Domingo, 28 de abril de 2024

Religión en Libertad

El triunfo de la ciencia: la Inteligencia Artificial

Garry Kasparov en 1997, jugando contra la máquina Deep Blue.
La máquina Deep Blue que derrotó a Garry Kasparov en 1997 es millones de veces más lenta que las actuales.

por Domingo Aguilera Pascual

Opinión

La Inteligencia Artificial (IA) ha comenzado su andadura. Todavía en sus balbuceos y ya está generando muchos artículos a favor y en contra. A veces aparece como la gran solución para la nueva humanidad y otras como el dominio de unos pocos sobre la mayoría. Pero en realidad, ¿nos va a afectar tanto a los humanos? ¿Y a los cristianos?

Los que hemos nacido a mediados del siglo XX hemos sido testigos del cambio tecnológico más brusco de la historia de la humanidad. Hemos pasado del teléfono fijo con operadora manual a comenzar a usar la Inteligencia Artificial.

Si añadimos que, por mi profesión de físico y por haber trabajado toda mi vida en compañías de telecomunicaciones, he vivido en primera línea esta fabulosa aventura tecnológica, tengo que constatar que lo que viene con la IA no nos cabe todavía en la imaginación.

Del tiempo anterior a la historia conocemos muy poco de la humanidad: es la prehistoria, a la que accedemos con cautela y con técnicas de investigación arqueológica. La historia comienza con la aparición de la escritura. Es esta la que nos ha aportado un intercambio de información tal que nos ha permitido el progreso de la civilización hasta nuestros días.

El traspaso de información es la característica de los seres vivos y lo que ha permitido a los seres humanos superar las numerosas pruebas a las que le ha sometido tanto el universo, como la propia humanidad. La información se ha transmitido durante miles de años al ritmo pacífico que el cerebro humano es capaz de procesar. En este estado de cosas, el siglo XX aparece como aquel que rompe la serie.

Mis primeros trabajos consistieron en trabajar en aquellos primitivos ordenadores que se alimentaban con una cinta perforada y que nos parecía un lujo cuando tenían 64 Kb de memoria RAM. Más tarde, en una gran multinacional, tuve la responsabilidad de decidir qué productos introducíamos en el mercado y cuáles entraban en obsolescencia. Fueron años locos.

Y vino el ADSL, que nos permitía “navegar”, y que causó un fuerte impacto en la industria de las telecomunicaciones, y más tarde la miniaturización que parecía no tener límites, para llegar al Smartphone.

En este período, el hombre no sólo ha construido máquinas que procesan mucha información -los ordenadores se podían definir como tontos muy rápidos- sino que ha diseñado máquinas que aprenden. La primera impresión es que, como han sido diseñadas por alguien, permanecerán bajo el control de ese alguien.

Pero esa percepción no es real por varias razones:

1. Porque el aumento de la capacidad de procesamiento que hace posible la construcción de estas máquinas solo está al alcance de muy pocos, que pueden tener sus propios fines, ajenos al bien común. La máquina Big Blue, que fue la primera que ganó al campeón del mundo de ajedrez Garry Kasparov, y lo batió en 1997, tenía una velocidad de 11,38 Gigaflops. El ordenador más veloz del mundo en la actualidad es el Fugaku de Kobe, Japón. Es algo así como 87 millones de veces más veloz que el Deep Blue. "Puesto que hay ordenadores que pueden hacer lo que una máquina no podrá hacer nunca, conviene considerarlos como inteligentes”, según el ingeniero y filósofo Luis Cardona en su artículo Una antropología trascendental para la era digital.

2. Los algoritmos, imprescindibles para estas máquinas, pueden ser “orientados”, por el programador. No existe la neutralidad de las ideas.

3. La alimentación de esas máquinas se realiza gracia a la contribución “altruista” de millones de usuarios, que estamos introduciendo continuamente nuestros perfiles y datos personales, a través de los navegadores y las redes sociales.

