Martes, 14 de mayo de 2024

Religión en Libertad

Espejismos o mapas


La visión edulcorada de la perversión moral y política presente, contra lo que pudiera pensarse, ha tenido además una repercusión profunda en la intimidad del hombre contemporáneo

por J.C. García de Polavieja

Opinión

Una de las peores consecuencias que ha tenido el diálogo de la Iglesia con la política postmoderna tuvo su origen en un empeño teórico que se podría definir como disección ontológica del mal. Empeño sistematizado durante el pontificado anterior por varios padres intelectuales, que podría resumirse como la invocación de los aspectos positivos necesariamente contenidos en el error. Partiendo de las afirmaciones escolásticas sobre el mal como negación y «no ser» se concluía que incluso los errores filosóficos, especialmente aquellos de naturaleza política, han de revestirse de apariencias seductoras, por lo cual contienen siempre un componente de verdad. Tal componente podría ser invocado como «aspecto positivo» capaz de dar pie al diálogo y a la coexistencia desde la verdad cristiana. La recomendación conciliar de intentar comprender al que yerra se enlazaba de alguna manera con ésta lógica que en su momento abrió la posibilidad de coexistir sin conflicto frontal con las democracias absolutas.
 
No es cuestión de analizar aquí la fórmula, aunque sirviera de llave maestra para la complacencia coyuntural hacia los mitos imperantes en la esfera política. Su acierto o desacierto dependerá de sus resultados en el orden práctico. Lo que ahora urge es poner de relieve alguna de sus consecuencias, para ayudar a prevenir sus efectos.
 
La contemplación de la política vigente a través del prisma de sus «aspectos positivos» se tradujo en una serie de pautas, siempre en la frontera entre la caridad con el que yerra y una prudencia cautelosa respecto al error que, si bien podían legítimamente invocar la caridad – porque es muy difícil separar el trato dado a las personas del de los sistemas - fueron generalizando una idea vaporosa de la realidad política y social de nuestro tiempo: La Iglesia, confiada en el status quo logrado para la esfera religiosa, fue modulando su juicio sobre la dinámica operante en la esfera política. Al hacerlo, se distanciaba necesariamente de una realidad en la que se manifestaba una perversidad sin precedentes. Nos hemos acostumbrado así a coexistir con el crimen estructurado, por ejemplo el de los más inocentes, que son ejecutados a nuestro lado a mansalva con cobertura legal, mientras nosotros discurrimos remedios democráticos... Como si la vida del ser más indefenso pudiera quedar sometida al egoísmo de mayorías corrompidas. La revisión más ambigua de la jerarquía moral se ha convertido así en peaje de una socialización convencional y salvoconducto de adaptación al mundo. Quizá se creía, ingenuamente, que tal tributo nunca pasaría factura. Pero la realidad es la verdad de las cosas. Distanciarse de la realidad en cualquiera de sus aspectos equivalía a adoptar cierta medida de ficción como directriz temporal. Era trazar el mapa del entorno exterior – del patio exterior abandonado a los gentiles (Ap 11,2) - sobre un espejismo. Y los espejismos son elucubraciones subjetivas que se difuminan por el choque abrupto con la realidad.
 
La visión edulcorada de la perversión moral y política presente, contra lo que pudiera pensarse, ha tenido además una repercusión profunda en la intimidad del hombre contemporáneo: Las cuestiones nucleares tampoco podían abordarse desde la radicalidad evangélica, porque el lenguaje necesario rechinaba contra el dogma antropológico del racionalismo: El pecado, en el momento de su máxima estructuración, ha tenido que abordarse con limitaciones semánticas y prudencias exquisitas, por ser incompatible con la «bondad natural». El discurso mismo de la misericordia ha visto comprometido su sentido, al perderse ampliamente la noción de pecado. Y el hombre actual es – soy, no me excluyo – un perfecto ignorante de su realidad más íntima. Ignorante de la miseria moral que arrastra y por ende incapaz de adoptar ante Dios la actitud de mendigo. La misericordia y el amor de Dios resbalan así, con desoladora frecuencia, contra nuestra riqueza de espíritu (cf Mt 5, 3). Y el alejamiento de la realidad encuentra en ésta dimensión íntima su versión más dramática, porque sufrimos una especie de enajenamiento colectivo.
 
