Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

Familia

 Familia en la playa en el atardecer.
La familia son cadenas, sí: las que vinculan a unas personas con otras, prolongan los afectos y arraigan al ser humano. Por eso es un obstáculo para la ingeniería social en marcha. Foto: Sarah Medina / Unsplash.

por Juan Manuel de Prada

Opinión

¿Cómo se explica que la familia se haya convertido en la institución más hostigada en nuestra época? La ideología de género se ha propuesto hacer de la familia un vivero de odios, convirtiendo las relaciones entre los sexos fundadas en la complementariedad y el amor en relaciones conflictivas de rivalidad y dominio.

Y, para facilitar esta tarea, ha favorecido la redefinición del concepto de familia, que ahora se extiende a diferentes formas de unión, por quebradizas o inconsistentes que sean, fundadas en contratos (ya no compromisos) rescindibles, como conviene a una nueva utopía que preconiza la consecución de la felicidad a través de la exaltación del deseo personal.

En esta labor de hostigamiento a la familia no podemos olvidar tampoco la inversión de las jerarquías humanas que conlleva la priorización del trabajo como forma de “realización personal”. 

Hoy se habla mucho de conciliación entre vida laboral y familiar, pero para conciliar dos cosas de naturaleza distinta es preciso fijar primero una jerarquía de preferencias, estableciendo lo que es subalterno (por muy necesario que sea) y lo que es primordial.

Una vida que prioriza el trabajo sobre la familia nada puede conciliar; porque cuando a lo que es subalterno (por muy necesario que sea) se le concede el rango de primordial, lo que es primordial acaba siendo subalterno; y sobre esta subversión desnaturalizadora nada bueno ni vivo se puede construir, como ocurre siempre que lo que es de naturaleza inferior se encumbra a una naturaleza superior.

Podría afirmarse, sin temor a incurrir en la hipérbole, que los gastos y cuidados que un gobierno destina a la preservación y defensa de la institución familiar son inversamente proporcionales a los que engruesan la partida difusa de  “asuntos sociales”.

Una protección esmerada de la familia reduciría todos esos quebrantos del sistema educativo que tanto preocupan, siquiera de boquilla, a nuestros políticos y que tan sañudamente sufren nuestros maestros. Si los chavales llegan a las aulas con un lastre de conflictos es, en buena medida, porque han crecido en familias desvertebradas, disfuncionales, adelgazadas hasta la inanición, convertidas en campos de Agramante o en páramos yermos.

Y la proliferación de desarreglos psíquicos entre la población actual, ¿no tendrá mucho que ver con la anulación de ese tibio cobijo que la familia nos proporciona, frente a las intemperies de la vida? ¿Por qué nadie se atreve a formular con claridad el vínculo que existe entre muchas de las recientes patologías sociales y la sistemática demolición de la familia?

Los perseguidores de esta milenaria y grandiosa creación humana suelen tildarla de represiva, tiránica y castradora, confundiendo la familia con sus malformaciones, lo que es tanto como confundir el agua con los venenos que la contaminan; y, amparándose en esta subversión de las categorías, han  logrado caracterizar a quienes la defendemos como gentes amantes de las cadenas.

¡Y claro que amamos las cadenas! Amamos las cadenas vivientes que aseguran los lazos de afecto, amamos las cadenas humanas que unen a unas generaciones con otras, amamos las cadenas de almas que aseguran la transmisión de un acerbo espiritual. 

Y amamos esas cadenas, que es tanto como amar la vida, porque entendemos que su ruptura nos convierte en carne de ingeniería social, en átomos perdidos a quienes ya no guían los compromisos sino la exaltación de intereses y deseos personales, a quienes la conciencia de desarraigo y desvalimiento termina convirtiendo en esclavos alienados en manos del Leviatán.  

Publicado en Revista Misión.

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