Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

La presencia real de Dios en el mundo

Escena de 'Los Diez Mandamientos' (1956) de Cecil B. DeMille.
Todo el Antiguo Testamento es una prueba del deseo de cercanía de Dios a los hombres. En la imagen, un momento del Éxodo en 'Los Diez Mandamientos' (1956) de Cecil B. DeMille.

por Luciana Rogowicz

Opinión

Como buen Padre, Dios conoce nuestra esencia, nuestra interioridad, nuestras debilidades, fortalezas, anhelos, conoce absolutamente todo. Y nos creó como seres materiales, con cuerpo. No somos sólo espíritu, sino que somos también cuerpo. Podríamos decir que somos un cuerpo espiritualizado. 

Y como seres corporales nos comunicamos y expresamos a través de nuestros sentidos. No nos alcanzan sólo los pensamientos y conocimientos intelectuales sino que cuando hablamos de relaciones interpersonales necesitamos del contacto.

Esto se hizo evidente durante la pandemia. Sufrimos tanto a pesar del gran desarrollo de las comunicaciones que hubo. Necesitamos el contacto con el otro, su presencia real.

Y como Dios nos conoce íntimamente porque Él nos hizo de este modo, es que también se pone en contacto con nosotros de una forma física. A lo largo de toda la historia del ser humano, desde el principio hasta hoy. 

Vamos a adentrarnos en la historia de la salvación para ver cómo es que Dios fue estando presente “en cuerpo” en la vida de los hombres. 

En el principio

La Biblia siempre nos muestra un Dios cercano a nosotros. Desde el principio en el Edén, el autor bíblico nos dice que Dios paseaba por el Edén al atardecer (Gn 3, 8). Esa imagen simbólica tan hermosa en el momento más lindo del día, que nos expresa la intimidad que tenía Dios con el ser humano. Ese fue siempre su proyecto, la intención de habernos creado. 

Como toda relación de amor, debe ser libre, jamás forzada. Por eso nos creó con libertad. Y debido al mal uso que hicimos de ella, y no escuchamos la voz de Dios, no confiamos en Él, rompimos esta relación de intimidad y gran cercanía que teníamos. 

Pero Dios jamás dejó de buscarnos. Desde el mismo instante en que decidimos alejarnos de Él, salió a nuestro encuentro, nos buscó, nos llamó y quiso restaurar la relación de intimidad con nosotros.

Dios siempre se manifestó muy cercano a los patriarcas, hablaba con Noé y también con Abraham como un amigo (Gn 18), con Moisés “cara a cara” (Éx 33, 11), y siempre manifestó su presencia durante todo su peregrinar. Ahora bien, el culmen de su presencia “material” la podemos ver en un momento clave, fundante del pueblo de Israel que es durante el Éxodo y su camino por el desierto.

Es este momento en donde se constituye el pueblo de Israel como tal, cuando es elegido para ser un pueblo de sacerdotes, un pueblo que sea el representante de Dios aquí en la tierra para llevar su Nombre a todas las naciones.

La primera Alianza. Dios habitando entre nosotros

Es en este momento de la historia en que se establece la primera Alianza y es aquí donde Dios habita entre los hombres para conducirlos nuevamente a Él. 

Veamos brevemente cómo se expresa esta presencia real de Dios en el libro del Éxodo:

-“El Ángel de Dios, que avanzaba al frente del campamento de Israel, retrocedió hasta colocarse detrás de ellos; y la columna de nube se desplazó también de delante hacia atrás,  interponiéndose entre el campamento egipcio y el de Israel. La nube era tenebrosa para unos, mientras que para los otros iluminaba la noche, de manera que en toda la noche no pudieron acercarse los unos a los otros” (Éx 14,19-20).

-“Mientras Aarón les estaba hablando, ellos volvieron su mirada hacia el desierto, y la gloria del Señor se apareció en la nube” (Éx16, 10).

-“El Señor dijo a Moisés: «Yo vendré a encontrarme contigo en medio de una densa nube, para que el pueblo pueda escuchar cuando yo te hable. Así tendrá en ti una confianza a toda prueba»” (Éx 19, 9).

-“Y luego subió a la montaña. La nube cubrió la montaña, y la gloria del Señor se estableció sobre la montaña del Sinaí, que estuvo cubierta por la nube durante seis días. Al séptimo día, el Señor llamó a Moisés desde la nube” (Éx 24,15-16).

Hay muchas otras citas que hacen referencia a la presencia de Dios entre el pueblo durante este período.

