Sábado, 27 de abril de 2024

Religión en Libertad

Los banqueros también son hijos de Dios


La avaricia, «la forma más evidente de un subdesarrollo moral» en palabras de Pablo VI, se ha globalizado. No solamente piensa en euros (o en dólares o francos suizos), sino que envuelve a incautos de Madrid, Hong Kong y Toronto simultáneamente.

por José Luis Bazán

Opinión

Hace tiempo que los banqueros abandonaron, si alguna vez la tuvieron, toda afición al alpinismo moral. Atrás quedan los Montes de Piedad en los que los «hillaries» de la economía ascendían buscando el bien del prójimo, en esa perdida época en la que la pietas era considerada parte de la justicia. Porque fueron franciscanos de la Italia del siglo XV los que impulsaron esa forma de préstamo con prenda como alternativa a la usura: solamente el beato Bernardino de Feltre promovió 22 montes de piedad. La Iglesia, baluarte de la defensa de los pobres contra los abusos, también económicos, admitió el cobro de intereses moderados, proscribiendo toda desproporción que pudiera convertir en injusto el préstamo.

El ánimo de lucro siempre ha estado de moda. Y de su mano, la avaricia ha acompañado los corazones de muchos profesionales y amantes de la ganancia en toda época. Irónico es, en este contexto, llamar a la avaricia pecado capital. Porque tan capital es la pena del alma del «frotamanos» como el daño que golpea –y en ocasiones, noquea- al sufridor que impulsado por la necesidad –esa molesta sombra que siempre nos acompaña- acude al oferente monetario. La avaricia es hermana de la injusticia, sobre todo de la económica, aunque cuando de préstamos se trata, la usura haya dejado de ser delito. Y no hace tanto que pasó a mejor vida ese tipo penal, el Art. 542, vigente hasta 1995, que penalizaba el delito de usura habitual con presidio menor y multa de hasta 250.000 pesetas. Los banqueros debieron respirar al aprobarse el código penal del socialismo, esa pésima ley orgánica llena de arbitrariedades y contradicciones.

La avaricia, «la forma más evidente de un subdesarrollo moral» en palabras de Pablo VI, se ha globalizado. No solamente piensa en euros (o en dólares o francos suizos), sino que envuelve a incautos de Madrid, Hong Kong y Toronto simultáneamente. Tan poderosos son los sistemas informáticos - no conocen de lugar ni tiempo, ni culturas ni lenguas- que han convertido el dinero en mera anotación electrónica. El agujero negro que ha engullido buena parte de nuestra riqueza se ha construido en cierta medida sobre esa quimera informática monetaria, un mundo virtual que cada vez se separa más de la realidad económica que le da soporte, sentido y justificación.

Pocas semanas antes de su asesinato en 1881, el presidente de EEUU James Garfield afirmó: «Quien controla el volumen del dinero es dueño absoluto de la industria y del comercio… y cuando te das cuenta de que el sistema es controlado con facilidad, de una forma u otra, por un pequeño grupo de poderosos, no necesitarás que te digan cómo se originan los períodos de inflación o depresión».

Nunca tan pocos poseyeron tanto y quisieron más. La avaricia globalizada es voracidad de oros y platas, opciones y futuros, bonos y cuentas numeradas; pero es, sobre todo, la avidez de poder, el gran becerro dorado. Por ello decía San Agustín que la avaricia no ha de entenderse únicamente como el deseo de la plata o del dinero, sino de cualquier cosa que se desea inmoderadamente.

Afirma Tomás de Aquino que «uno no puede nadar en la abundancia de riquezas exteriores sin que otro pase necesidad, pues los bienes temporales no pueden ser poseídos a la vez por muchos». El exceso presupone desproporción: la desmedida concentración de riquezas solamente cabe si existen inaceptables pobrezas. Por si este mensaje no resultara aceptable (dura lex, sed lex), nos propone Santo Tomás la lista de las que llama «hijas de la avaricia» a saber: la traición, el fraude, la mentira, el perjurio, la inquietud, la violencia y la dureza de corazón. Sin duda, la avaricia explica muchos de los problemas económicos y sociales, de los cuales es la causante.

La economía, con o sin crisis, tiene que examinarse a la luz de los principios morales como el expuesto por el Aquinate, ya que existe un enorme déficit antropológico y ético en las prácticas económicas que nos envuelven, del que también somos partícipes los ciudadanos. Pero en no menor medida, la mirada hemos de ponerla en las instituciones financieras (privadas, estatales e internacionales), cuyas estructuras y modos de funcionamiento han de ser, como dice Benedicto XVI, renovados necesariamente «tras su mala utilización, que ha dañado la economía real» y tienen que volver a ser «instrumento encaminado a producir mejor riqueza y desarrollo». Un desarrollo que, o bien es de toda la persona y de todas las personas, o simplemente no será.

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