Se clavan a sus propias cruces
por Joseph Pearce
Es muy cierto eso que se dice de que el camino más fácil conduce al infierno. El tópico es particularmente relevante en nuestra actual cultura hedonista, porque el hedonismo es el camino más fácil. Es la creencia en que debemos hacer lo que nos haga sentirnos bien en este momento. Dicha creencia es contraria a la insistencia cristiana en la necesidad del sacrificio. El hedonismo odia la cruz. Odia que se hable de pecado, al que ha borrado de su vocabulario. Desprecia que se hable de la virtud, porque cree que la prudencia, la templanza y el deber han sido superadas por la “libertad”, definida como el “derecho” a hacer lo que queramos con nuestra vida.
El problema es que no podemos hacer lo que queramos con nuestra vida sin perjudicar la de los demás. El derecho de una mujer a fornicar conduce a pedir su derecho a matar a su hijo no nacido. Este “derecho” a matar se convierte en más importante que el derecho del niño a vivir. El hedonismo exige sacrificios humanos, la ofrenda de niños en el altar erigido al ego individual.
El error fundamental en el corazón del hedonismo es la creencia misma de que nuestra vida nos pertenece. Nuestra vida no nos pertenece. Nuestra vida se nos da como regalo y se nos quitará, nos guste o no. El regalo no es gratis. Viene con un precio: un precio que no tenemos la opción de no pagar.
El precio de la vida es la cruz. Cada uno tiene su propia cruz que llevar. La cruz es la vida que se nos ha dado. La vida y la cruz son la misma cosa. Son inseparables. La única opción no es si tener o no tener cruz, sino si decidimos amarla u odiarla.
Y, como en la vida, también con el amor.
Así como el precio de la vida es la cruz de la vida, el precio del amor es la cruz del amor. El amor y la cruz son la misma cosa. Son inseparables. El amor, como la cruz, se define por el acto de entregar nuestra vida en sacrificio por los demás. Cuando no hay cruz, no hay amor.
Y ésta es la irónica paradoja en el oscuro corazón del hedonismo. Si no nos sacrificamos por los demás, sacrificaremos a los demás a nosotros mismos. Y, sin embargo, cada vez que clavamos a los demás a la cruz, nos clavamos también nosotros a ella. Cuanto más egoístamente vivimos, más miserables somos. La felicidad no se encuentra cediendo a nuestros apetitos más bajos, sino aceptando el propio sacrificio de la vida y del amor.
Quienes aceptan su cruz generosamente se liberan de la esclavitud a sí mismos. Ésta es la única libertad por la que vale la pena vivir o morir. Quienes odian sus cruces se clavan más dolorosamente a ellas, esclavizándose a su propio egoísmo.
El número de suicidios se está incrementando. La desesperación va en aumento. El nihilismo está desenfrenado. Las adicciones son una epidemia. Son todos ellos signos de una sociedad que se está crucificando a sí misma mediante su odio a la Cruz.
Publicado en el National Catholic Register.
Traducción de Carmelo López-Arias.
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