvenes que disfrutando de un gran pontificado en perspectiva puedan sin embargo renunciar al cabo de un tiempo. ¿Es esto importante? Mucho. Porque las cuestiones de edad han apartado del solio pontificio a candidatos que juzgados demasiado viejos o demasiado jóvenes podían haber resultado grandes pastores. La edad nunca debería ser motivo de discriminación y menos tratándose del gobierno de las almas. Ratzinger ha roto las cadenas del tiempo: la duración de un pontificado no dependerá en exclusiva de la salud de su titular.
Si el todavía Papa ha debilitado a sus sucesores, en cambio ha reforzado la imagen de la Iglesia, institución dos veces milenaria pero capaz de modernizarse. Ya no es inevitable que el sucesor de Pedro sea un anciano porque así lo quiera la Naturaleza. Ante los desafíos del tercer milenio, el encanto de la tradición y de una estética secular quizá nos encante a unos pocos pero extraña a muchos. El espíritu del Concilio Vaticano II consistía precisamente en centrarse en lo esencial, Cristo, y desprenderse de elementos que sin ser en absoluto despreciables no son sin embargo el corazón del cristianismo ni lo pueden sustituir.
Juan Pablo II fue el primer Papa no italiano desde Adriano de Utrech. Benedicto XVI el primero en renunciar desde hace seis siglos. Se trata de cambios de cierta envergadura pero que no son esenciales. Nada realmente importante ha cambiado tras el anuncio de la renuncia de Benedicto XVI. Tampoco es esencial que un papa esté siempre bien afeitado pero desde Clemente XII, fallecido en 1700 no hemos vuelto a tener papas barbudos. La barba no tiene ningún valor teológico, pero en el siglo XVII era casi una regla. Y a partir del siglo XVIII las barbas pasaron de moda. Hasta hoy. Quizá el próximo Papa se deje la barba. Algo parecido sería que el nuevo Pontífice resulte ser no europeo, norteamericano, hispanoamericano, brasileño africano o asiático. En cada caso la elección de un papa barbudo, africano o asiático, de un papa nacido en Chicago o Buenos Aires será noticia durante unos días pero no supondrá tampoco ningún cambio esencial, ni siquiera importante.
Un cambio esencial sería un cambio en la fe que resumimos en el Credo, un cambio en la ética que nos impide asesinar a los viejos, a los que sufren o a los niños por nacer, un cambio que nos impidiera considerar a los demás seres humanos como nuestros prójimos, un cambio que justificaría la existencia del Mal como una necesidad del Bien, que considerara a Dios como un producto y no como el origen de todas las cosas o que introdujera el veneno gnóstico en las claras aguas de nuestra fe.
La decisión de Ratzinger ha venido a refrendar la intención de los cardenales que al elegirle apostaron por un pontificado breve. Sin duda Juan Pablo II pasará a la historia por haber contribuido a derribar en Europa el cáncer comunista. Benedicto XVI será, entre otras muchas cosas, el Papa que con más determinación se ha enfrentado al escándalo de la pederastia. Pero estos hitos no deben ocultar el hecho de que el trabajo del Papa, en un 99 por ciento tiene que ver con el gobierno y organización de ese gran magma que es la Iglesia Católica con sus mil doscientos millones de fieles diseminados por todo el planeta, hablando lenguas distintas y pastoreados por más de cinco mil cien obispos y cuatrocientos mil sacerdotes, a los que sumar cincuenta mil religiosos profesos y setecientas mil religiosas.
Cualquier persona que deba arrostrar algún tipo de responsabilidad vitalicia puede considerar dos posibilidades: marcharse o quedarse.
Conservarse en el cargo tiene una lectura positiva, que es la de no zafarse del deber y de sus servidumbres y otra lectura, más negativa: pretender ser indispensable y perpetuarse, es decir, aferrarse al cargo. Marcharse tiene también dos lecturas, la positiva consiste en dar más importancia al servicio que a la persona, y la negativa, que consiste en subrayar el abandono de las obligaciones.
Benedicto XVI es octogenario pero en los últimos tres siglos llegar a octogenario ha sido la regla que no la excepción entre los romanos pontífices. En orden decreciente, los últimos 24 papas serían Juan Pablo II que falleció con 84 años. Su antecesor, el efímero Juan Pablo I, (65, y si seguimos la lista tendremos, en los últimos tres siglos a Pablo VI(80),Juan XXIII(81), Pio XII(82), Pio XI(81), Benedicto XV(67), Pio X (76), León XIII,(93), Pio IX(85), Gregorio XVI(80), Pio VIII(70), León XII(68), Pio VII(81), Pio VI(81), Clemente XIV (68), Clemente XIII(65), Benedicto XIV (83), Clemente XII(87), Benedicto XIII(80), Inocencio XIII(68), Clemente XI, (71).Inocencio XII que ya es del siglo XVII, muere en el año 1700, a los 85. Su predecesor, Alejandro VIII duró hasta los 80. Así que de los primeros 24 predecesores de Benedicto XVI, sólo 6 no llegaron a los ochenta años. Hay papas conservadores y otros no tanto, pero queda claro que el papado es un oficio que conserva, y a la luz de la Historia, Benedicto XVI no es especialmente mayor. Ahora bien, con los avances médicos, se haría posible que la Iglesia fuera gobernada por papas nonagenarios o centenarios. ¿Sería esto bueno para la institución?
