Lunes, 29 de abril de 2024

Religión en Libertad

La falacia de llamar «ultra» al católico

Joven señalando al lector con el dedo.
La acusación de "ultracatólico" a quien es simplemente católico obedece a una estrategia de señalamiento que busca dividir y enfrenar. Foto (contextual): Adi Goldstein / Unsplash.

por Marta Pérez-Cameselle

Opinión

Se escucha y se lee en los medios subvencionados, y cada vez más a menudo, la expresión “ultracatólico" con un uso inequívocamente peyorativo. En contraposición, se erige mediáticamente el católico “progresista” o “liberal”, que ya San Pío X hace más de un siglo identificó con el mal del modernismo (el compendio de todas las herejías: cfr. Pascendi, 38).

El uso de este disfemismo de la factoría de la cancelación woke se sirve de la jerga política para trasladar apelativos despectivos, en este caso, al catolicismo, mientras otros aprovechan el tirón para lanzar el mensaje subliminal de que donde más se atesoran virtudes/votos es en lo católico “moderado” (¿el que se pone de perfil?). Pero ese paralelismo deliberado es una falacia porque sólo hay una doctrina de la Iglesia católica, luego sólo tiene cabida ser católico “a secas”, y que se tenga claro el concepto de pecado.

Ahí está precisamente el quid de la cuestión: el concepto de pecado, que ha sido progresivamente difuminado por los modernistas de ayer y de hoy, empeñados en adaptarse a los dictados del mundo, ha acabado en gran medida por silenciarse, so pena de ser tachado con escarnio de espíritu inquisitorial.

El espíritu del mundo es sin duda más sugerente, “aparentemente” más amable por “inclusivo” (todo vale menos aquello que lo cuestiona), y qué duda cabe, tentador… Ya lo decía Jesús, reiteradamente, “Yo no soy de este mundo” (Jn 8, 23); “mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36); “ellos (sus discípulos) no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17,16), a la vez que anunciaba “Yo soy la Puerta” (Jn 10,9); pero también advertía: “entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y amplia la senda que lleva a la perdición” (Mt 7, 13).

Merece la pena leer un célebre testimonio anónimo de finales del siglo I, Carta a Diogneto, disponible en los archivos digitales de la Biblioteca Vaticana con el título Los cristianos en el mundo, que describe en un breve texto cómo interpretaron aquellas palabras de Jesús los primeros cristianos, y en tiempos de persecución; carta que comienza: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres […] Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben […]”.

En este texto se describe con genial agudeza la auténtica revolución que supuso el cristianismo en la Historia de la Humanidad, hasta entonces inconcebible que todo ser humano sin distinción, desde su concepción hasta su muerte natural, fuese elevado a la dignidad de hijo de Dios por el sacramento del Bautismo, de ahí que, en consecuencia, cobre sentido la llamada a hacer efectiva la fraternidad universal. 

El propósito de “atacar” el depósito de la fe revelado en las Escrituras, transmitido por la Tradición de la Iglesia, y enseñado por el Magisterio ordinario y universal, ha sido una constante en la Historia de la Iglesia desde sus inicios, pero lo significativo era que la presión se ejercía fundamentalmente desde fuera, y quienes persistían en su enfrentamiento desde dentro, apostataban, y en ocasiones fundaban su propia iglesia cismática, por tanto, no revestía la gravedad de que el impulso proviniese desde dentro de la Iglesia con el fin de no “acatar” lo ordenado en materia de fe y moral, insistiendo en cambiar lo que no se puede tocar por ser “esencial”, pero con la soberbia pretensión de no salirse de ella.

Pero aún más pernicioso es que sean los propios eclesiásticos quienes se empeñen en desfigurar el rostro de la Iglesia confundiendo a los fieles. La muestra más representativa de esta crisis actual que sufre la Iglesia católica es el camino sinodal alemán, que hasta la fecha se muestra impenitente con las advertencias del Papa Francisco de desviarse de la doctrina de la Iglesia, desvirtuando sus enseñanzas con las ideologías hoy imperantes en el mundo. Con su peculiar estilo, Francisco llegó a declarar al respecto: “Cuando la ideología se mete en los procesos eclesiales, el Espíritu Santo se va a su casa”.

Seguramente todo se reduce a un problema de pérdida de fe, de olvidar que la Iglesia la fundó Cristo, luego la Iglesia es de Cristo, y si “Cristo es la cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo” (Col, 1, 18), ¿dónde se ha visto que el cuerpo guíe a la cabeza? Más bien así se acaba marchando como pollo sin cabeza… Cristo es la cabeza invisible de la Iglesia, que por disposición divina delega en el Papa como cabeza visible, y a quien compete su gobierno con la autoridad de Supremo Pastor de la Iglesia. 