El Arca

Siguiendo el camino, Dios quiso quedarse con ellos y le pidió a Moisés la construcción del Arca. Sus palabras fueron éstas: “Con todo esto me harán un Santuario y yo habitaré en medio de ellos” (Éx 25, 8). Esta palabra implica instalar su morada, su carpa,  y es la misma palabra que vemos utilizada en el evangelio de San Juan, cuando llegada la plenitud de los tiempos Dios se encarnó e “instaló su carpa entre nosotros”:

-“Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios" (Jn 1, 1).

-"Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros” (Jn 1,14).

Dios permaneció con su pueblo, en medio de ellos en este Arca. Y luego, cómo nos relata el libro de los Reyes, cuando se inauguró el Templo de Jerusalén, construido por el Rey Salomón, cuando trasladaron el Arca al Templo ocurrió lo siguiente: “Mientras los sacerdotes salían del Santo, la nube llenó la Casa del Señor, de manera que los sacerdotes no pudieron continuar sus servicios a causa de la nube, porque la gloria del Señor llenaba la Casa”  (1 Rey 8, 10-13).

Fíjense también estos símbolos tan importantes y llamativos, si los interpretamos a la luz del nuevo testamento: en el Arca de la Alianza, la presencia de Dios se acompañaba por el maná,  las tablas de la ley,  los panes de la presencia y por un candelabro de 7 brazos (Menorah).

Estos panes representaban una ofrenda a Dios, y sólo podían ser consumidos por los sacerdotes, ya que constituían “una cosa santísima” (Lv 24, 5-9).

Se denominan panes de la presencia, o de la proposición, y también el término puede ser traducido como “el pan del rostro”, ya que en hebreo se dice “Lejem a panim”; panim significa rostro. ¿El rostro de quién? Este pan misterioso era como un signo visible del Dios invisible.

Contemplen el amor de Dios por ustedes

Según la antigua tradición judía, en el Talmud (obra escrita que recoge las principales discusiones rabínicas sobre leyes judías y tradiciones), cuando los judíos iban al Templo de Jerusalén (cuando aún no había sido destruido), existía una costumbre cuando se juntaban para el evento anual de una de las festividades judías de peregrinación al Templo, donde el sacerdote sacaba del santuario interior del templo (Santo de los Santos) el pan de la proposición y lo llevaba hacia donde estaba la gente. Lo levantaba en su mesa de oro, y pronunciaba las siguientes palabras: “Contemplen el amor de Dios por ustedes”.  ¿A qué nos remite esta imagen dentro de la Iglesia? 

Del mismo modo, a su lado, debía permanecer siempre encendido el candelabro: “Ordenarás a los israelitas que te traigan aceite puro de oliva molida para el candelero, a fin de alimentar constantemente una lámpara.  Aarón y sus hijos lo deberán preparar en la Carpa del Encuentro, fuera del velo que está delante del Arca del Testimonio, para que arda en la presencia del Señor, desde la tarde hasta la mañana. Este es un decreto irrevocable para todas las generaciones israelitas” (Ex 27, 20-21).

Palabra, sacrificio y banquete

Decíamos que en el establecimiento de la primera Alianza fue cuando Dios habitaba entre el pueblo, acampaba con ellos, los guiaba, los protegía, para conducirlos, como los expresó Dios mismo: sobre alas de águila para llevarlos hacia mí (Éx 19, 4).

¿Cómo fue la celebración de esta primera alianza?  

Este rito relatado en el capítulo 24 del libro del Éxodo nos muestra que en la institución de la primera alianza, fue constituida por la Palabra de Dios, la sangre de animales sacrificados y luego la celebración con un banquete.

En primer lugar se hicieron sacrificios de animales cuya sangre se derramó sobre el altar, como símbolo de Dios, y luego Moisés lo roció al pueblo. Era una alianza sellada con sangre, con la comunión de sangre. Este símbolo de compartir la misma sangre, un pacto de sangre, nos constituye como seres de una misma familia. Es un pacto que manifiesta intimidad. 

“Moisés tomó la sangre y roció con ella al pueblo, diciendo: «Esta es la sangre de la alianza que ahora el Señor hace con ustedes, según lo establecido en estas cláusulas»” (Éx 24, 8).

Además del sacrificio y comunión de la sangre, se pronunciaron cláusulas de la alianza, palabras designadas por Dios, y el pueblo respondió: “«Estamos resueltos a poner en práctica y a obedecer todo lo que el Señor ha dicho» (Éx 24, 7).

Por lo que podemos ver, esta ceremonia integraba la Palabra de Dios, sacrificio y banquete (igual que la celebración de la Misa).

