Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

Yo, hereje

Un hombre en la cima de la montaña.
Alcanzar el cielo no es un «triunfo personal» que se consiga solo con las propias fuerzas. Foto: Ian Stauffer / Unsplash.

por Álex Navajas

Opinión

Les confieso que, hace unos años, jamás habría pensado que afirmaría lo que les voy a decir a continuación. Pero, sí: he sido –y, en ocasiones, tal vez aún lo sea– un hereje. ¡Yo, cristiano viejo, bautizado al poco de nacer, educado en una familia católica; practicante yo mismo toda mi vida; alumno de un buen colegio religioso y miembro comprometido de la Iglesia! ¿Es posible que haya vivido en la herejía? Sí, es posible, aunque debo añadir que yo no era consciente en absoluto.

Verán: la predicación que yo recibí desde niño era, aparentemente, buena doctrina: recta, exigente, ortodoxa… y en exceso voluntarista. Pero esto último yo no lo sabía. Lo descubrí mucho después, gracias a buenas amistades y a buenas lecturas que, en un principio, me escandalizaban, pero a la vez, misteriosamente, me daban paz. Y la predicación voluntarista, moral, rígida –pelagiana, en definitiva, que así es como se llama la herejía en la que yo estaba enrolado sin saberlo– se tornaba cada vez más y más árida.

La vivencia de mi fe había sido moralista, normativa, escrupulosa y, en definitiva, asfixiante. Dios lo era todo, pero ya había hecho su parte muriendo por mí en la Cruz. “¿Qué vas a hacer tú por Él?”, tronaba desde el púlpito un sacerdote tras otro, tratando de excitar la generosidad de sus jóvenes oyentes. Y, claro, intentábamos conseguir a golpe de fuerza de voluntad lo que, después, descubrí que sólo se alcanza por la gracia.

Todavía no sabía lo que era el pelagianismo, pero ya había leído aquello de C. S. Lewis de que “el problema de los cristianos es que predicamos el cristianismo, pero no predicamos a Cristo”. Es decir, muchas veces impartimos unas normas, una forma de vida, una moral, una doctrina correcta. Y todo eso está muy bien. Pero sin Cristo y sin Espíritu Santo, por lo que se convierten en una carga insoportable.

Les cuento todo esto porque, con el tiempo, uno descubre que esta herejía –el pelagianismo- es mucho más frecuente en la Iglesia de lo que pudiera parecer. No lo digo yo; lo ha dicho el Papa Francisco en su exhortación apostólica Gaudete et exultate: “Todavía hay cristianos que se empeñan en seguir otro camino: el de la justificación por las propias fuerzas, el de la adoración de la voluntad humana y de la propia capacidad, que se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y elitista privada del verdadero amor. Se manifiesta en muchas actitudes aparentemente distintas: la obsesión por la ley, la fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, la ostentación en el cuidado de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, la vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, el embeleso por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial” (número 57).

Monseñor Munilla, en una reciente y espléndida conferencia que les recomiendo, explica con su habitual claridad esta amenaza de la que nos alerta el Papa y que viene de antiguo. La Iglesia sufrió persecución durante sus tres primeros siglos de existencia. Después, con Constantino, las cosas cambiaron. Muchos se hicieron cristianos porque, básicamente, era lo que tocaba y pasó a estar bien visto. Y, con esa actitud, claro, llegaron la relajación de las costumbres, las tibiezas y las dobles vidas.

Surgió entonces con más fuerza la vida monástica, que propugnaba lo que los modernos llaman “back to basics”: volver a lo básico, a lo esencial, es decir, al Evangelio. Y apareció un monje británico, llamado Pelagio, abnegado, esforzado y sacrificado. Su predicación sonaba bien, porque la predicación pelagiana suena bien: es aparentemente ortodoxa, virtuosa, generosa e incluso heroica. El Papa de la época, en un primer momento, le creyó, pero luego se dio cuenta de que ahí fallaba algo. Y lo que fallaba es que Pelagio ponía todo el acento en la propia fuerza de voluntad y dejaba muy poquito espacio a la iniciativa divina. Básicamente, el monje británico había convertido el cristianismo en un manual de instrucciones para vivir rectamente y ganarse el cielo con tus propias fuerzas, olvidando casi completamente que la gracia de Dios es la que nos salva (siglos después llegaría Lutero y se pasaría de frenada con este asunto, pero eso ya es tema para otro artículo).

Pelagio se había convertido, quizás sin darse cuenta, en un hereje. San Agustín, contemporáneo suyo, le combatió ardua y brillantemente. Pero las ideas del monje británico siguen presentes en la Iglesia, 1.600 años después. Tienen un poder de convicción y una apariencia de bien enormes. Se escuchan en predicaciones y se repiten desde los ambones.

¿Hay muchos pelagianos en la Iglesia? Que el Señor nos dé luz para discernirlo.

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