Jueves, 25 de abril de 2024

Religión en Libertad

Sobreponer la esperanza (II)


Nuestra esperanza puede encontrar su mayor apoyo en la certeza de la acción del Espíritu Santo, que va creciendo con intensidad en estos últimos tiempos, hasta que encuentre su climax en el Segundo Pentecostés

por J.C. García de Polavieja P.

Opinión

“Estad atentos y vigilad, porque ignoráis cuando será el momento… No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos. Lo que a vosotros digo, a todos lo digo: ¡Velad!” (cf. Mc 13, 33-36-37). Con tan sugestivos términos consigna este evangelista el aviso repetido del Señor para que permanezcamos en constante vigilia esperando su retorno. Llama la atención la insistencia en la posibilidad de encontrarnos dormidos – convertida en una casi seguridad – así como la universalidad del consejo que, por encima de los doce, se dirige “a todos”. Hay una insistencia especial de Jesús en este tema - remachado con énfasis en Lc 12, 35-48 - que nos exime de justificar la nuestra: Este no sería el mejor momento para silenciar lo que nuestro Salvador ha colocado, casi diríamos que machaconamente, como motivo central del anuncio evangélico.

Las mayores amenazas a las que debe sobreponerse la esperanza provienen de la ignorancia del horizonte intrahistórico del Evangelio; así como de las influencias positivistas más o menos disimuladas, que sustituyen ese horizonte por espejismos de crecimiento religioso evolutivo. Ambos factores están relacionados, ya que derivan del mismo equívoco en el posicionamiento de la Iglesia respecto al mundo moderno – a la cultura dominante - y ambos obstaculizan el conocimiento de las perspectivas fundamentales adelantadas por la Revelación divina. Por ello conviene develar, en lo posible, aquel equívoco a partir de lo cual podremos afrontar las principales dificultades:

Si fuese posible sintetizar la ambigüedad que impera en las relaciones de la Iglesia con el mundo, podría decirse que consiste en pensar que el abrazo de la Iglesia al proyecto humano es incondicional… Este equívoco no es hijo directo del Concilio Vaticano II, sino del abuso del mismo: pero de un abuso que ha llegado a configurar la pastoral. En realidad, el Concilio distinguía – lógicamente – “entre el error que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, que conserva su dignidad…”.

Aunque la previa exhortación al diálogo, animando a la comprensión íntima de las divergencias culturales e ideológicas (G.S. 28) fue interpretada con frecuencia como invitación a respetar, cuando no a compartir, la concepción autosuficiente del mundo y del hombre. Quizá no llegara a imponerse el mito por el cual la Iglesia aceptaba de forma incondicional la “autonomía de la realidad terrena” (G.S. 36) pero sí caló en los espíritus la impresión de que el Concilio bendecía un progreso histórico secular y autónomo, que podía orientarse correctamente “desde dentro”. Ello implicaba toda una concepción “optimista” del proceso: Concepción que el Catecismo de la Iglesia Católica vino a rectificar providencialmente, al explicar que “el Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal” (CCE 677). El sentido general de las Escrituras y toda su escatología quedaban así reivindicados aunque, por desgracia, con eco insuficiente en los medios eclesiásticos.

La esperanza teologal no podía escapar, evidentemente, al lugar común subyacente en tales planteamientos, ni plantearse en un sentido escatológico que “chirriaba” en un contexto de neopositivismo no reconocido pero determinante. Se encontraba, además, oscurecida por confusiones sobre el “milenarismo”, esgrimidas con dolo o con ignorancia contra cualesquiera perspectivas intrahistóricas. Confusiones sustentadas, por desgracia, en corrientes teológicas solventes en otros terrenos, influidas generalmente por un seguimiento incompleto de San Agustín (del Agustín empujado a la trascendencia absoluta por los desastres finales del Imperio al que amaba). Seguimiento que condicionaría incluso la visión del H. de Lubac, impugnador de Joaquín de Fiore. La reticencia escatológica que ha sido, en realidad, un vaciamiento disimulado del Evangelio, ha podido invocar así una autoridad desprovista de fundamentos reales.

En este contexto puede entenderse el mérito enorme del Papa Benedicto XVI al iniciar, absolutamente contra-corriente, una reconducción de los espíritus, reivindicando el Apocalipsis de San Juan en las catequesis de sus últimas audiencias generales.

La distorsión de la esperanza intrahistórica – esperanza que no excluye la consideración de la final beatitud celeste, sino todo lo contrario – se ha servido así de dos posiciones aparentemente contrarias: La mitología del progreso inmanente (hacia el punto omega) y la supuesta ortodoxia del sobrenaturalismo desentendido del “mundo futuro” tangible, alcanzado por la venida del Reino “a nosotros”. Alianza difícil de contrarrestar en las distintas estructuras religiosas, pero que aun puede ser combatida mediante una atención redoblada a tres factores esenciales:

En primer lugar, la atención a la calidad de Creador omnipotente de Dios. Una realidad que el horizontalismo ha conseguido desdibujar, devaluándola con incorporaciones de evolucionismo y contraponiéndola a una lectura inmanentista del Nuevo Testamento: Aun siendo evidente la deformación de la figura de Jesucristo – despojado sin ruido de atributos divinos - ha conseguido filtrarse en muchos programas, aprovechando habilidades sectarias y logrando en la práctica una fractura conceptual entre ambos testamentos de las Sagradas Escrituras. La restauración pasa por una crítica implacable, verdaderamente científica, de la mitología y las cronologías de los orígenes impuestas por la cultura dominante: Crítica que puede ser devastadora si osa romper los lugares comunes, y que debería partir del trasfondo histórico de los once primeros capítulos del Génesis, tal como lo advertía Pío XII en la encíclica Humani Géneris (31).

La contemplación de Dios en su grandeza creadora – que implica el reconocimiento de su Amor y de su dolorido e impaciente (Za 11, 8) respeto por la libertad y la vida – es fundamental para sobreponer la esperanza a los cantos de sirena pseudo-proféticos; porque sin ella no se accede al drama subyacente de la responsabilidad humana.

En segundo lugar, se necesitaría una atención vigilante al sentido global de las Sagradas Escrituras, capaz de contrarrestar las lecturas selectivas y sesgadas: Proclamar constantemente los textos clave, que alertan sobre el Anticristo y el Pseudoprofeta; como por ejemplo los versículos 3 al 13 del capítulo 2 de la segunda carta de San Pablo a los Tesalonicenses: “Por eso Dios les envía un poder seductor que les hace creer en la mentira, etc. etc.”(2 Ts 2, 11) Así como los que refieren como señales precursoras del retorno, la “predicación de la buena nueva en el mundo entero” de Mt 24,14 y otros similares. Y rechazar simultáneamente aquellos comentarios que pretenden depreciarlos tildándolos de “apocalíptica judía” y negándoles precisión histórica.

Es vital para el sostenimiento de la esperanza cristiana en la etapa anticrística salvaguardar para el acceso de los fieles la integridad de los textos proféticos de las Sagradas Escrituras.

Por último, nuestra esperanza puede encontrar su mayor apoyo en la certeza de la acción del Espíritu Santo, que va creciendo con intensidad en estos últimos tiempos, hasta que encuentre su climax en el Segundo Pentecostés: La comunión de vida en plenitud con Nuestra Señora es el mejor recurso para participar de aquella acción; porque Ella es la que proporciona las guías que confluyen a ese trabajo silencioso y al mismo tiempo grandioso… Aunque de esto hablaremos (D. m.) en el artículo siguiente.
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