Fe, esperanza, amor
Cuando escuchamos palabras como fe, esperanza, amor, nos puede asaltar el miedo de caer en una utopía, el sueño de que Dios hará algo para ayudarnos
por José F. Vaquero
La tarde noche de este martes ha sido tensa: muchos ya lo temían, y no pocos alertaron del pulso a la democracia que podía estar detrás. Miles de personas en torno al Congreso de los diputados, protesta, gritos, insultos, golpes, violencia. ¿Protesta justa y justificada? ¿Empujón hacia la violencia revolucionaria? Hay opiniones para todos los gustos, pero todos coinciden en una idea: Nuestra sociedad española no va bien, y cada vez hace aguas por más esquinas, tabñas y baldosas. Algunos ven asomar una revolución; ¿pero no hemos sufrido ya una revolución, una revolución antropológica?
La economía nos ahoga, sobre todo a los seis millones de parados y a los numerosos autónomos que ven cómo les llega el agua al cuello. Un termómetro “de andar por casa” que analiza la pobreza nos muestra esa revolución: hace pocos años en Caritas se auxiliaba principalmente a inmigrantes; hoy en día los que precisan ayudas son, además de los inmigrantes, numerosos españoles, padres y madres de familia que han perdido su empleo. Y junto con esta revolución (o hecatombe) económica escuchamos palabras como mercado, prima de riesgo, deuda... una especie de manos invisibles que manejan la economía, aspiradores que absorven euros y más euros. ¿Y la economía del ama de casa, Madrid 1990? Todo ha cambiado, y parece que la balanza se inclina contra nosotros.
La política está sometida también a esta revolución. La actividad que gestiona la polis (o ciudad) y busca el bien común ha pasado a ser una profesión con mala prensa (en ocasiones ganada a pulso). El bien común se transformó primero en bien de las personas, y luego en bien de la persona que controla a las personas. Y cada vez menos ciudadanos creen en la política como vocación de servicio al ciudadano.
Revolución tecnológica, que nos penetra a todas horas, desde la mañana a la noche. El mundo va demasiado deprisa, dicen algunos. Yo creo que lo que se ha acelerado exponencialmente es la información, las noticias, el frenesí de las abundantes actividades, transmitidas en tiempo real a los cuatro puntos cardinales. Y con esa revolución aceleradora de información, de noticias, de actividades, no tenemos tiempo para pensar en el sujeto l veloz actuar. Hace unas décadas el hombre hacía y sabía muchas menos cosas, y paradoja de la velocidad, se sentía más feliz y más a gusto consigo mismo, en un lugar quizás más atrasado en lo técnico, pero más avanzado en lo interior. Esa abundancia y serenidad del tiempo hacía madurar y crecer el corazón, como un buen guiso que se prepara a fuego lento.
Hemos padecido, estamos sufriendo, una revolución. ¿Para bien? ¿Para mal? Eso no lo decide la revolución, ni siquiera los revolucionarios de la punta del iceberg, los “cabecillas”. La subida o bajada en esta revolución la decide cada persona, en su pequeño entorno de influencia. Y en esas pequeñas distancias nos puede estar ganando el mayor mal de nuestra época, la desesperanza, la perspectiva sombría del futuro, y la solución más al alcance de todos: dejar que el tren nos lleve, ya veremos a dónde.
Cuando escuchamos palabras como fe, esperanza, amor, nos puede asaltar el miedo de caer en una utopía, el sueño de que Dios hará algo para ayudarnos; y mientras tanto, sólo podemos aguantar y soñar con un futuro después de la muerte. Estas virtudes, sin embargo, no son sólo del más allá; tienen su inicio aquí, y su vivencia en el día a día: fe en que el hombre busca el bien, se realiza cuando lo realiza, y es capaz de hacerlo. Fe en que Dios cuenta con este obrar y este trabajo. Fe en que el bien merece la pena, y a la larga triunfará. Esperanza, confianza, en que el hombre puede construir una civilización del amor, una civilización en la que se promueva el bien íntegro y universal, guiado por el amor (ama a los demás como quieres que ellos te amen a ti). Con la ayuda de Dios y con el trabajo del hombre llegará la civilización del amor, en mi entorno cercano y cada vez en más partes de la sociedad.
La economía nos ahoga, sobre todo a los seis millones de parados y a los numerosos autónomos que ven cómo les llega el agua al cuello. Un termómetro “de andar por casa” que analiza la pobreza nos muestra esa revolución: hace pocos años en Caritas se auxiliaba principalmente a inmigrantes; hoy en día los que precisan ayudas son, además de los inmigrantes, numerosos españoles, padres y madres de familia que han perdido su empleo. Y junto con esta revolución (o hecatombe) económica escuchamos palabras como mercado, prima de riesgo, deuda... una especie de manos invisibles que manejan la economía, aspiradores que absorven euros y más euros. ¿Y la economía del ama de casa, Madrid 1990? Todo ha cambiado, y parece que la balanza se inclina contra nosotros.
La política está sometida también a esta revolución. La actividad que gestiona la polis (o ciudad) y busca el bien común ha pasado a ser una profesión con mala prensa (en ocasiones ganada a pulso). El bien común se transformó primero en bien de las personas, y luego en bien de la persona que controla a las personas. Y cada vez menos ciudadanos creen en la política como vocación de servicio al ciudadano.
Revolución tecnológica, que nos penetra a todas horas, desde la mañana a la noche. El mundo va demasiado deprisa, dicen algunos. Yo creo que lo que se ha acelerado exponencialmente es la información, las noticias, el frenesí de las abundantes actividades, transmitidas en tiempo real a los cuatro puntos cardinales. Y con esa revolución aceleradora de información, de noticias, de actividades, no tenemos tiempo para pensar en el sujeto l veloz actuar. Hace unas décadas el hombre hacía y sabía muchas menos cosas, y paradoja de la velocidad, se sentía más feliz y más a gusto consigo mismo, en un lugar quizás más atrasado en lo técnico, pero más avanzado en lo interior. Esa abundancia y serenidad del tiempo hacía madurar y crecer el corazón, como un buen guiso que se prepara a fuego lento.
Hemos padecido, estamos sufriendo, una revolución. ¿Para bien? ¿Para mal? Eso no lo decide la revolución, ni siquiera los revolucionarios de la punta del iceberg, los “cabecillas”. La subida o bajada en esta revolución la decide cada persona, en su pequeño entorno de influencia. Y en esas pequeñas distancias nos puede estar ganando el mayor mal de nuestra época, la desesperanza, la perspectiva sombría del futuro, y la solución más al alcance de todos: dejar que el tren nos lleve, ya veremos a dónde.
Cuando escuchamos palabras como fe, esperanza, amor, nos puede asaltar el miedo de caer en una utopía, el sueño de que Dios hará algo para ayudarnos; y mientras tanto, sólo podemos aguantar y soñar con un futuro después de la muerte. Estas virtudes, sin embargo, no son sólo del más allá; tienen su inicio aquí, y su vivencia en el día a día: fe en que el hombre busca el bien, se realiza cuando lo realiza, y es capaz de hacerlo. Fe en que Dios cuenta con este obrar y este trabajo. Fe en que el bien merece la pena, y a la larga triunfará. Esperanza, confianza, en que el hombre puede construir una civilización del amor, una civilización en la que se promueva el bien íntegro y universal, guiado por el amor (ama a los demás como quieres que ellos te amen a ti). Con la ayuda de Dios y con el trabajo del hombre llegará la civilización del amor, en mi entorno cercano y cada vez en más partes de la sociedad.
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