Los obispos, como sucesores de los apóstoles, en comunión con el Papa (y no a la inversa), se les ha encomendado la grave tarea de custodiar el tesoro de la Iglesia siendo fieles a Jesucristo, a Su Palabra.

El Papado se ha mantenido sin interrupción desde San Pedro, a pesar de que en ocasiones ha habido dificultades, cismas, papas santos, pero también indignos; de ahí que por esa sucesión ininterrumpida la Iglesia sea una, santa, católica y apostólica. En el Papa, que es el obispo de Roma, recae el Primado de la Iglesia como sucesor de San Pedro, y se entiende la autoridad de los obispos también por sucesión apostólica, pero sin olvidar que el Papa no sólo es sucesor de San Pedro como los obispos son sucesores de los demás apóstoles, sino que fue distinguido por Cristo por encima de los demás apóstoles: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos…” (Mt 16, 19). El Papa, como sucesor de San Pedro, es Vicario de Cristo en la Tierra, Obispo de Roma, Pastor de la Iglesia Universal, Patriarca de la Iglesia Latina, y con los años, asumió la distinción de la Jefatura del Estado Vaticano. Los curas de Red de redes lo explican muy bien.

En base al reconocimiento de la Iglesia como una, santa, católica y apostólica y, por tanto, a su vocación universal (católica), aunque sólo sea por sentido común, sólo cabe reconocer una única doctrina, santa, católica y apostólica. 

Quienes utilizan, y cada vez es más frecuente, la etiqueta “ultra” para diferenciar católicos, se suman a la tendencia actual de sembrar cizaña confundiendo y enfrentando, igual que se hace entre hombres y mujeres, negros y blancos, padres e hijos, ecologistas y ganaderos, etc. Tendencia que procede del llamado marxismo cultural, que adoptó el modelo económico marxista de lucha de clases entre obreros y patronos para aplicarlo prácticamente a toda relación humana, creando conflictos que venden como predeterminados. Tendencia que propugna una sociedad atomizada de individuos aislados de la que se han servido las grandes élites financieras, artífices del globalismo, que oficiosamente tratan de imponerse conformando un reinado plutocrático mundial. 

Quienes acumulan más dardos “ultra” son quienes se declaran católicos y como tales defienden la vida. En varios informativos de TVE se señalaba reiteradamente con tono acusador a la nueva presidenta de las cortes valencianas por ser “ultra” católica, por ser “anti” abortista. Una tertuliana, ejerciendo de fiel esbirro de quien gusta llamar al bien, mal, y viceversa, comentaba con cara de funeral: “Hay que lamentarse mucho del daño excesivo que esto produce a la sociedad”.

Este es sólo un ejemplo, pues lo mismo está ocurriendo con otros parlamentarios contrarios al aborto a quienes tachan en los medios de “ultra” católicos. Pero a Biden, defensor acérrimo del aborto como “derecho fundamental”, se le dedican panegíricos como este en El País: “El devoto católico, apostólico, y liberal… uno de los más religiosos de las últimas décadas… de una corriente liberal creciente en unos Estados Unidos donde la fe ocupa un lugar primordial en la política”.

En fin… refutando el principio relativista de que es “opinable” y “revisable” la postura de la Iglesia católica respecto al aborto, se puede acceder en vatican.va con el término “aborto” a la multitud de referencias en textos y documentos específicos en donde se condena (sin paliativos) el aborto.

Como muestra, el Catecismo de la Iglesia Católica (2270-2273): “Desde el siglo primero, la Iglesia ha afirmado la malicia moral de todo aborto provocado. Esta enseñanza no ha cambiado; permanece invariable”. “La Iglesia sanciona con pena canónica de excomunión este delito contra la vida humana […] de modo que incurre ipso facto en ella quien comete el delito”.

“Delito de aborto”, según el Derecho Canónico, por ser “gravemente contrario a la ley moral”.

El Papa Francisco, también con su peculiar estilo, se ha pronunciado en varias ocasiones condenando el aborto: "¿Es correcto matar una vida humana para resolver un problema? (...) ¿Es correcto contratar a un sicario para resolver un problema? (...) Por eso la Iglesia es tan dura con este tema, porque si acepta esto es como aceptar el homicidio cotidiano".

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