Probablemente haya sido legítimo despreciar al maligno confiando en el poder de la gracia. Esta confianza quizá hubiera sido suficiente de haberse acompañado por un tratamiento realista de la naturaleza, pero ésta se ha tratado con demasiada frecuencia desde el subjetivismo. Porque no es lo mismo despreciar a Satanás que menospreciarlo en clima de diálogo. El menosprecio de su influencia sobre la cultura dominante tiene varios «efectos colaterales»: Provoca indefensión espiritual y, además, extiende la confusión ética y estética. La atmósfera cultural puede ser menos penetrante que la gracia, pero el espíritu humano nunca será inmune por completo a su influjo. Los cristianos de filas respiramos un ambiente contaminado y cada día son más numerosos los afectados por ello. El discurso de la doble pertenencia – «a Cristo y a nuestro tiempo» – se está demostrando finalmente enervante. Porque «nuestro tiempo» nos solicita por todos los poros con poderosa seducción. La exposición al ambiente cultural sin antídotos eficaces no podrá por ello prolongarse indefinidamente.
 
¿Qué pasa entonces con la esperanza?
 
Ocurre que los optimismos basados en cálculos humanos pueden ser arrollados por la realidad. La frasecita de «la Iglesia siempre ha sufrido persecuciones, no hay nada nuevo» traiciona cierto desconocimiento – hoy imprudente – de la dinámica histórica. La cura de realismo que necesitamos pudiera pasar por la interpretación de nuestra realidad en el marco de la revelación profética. Interpretación que admite matices y paciencias, pero cuyo sentido general se impone desde la realidad. Los obstáculos evidentes para una interpretación de este signo, especialmente por lo tocante a la cohesión interna de la Iglesia, nos dan la medida misma del riesgo que corremos. Tenemos aproximadamente un tercio del Templo anegado por las aguas del sincretismo teosófico: Aguas que solo esperan, para imponer su «amor» seudo-profético, una mano que levante la esclusa.
 
La marcha contemplando el espejismo pudiera estar tocando a su fin. Los paisajes ficticios han comenzado ya a desvanecerse. Son los resguardos, las garantías y las formalidades de un derecho internacional y de gentes prostituido en sus raíces y dispuesto minuciosamente para asaltarnos. Las seguridades diplomáticas sustentadas sobre el peso de las minorías creyentes dejan de ser seguras cuando esas minorías carecen de suficiente voz; cuando los contados gobernantes afectos perecen carbonizados colegiadamente, o cuando la secta presiente que tiene las horas contadas y precipita su embestida. Las tres condiciones parecen darse ahora.
 
La Pasión de Cristo no ha sido una película. Y tampoco es únicamente motivo para nuestra meditación y asociación espiritual: Pudiera ser, además, el guión del presente. En tal caso, no podría pasarse a la gloria del Domingo, sin atravesar antes los Jueves, Viernes y Sábados santos. Si durante el Getsemaní permaneciésemos dormidos - y suavizar la descripción del presente equivale a roncar – dejando el sudor de sangre para una sola persona, entonces el prendimiento, la traición y los capítulos procesales nos sorprenderán y dispersarán.
 
El sarmiento cristiano no está espiritualmente acabado, gracias a Dios. Está sólidamente unido a la Vid, pero puede ser de cualquier forma zarandeado en el árbol por las premuras del odio. El triunfo de Cristo no lleva trazas de producirse siguiendo programas de complacencia, sino más bien en la arena del circo y a pesar de los leones. Esto no es una profecía, sino una mera deducción analítica sin ninguna prisa por resultar acertada. Todo lo contrario. Pero conviene avisar ya que la Bestia no dejará de serlo por mucho que la maquillemos. Porque demasiados hermanos en la Fe podrían ser sorprendidos por lo imprevisto de su zarpazo. No es pues prudente seguirse refugiando en una ficción por mucho que proporcione seguridad momentánea. Si realmente estuviésemos a un paso de aquella arena, habrían resultado absurdas todas las ponderaciones y exploraciones del espejismo democrático hechas por gente piadosa.
 
Hay, en cambio, todo un mapa de profecías, de señales y de paternal y maternal sabiduría, consignada para nosotros desde el inicio de los tiempos, que no debe ser ignorado. La naturaleza, a su vez, clama muchas cosas que nosotros callamos. La creación entera parece escenificar el drama de nuestro tiempo. Y en este otro mapa, incompatible con la orientación humana, pueden encontrarse razones más que sobradas para la verdadera esperanza.
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