Una ilimitada ausencia
Tan insensatamente atosigada y atiborrada de virus de toda ralea y calaña como está -algunos, mucho más letales que el coronavirus, porque no son virus del cuerpo, sino del alma-, la mayoría de la sociedad civil española de hoy parece haber perdido algo tan básico y elemental como la sensibilidad moral y, con muy loables y excepcionales excepciones, que no hacen más que cumplir la regla, ni es capaz siquiera de caer en la cuenta de lo mucho que está perdiendo, “al hilo de los días”. Así están pasando, sin apenas pena ni gloria, hechos como la muerte casi simultánea, en cuestión de un puñado de horas, de dos personas tan señeras como José Jiménez Lozano y Joaquín Luis Ortega. Una especie de suicida incapacidad para reconocer la excelencia atenaza, difumina y aniquila todo, poco a poco, en aras de una absurda, cutre e imposible igualdad.
A la izquierda, José Jiménez Lozano (1930-2020), periodista, ensayista, novelista y poeta, fue Premio Cervantes y Premio Nacional de Literatura. A la derecha, Joaquín Luis Ortega (1933-2020), sacerdote, fue director de Ecclesia y de la BAC y portavoz de la Conferencia Episcopal Española. Ambos fallecieron el 9 de marzo.
Calladamente y a la vez, se los ha llevado Dios consigo, en medio de los variopintos tsunamis virales que corroen y arrasan el meollo de esta sociedad, hasta no hace tanto cristiana, y hoy ya no sé si más líquida o tóxica, desmedulada y desabrigada, pero también impresionantemente sublime, aunque esto, contadas veces y como a hurtadillas. ¿Cómo es posible que los dos castellanos de pro, españoles de Burgos y Valladolid, que lograron iniciar y mantener algo tan asombrosamente grandioso, religiosa y culturalmente, como Las Edades del Hombre se hayan ido a la vez, y prácticamente, en ominoso y clamoroso silencio mediático, salvo, ya digo, luminosas y lógicas excepciones?
En su libro Sobre el aprecio de la vida, Joaquín Luis escribió unas páginas tituladas En cada día, la vida entera, que comenzaban así: “Confieso haber pedido al Señor la gracia de llegar a los cien años”. La muerte, mensajera de la Vida, se le ha adelantado impunemente. “¿En qué quedamos? ¿Existe o no existe el laicismo agresivo, hoy, entre nosotros?”, se preguntaba Joaquín Luis, en su Al hilo de los días. Ahora que ya lo sabes todo, amigo Joaquín, podías al menos mandarnos un whatsapp…
En su preciosísimo Libro de visitantes, Jiménez Lozano escribía: "Ahora era un filósofo que andaba buscando alguna luz, y con ocasión de esta búsqueda era como había oído hablar de aquel resplandor del Niño que había nacido en un establo”. ¿Cómo es, querido Pepe, -“esencia de Castilla” te han llamado en ABC, ¿has visto?- ese resplandor, ahora que ya lo has encontrado?
¿Cómo es la cosa por ahí arriba, oye? ¿Qué hacéis? ¿Tenéis una tertulia de españoles por las tardes Descalzo y tú y Patino y Tarancón y don Marcelo, Ángel Herrera y García Escudero, Iribarren y don Lamberto, y Unciti, Pérez Lozano, Mary G., Javierre y Bernardino y Sebastián, Delibes, Quevedo y nuestros místicos, para hablar de las recientes “ciabogas episcopales” de esta España, como insuperablemente las ha llamado Paco Serrano, estos días, en ECD? Tengo que encargarle, en nuestro on line celestial, a mi Alfonso Coronel de Palma que me mande al menos un resumen… ¿Hay ahí también izquierdas y derechas, o todo es de por arriba y de por dentro, de los “adentros”, como tú decías?
¡Bendito Dios, qué despilfarro vuestra ilimitada ausencia desmedida (en Dios todo es sin medida y sin límite ¿no?). ¡Virgen Santa, qué incurable nostalgia…!
Queridos Pepe y Joaquín Luis; ¡qué gusto daba, y qué respeto, no estar de acuerdo con vosotros en algunas cosas! Que luzca y brille, en vuestras almas privilegiadas, la Luz perpetua que no se apaga, aquella del resplandor del establo… Para siempre…
Un abrazo desde este aciago, pero siempre esperanzado, bisiesto.
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