Está la de cal. Precisamente, el peligro de que el Papa abdique estriba en que sienta un precedente que permite politizar y mediatizar el Papado. En los tiempos en que no se concebía que un Papa dimitiera, la única forma de cambiarlo consistía en tratar de abreviar sus días. Sobre la muerte de Juan Pablo I no se han extinguido todavía sospechas esperemos que infundadas a este respecto. Pero ninguna campaña de prensa, por agresiva que fuera, podía derribar a un Pontífice. Tras la renuncia de Benedicto XVI, y no siendo ya tabú el tema de la renuncia, lo más probable es que los anticlericales de siempre traten de pedir cada dos por tres la dimisión del Papa. La elección de un Papa se pretende que esté al margen de presiones políticas, económicas o mediáticas. Por eso se encierra a los cardenales y se les aísla del mundo, para que voten en conciencia y no en función de intereses mundanos. Ahora esos mismos intereses que no pudieron actuar en la elección sí que pueden influir sobre la continuidad del elegido. En este sentido, la decisión de Benedicto XVI ha debilitado a sus sucesores. El sucesor de Pedro ya no va a ser una piedra inamovible, una china vitalicia en el zapato de los cristófobos.
Y luego está la de arena. Un punto que nadie ha subrayado es que la meditadísima decisión de Benedicto XVI le ofrece al Colegio Cardenalicio una libertad de elección como jamás había disfrutado en la Historia. Y es que al poder abdicar el Papa, al existir esa posibilidad real, avalada e ilustrada por la decisión del propio Ratzinger, el Colegio puede considerar la posibilidad de elegir a personas de cualquier edad. Puede tratarse de personas mayores, que al primer achaque decidan abdicar a su vez o personas jóvenes que disfrutando de un gran pontificado en perspectiva puedan sin embargo renunciar al cabo de un tiempo. ¿Es esto importante? Mucho. Porque las cuestiones de edad han apartado del solio pontificio a candidatos que juzgados demasiado viejos o demasiado jóvenes podían haber resultado grandes pastores. La edad nunca debería ser motivo de discriminación y menos tratándose del gobierno de las almas. Ratzinger ha roto las cadenas del tiempo: la duración de un pontificado no dependerá en exclusiva de la salud de su titular.
Si el todavía Papa ha debilitado a sus sucesores, en cambio ha reforzado la imagen de la Iglesia, institución dos veces milenaria pero capaz de modernizarse. Ya no es inevitable que el sucesor de Pedro sea un anciano porque así lo quiera la Naturaleza. Ante los desafíos del tercer milenio, el encanto de la tradición y de una estética secular quizá nos encante a unos pocos pero extraña a muchos. El espíritu del Concilio Vaticano II consistía precisamente en centrarse en lo esencial, Cristo, y desprenderse de elementos que sin ser en absoluto despreciables no son sin embargo el corazón del cristianismo ni lo pueden sustituir.
Juan Pablo II fue el primer Papa no italiano desde Adriano de Utrech. Benedicto XVI el primero en renunciar desde hace seis siglos. Se trata de cambios de cierta envergadura pero que no son esenciales. Nada realmente importante ha cambiado tras el anuncio de la renuncia de Benedicto XVI. Tampoco es esencial que un papa esté siempre bien afeitado pero desde Clemente XII, fallecido en 1700 no hemos vuelto a tener papas barbudos. La barba no tiene ningún valor teológico, pero en el siglo XVII era casi una regla. Y a partir del siglo XVIII las barbas pasaron de moda. Hasta hoy. Quizá el próximo Papa se deje la barba. Algo parecido sería que el nuevo Pontífice resulte ser no europeo, norteamericano, hispanoamericano, brasileño africano o asiático. En cada caso la elección de un papa barbudo, africano o asiático, de un papa nacido en Chicago o Buenos Aires será noticia durante unos días pero no supondrá tampoco ningún cambio esencial, ni siquiera importante.
Un cambio esencial sería un cambio en la fe que resumimos en el Credo, un cambio en la ética que nos impide asesinar a los viejos, a los que sufren o a los niños por nacer, un cambio que nos impidiera considerar a los demás seres humanos como nuestros prójimos, un cambio que justificaría la existencia del Mal como una necesidad del Bien, que considerara a Dios como un producto y no como el origen de todas las cosas o que introdujera el veneno gnóstico en las claras aguas de nuestra fe.
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