En este camino de la humanidad junto a Dios, de conocimiento mutuo, llegada la plenitud de los tiempos, Dios llevó su presencia a su máximo esplendor: se encarnó y habitó entre nosotros, ya no en una nube o fuego, sino como uno más de nosotros, un verdadero hombre

Pero no era sólo un hombre, era mucho más. Y tal como las profecías lo anunciaron, que sería llamado Emanuel, él es Emanuel, que significa en hebreo, Dios con nosotros

Él, a la vez, nos prometió que estará con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28, 20), pero no sólo presente como lo estuvo durante toda la historia de salvación, de diferentes formas, sino en su cuerpo real, en esta entrega de amor absoluto que hizo por nosotros. Por eso él mismo,

la noche en que iba a ser entregado,
tomó pan,
y dando gracias te bendijo,
lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo:

Tomen y coman todos de él,
porque esto es mi cuerpo,
que será entregado por ustedes.

Del mismo modo, acabada la cena,
tomó el cáliz,
dando gracias te bendijo,
y lo pasó a sus discípulos, diciendo:

Tomen y beban todos de él,
porque éste es el cáliz de mi sangre,
sangre de la Alianza nueva y eterna,
que será derramada
por ustedes y por muchos
para el perdón de los pecados.
Hagan esto en conmemoración mía.

Esta palabra conmemoración, o memoria, es una palabra que implica acción. No es algo pasivo. Así lo vemos claramente también en el libro del Éxodo cuando Dios dice que ha oído el clamor de su pueblo y se acordó de su alianza y por eso “bajó” a salvar a su pueblo. Esta “memoria” o “recuerdo” de su alianza con los hombres implicó también acción. 

Sabemos que la palabra de Dios es eficaz, que hace lo que dice. Cuando en el relato de la creación Dios dice “que se haga la luz“, se hace luz y con sus palabras haciendo toda la creación. Y en la Última Cena él mismo dijo: esto es mi cuerpo, esta es mi sangre. Su palabra es performativa, hace lo que dice. Su cuerpo y sangre no quedan como símbolos ni representaciones, sino su verdadera presencia real

Presencia real, en palabras de Jesús

"«Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed... Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí ». Los que lo escuchaban, continuaban murmurando, y preguntándose entre ellos «¿cómo este hombre puede darnos de comer su cuerpo?»” (Jn 6, 48-60).

Cuando a Jesús lo cuestionan sobre sus duras palabras, no dice que está hablando de forma simbólica, sino que hace aún más énfasis en sus palabras, y lo afirma diciendo cinco veces lo mismo y con la afirmación inicial: “Amén, Amén”, “En verdad, en verdad les digo”.  

Quienes estaban allí comprendieron perfectamente que no estaba hablando de forma simbólica, de lo contrario jamás hubiesen dicho: “¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?” (Jn 6, 60). 

Cuando Jesús en otros momentos hablaba en parábolas o de forma simbólica, con metáforas como por ejemplo: “yo soy la puerta”, “yo soy el buen pastor”, “yo soy la vid verdadera”, nunca decían que sus palabras eran extrañas, sino que entendían perfectamente que hablaba de forma simbólica. En cambio en estas expresiones de Jesús sobre su sangre y cuerpo, entienden claramente que sus afirmaciones eran literales. Por eso les parecía un lenguaje duro.

De hecho, además de que era difícil comprender lo que Jesús estaba diciendo acerca de beber su sangre, en el judaísmo está prohibido consumir la sangre de los animales, ya que "la vida está en la sangre" (Lv 17, 11). Sin embargo, es exactamente por eso que Jesús nos da su sangre. Allí esta su Vida, y nos la comparte y hace parte de su Vida Divina.

Conclusión

En este recorrido fuimos viendo como Dios permaneció con nosotros siempre. Desde el primer momento de la creación, hasta hoy. 

Y cómo a lo largo de la historia de la salvación Dios se manifestó de diferentes modos, y que conociendo nuestra esencia de seres espirituales y corporales, también se materializó de diferentes modos. Llegada la plenitud de los tiempos, se encarnó y habitó entre nosotros, como verdadero hombre.  

Como seres humanos manifestamos nuestra afectividad e intimidad por medio del cuerpo, las palabras no nos alcanzan. Y Dios en este amor tan profundo que tiene por nosotros, nos entregó su cuerpo, nos lo entrega en cada Eucaristía.

Entregar el cuerpo es el mayor acto de donación que podemos hacer para expresar intimidad con el otro. Y Jesús nos da su cuerpo, su alma y su divinidad para relacionarse con nosotros íntimamente y para que así podamos tener Vida, compartir esta Vida de abundancia, participar de la Vida Trinitaria. 

En cada Eucaristía nosotros lo recibimos a Él, pero como dice San Juan Pablo II, es Él quien nos recibe a nosotros. 

Por eso ir a Misa no es para nada como rezar en casa. Ir a misa es participar en la actualización del misterio pascual y compartir la máxima intimidad que podemos tener con Dios, cuerpo a cuerpo, una entrega mutua de amor.

Publicado en el blog de la autora, Judía y Católica.

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