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Asumir la propia cruz da sentido al sufrimiento porque lo transforma en instrumento de salvación.

Asumir la propia cruz da sentido al sufrimiento porque lo transforma en instrumento de salvación.Vytautas Markunas, SDB / Cathopic

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Todos hemos experimentado cómo, en un solo instante, un acontecimiento trágico es capaz de transformar nuestra vida al enfrentarnos de golpe a la dolorosa e ineludible realidad del sufrimiento; el cual nos revela nuestra fragilidad y vulnerabilidad. Ya que el dolor, junto con la muerte, es inevitable en la vida de todo hombre y constituye, además, el gran misterio que acompaña a la humanidad: cómo Dios, bueno y omnipotente, permite el mal.

C.S. Lewis, en su obra El problema del dolor, explica que Dios es bueno y como tal hizo buenas todas las cosas. Pero el hombre, creado completamente bueno y feliz, desobedeció al Creador y “el hombre es ahora un horror y una criatura mal adaptada al universo, no porque Dios lo haya hecho así, sino porque él mismo se ha hecho así por el abuso de su libre albedrío”. Pues “la libertad consiste lisa y llanamente en elegir entre amar a Dios más que a nosotros mismos o a nosotros mismos más que a Dios”.

Sin embargo, Dios, en su infinita misericordia, siempre saca del mal, producido por la rebeldía del hombre, un bien mayor. De ahí que, si bien fue el pecado el que, al alterar el orden inicial de la creación de Dios, introdujo el sufrimiento en el mundo, es el sacrificio redentor de Cristo el que le da sentido al dolor del hombre al transformar la cruz (“para los judíos, escándalo; para los gentiles, insensatez”: 1 Cor 1, 23) en camino de salvación. Como afirmase San Gregorio Magno: “Aquel que es impasible en su divinidad quiso experimentar el dolor en su humanidad para hacer de nuestra miseria un camino hacia su gloria.”

Cristo transforma el sufrimiento, que tiene su máxima expresión en la ignominia de la cruz, en la prueba del amor más grande y puro: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Con ello el sufrimiento, antes símbolo de maldición y castigo, es para el cristiano, parafraseando a Santa Catalina de Siena, "la llave de todas las puertas: del amor, de la gracia y de la gloria”.

C.S. Lewis afirma que el dolor es la manera como Dios se hace escuchar en un mundo sordo, la manera en la que Dios persigue, querámoslo o no, darnos lo que realmente necesitamos, no lo que creemos necesitar. Así, Dios nos da la verdadera felicidad, no una felicidad engañosa centrada en bienes pasajeros.

En palabras de San Ambrosio: “El Señor no permite que suframos porque nos odia, sino porque nos ama más allá de nuestra comprensión. El dolor no es una caída, sino un peldaño en la escalera hacia la eternidad”. Pues el sufrimiento fortalece y purifica al alma, liberándola de lo terrenal a fin de la elevarla hacia lo celestial. Por ello, afirma: “El oro se purifica en el fuego; así también las almas se perfeccionan en el crisol de las pruebas”.

Dios nos perfecciona a través del sufrimiento. En palabras de C. S. Lewis: “No es la benevolencia del que quiere simplemente que los hombres estén contentos, sino la del artista que no descansará hasta haber plasmado su imagen perfecta en la criatura”. De ahí que, mientras muchos de nosotros renegamos, no solo de las grandes pruebas, sino de los pequeños sufrimientos y hasta de las mínimas incomodidades, los santos se imponen grandes penitencias al tiempo que aceptan y, hasta piden, el sufrimiento

De ahí que Santa Teresita del Niño Jesús exclamase: “Sólo una cosa me alegra; sufrir por Jesús; y esta alegría no sentida supera todo gozo”.

Pocas cosas nos acercan a Dios tanto como el sufrimiento; mas el dolor llevado con amargura y resentimiento, o con el orgullo de quien confía en sus propias fuerzas, es un sufrimiento desperdiciado. Ya que el dolor en sí mismo no purifica ni santifica, pues ni el mayor de nuestros sufrimientos tiene en sí mismo mérito alguno. Solo unido, por amor, a la Pasión de Cristo adquiere un valor extraordinario. “Pues ¿qué gloria es, si por vuestros pecados sois abofeteados y lo soportáis? Pero si padecéis por obrar bien y lo sufrís, esto es gracia delante de Dios. Para esto fuisteis llamados. Porque también Cristo padeció por vosotros dejándoos ejemplo para que sigáis sus pasos” (1 Pe 2, 20-21).

Abandonémonos con confianza en las manos del Padre, Quien “sí amó al mundo: hasta dar su Hijo único, para que todo aquel que cree en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16) Y, ante las inevitables y duras pruebas, imitemos a Cristo en su agonía en el huerto: “Y adelantándose un poco, se postró con el rostro en tierra, orando y diciendo: Padre mío, si es posible, pase este cáliz lejos de Mí; mas no como Yo quiero, sino como Tú” (Mt 26, 39).

Vivamos con la esperanza de que, si peleamos el buen combate, terminada la carrera Dios enjugará toda lágrima de nuestros ojos; y la muerte no existirá más; no habrá más lamentación, ni dolor (Ap 21, 4) Y, como San Pablo, tengamos la certeza de que “los sufrimientos de este tiempo no son comparables con la gloria venidera que se revelará en nosotros” (Rom 8, 18).

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