4. Finalmente, cuando el conocimiento carece de fundamento, no puede llegar a la verdad, ni incluso a su propia verdad, por no fundamentarse en la verdad. Y este es el caso de la pura lógica matemática actual, que no tiene fundamento en sí misma. El conocimiento entonces es manipulable.

Esta situación produce una paradoja: el hombre con su razón, inteligencia objetivante, construye una máquina que no sólo es capaz de procesar cada día más información, sino que tiene la capacidad de organizar nuestras vidas y decidir lo que hay que hacer.

Se plantea entonces la cuestión de si la máquina será superior al individuo, y consecuentemente la pérdida de libertad del hombre, que sería el fin de esta civilización tal como la conocemos. Es lo que el posthumanismo nos propone: La era del lenguaje informático. La tercera era, que será “el nuevo paraíso en la tierra”.

Que vamos hacia ese modelo, no cabe la menor duda. Pero que la máquina sea superior al individuo, es otra cuestión. En nuestras manos está aceptar esa propuesta o rebelarse para seguir siendo libres.

La propuesta no es una rebelión contra la tecnología, sino plantear una revolución cultural, una revolución sapiencial como propone Luis Cardona en el artículo antes citado. Si planteamos la rebelión al conocimiento lógico de la máquina con recetas objetivas de lógica matemática, la batalla está perdida. El hombre no podrá vencer a la máquina.

El núcleo de la cuestión está en nuestra forma de conocer, que el filósofo Leonardo Polo denomina Abandono del Límite Mental, y que, en esencia, consiste en desplegar nuestro conocimiento en toda su potencialidad, utilizando no sólo el conocimiento objetivante sino también el conocimiento habitual.

El conocimiento objetivo, la abstracción, consigue el abstracto, pero pierde el movimiento. Polo dice que el objeto está fuera de la mente, es extramental, y que lo que conseguimos en nuestra mente es el abstracto. Y al conseguir el abstracto, nos detenemos en él y no proseguimos. Polo añade que la única forma de proseguir para alcanzar al objeto extramental es mediante los hábitos. El conocimiento habitual es el genuino de la persona humana. Es con el que conocía el hombre antes del pecado original.

El conocimiento objetivante lo necesitamos para relacionarnos con el universo, para dominar al universo y que no nos domine él, después del pecado original. Apostar solo por la tecnología y convertir a esta en un fin, tiene serias consecuencias para toda la humanidad.

En los primeros siglos del cristianismo se planteó la defensa de la verdad, y en este final de era se ha planteado la batalla de la belleza, que parece vamos perdiendo. Pero en realidad se está librando la batalla de la libertad, que es la batalla por la vida humana.

¡No desesperemos!, todavía hay esperanza. Siempre que no juguemos nuestro destino a la sola carta de la diosa Razón, y que volvamos a los orígenes: al ser. Porque lo que somos las personas, según Leonardo Polo, es un ser co-existente. Y eso es radicalmente ser libres. No sólo tener el libre albedrío de la voluntad, sino la libertad personal que, con la redención realizada por Jesucristo, es elevada a la libertad de los hijos de Dios. La sabiduría es entonces el origen del conocer personal y del amar personal, que nacen de la libertad trascendental del ser-con.

Para los cristianos, el nacimiento de la IA es una gran oportunidad, dado que, si vivimos de Jesucristo, si hacemos oración de verdad, estaremos en la verdad y la verdad nos hará libres.

La máquina podrá conocer racionalmente, pero jamás podrá tener sabiduría. Nosotros sí podemos conocer con sabiduría. Nacemos con el hábito innato de sabiduría que utilizamos hasta que llegamos al uso de razón. Y entonces nos olvidamos de la sabiduría y nos esforzamos en el conocer racional. Separamos la persona de su ser, y limitamos el conocer al conocimiento objetivante. El triunfo de la razón.

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