Lunes, 29 de abril de 2024

Religión en Libertad

La Iglesia y el Becerro de Oro


Entre los fervorosos adoradores del Becerro de Oro y los buenos cristianos, que integran a la verdadera Iglesia, no podemos obviar a los tibios, que "dan náuseas" (Ap 3,1516) en cuanto nunca saben a que carta quedarse y pasan su tiempo en señalar y no decidir, en decir que creen sin acertar a definir en qué

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Opinión

La Iglesia, como “Esposa de Cristo” (Jn 3,29), cuenta con santos que “viven en el mundo sin ser de este mundo” (Jn 17,1119) y es mantenida por la ayuda y “supervisión” del Espíritu Santo mientras que, como organización, con “los pies en el suelo”, precisa una logística y un mantenimiento no muy diferentes a los de las sociedades puramente terrenas, y, por lo tanto, ha de contar con directivos (incluida la Jerarquía comandada por el Papa), administradores y demás burócratas, todos ellos con su carga de bondades y miserias.
La Historia de la Iglesia evidencia que, pese a los altos y bajos en la moralidad de su burocracia, es mantenida viva, muy viva por su Cuerpo Místico o Comunidad de los buenos cristianos tanto de su Base como de su Jerarquía, fieles a Jesucristo en amor y libertad.
Bajo palabra del mismo Jesucristo (Jn, 14, 15-21), creemos que aun más viva y progresista seguirá la Iglesia hasta el fin de los tiempos a pesar de la multitud de renegados de cualquier esfera social que, con más o menos pasión, optan por adorar al Becerro de Oro, símbolo de desafueros y vicios, para caer en la trampa de lo intrascendente con sus adormideras del dinero fácil, la corrupción del poder y las mil y una formas de degradación. Los buenos cristianos siempre harán de contrapeso.

Por definición, consideramos buenos cristianos a cuantos se aman (nos amamos) unos a otros como Cristo nos ama (Jn. 15,9). Queda claro para ellos (para nosotros) que ese amor ha de ser “paciente, servicial…, que no busca su interés, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia, se alegra con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Cor 13, 4-7).

Es ese amor el que, a la par que abre el camino de la felicidad a las personas de buena voluntad, pone los cimientos a los mejores capítulos de la historia de la Humanidad, no sin superar todas las dificultades que, en sentido contrario, oponen los egoísmos y miserias de una parte de los llamados a ser protagonistas de esa misma historia. Así se explican las luces y las sombras que jalonan la trayectoria histórica de todas las instituciones humanas, incluida la Iglesia Católica, cuya capacidad de convocatoria y de cohesión social, han sabido aprovechar para sus propios fines no pocos reyes y señores de este mundo.

Los reyes y señores de este mundo, recordémoslo, arrastran tras de sí el alienante tufillo del lujo y desenfreno como fuerza que empuja a la adoración del Becerro de Oro (lo que los clásicos han llamado auri sacra fames) y convierte en esclavos incluso a una parte de los llamados a edificar la Ciudad de Dios. De ello la Historia nos da ejemplos tanto más relevantes y numerosos cuanto más el poder de la Iglesia se comprometió con las instituciones de este mundo, llegando con harta frecuencia a confundir religión con política. Así lo han hecho infinidad de líderes políticos y, también, no pocos líderes religiosos: recuérdese a Manes, Arrio, Mahoma… y ¿por qué no? a papas como Inocencio III, Alejandro VI, Julio II….

Conscientes de ese grave peligro, no faltaron ni faltan laicos, sacerdotes, obispos, papas, doctores de la Iglesia…, que, con la ayuda de Dios, trataron y siguen tratando de facilitar el oportuno remedio, siempre bajo la premisa de respetar una libertad que se hace necesaria para el fecundo ejercicio de la responsabilidad en jefes y subordinados. En consecuencia, obligado es reconocer que la Cristiandad ha contado con grandes líderes religiosos que han sabido mantener en sus justos términos la práctica de todo lo que significa adorar a Dios y el respeto debido al César: clásico ejemplo de ello nos lo dio San Ambrosio cuando, siendo obispo de Milán, con el valor y libertad de los hijos de Dios, recriminó y obligó a hacer pública penitencia por sus crímenes al más poderoso de su época, el emperador Teodosio.

En el grupo de los buenos pastores, que viven en este mundo sin ser de este mundo (Jn 17, 1119), podemos incluir a no pocos papas, incluso cuando, en circunstancias harto difíciles, habían de ejercer como señores temporales de un extenso territorio (cosa que, afortunadamente, ya no ocurre desde 1860). Claro ejemplo de ello dio San Gregorio I Magno (540-604), cuya vida y labor apostólica es prueba de la posibilidad de ejercer un poder civil supeditado al poder de Dios: destinado a la política por su familia, recibió desde niño lo que entonces se entendía por adecuada formación con tan buen resultado que el año 573, con poco más de 30 años, alcanzó el puesto de alcalde (proefectus urbis) de Roma, la más alta responsabilidad sobre sus conciudadanos a la que renunció pronto para ingresar en un monasterio y dedicarse al “servicio de los servidores de Dios” incluso con mayor intensidad cuando es elegido representante de Jesucristo en la Tierra (año 590).

Son tiempos de extraordinaria inestabilidad política en toda la península italiana, recientemente asediada y ocupada parcialmente por los lombardos (568-774) en pugna abierta con los bizantinos presentes en el llamado exarcado de Rávena (540-751).

Gregorio I Magno, realista, humilde y carismático asumió para sí y logró transmitir a los fieles de entonces la fuerza liberadora del Evangelio. Situado en las más altas cumbres del poder terreno, nunca se dejó esclavizar por él; pudo vivir en el mayor lujo, pero asumió la pobreza evangélica de un monje sin que ello fuera óbice para velar por el bienestar material de cuantos reconocían su autoridad, la única realmente efectiva en la Italia Central con Roma como centro neurálgico: replegados los bizantinos, los lombardos aun no habían logrado crear infraestructuras políticas que pudiera satisfacer las más elementales necesidades de la población; el papa ha de ocuparse de la provisión de alimentos incluida el agua que venía a Roma a través de acueductos inutilizados por las guerras y torpe mantenimiento de los años anteriores. La situación se agrava cuando, en el año 592, el rey lombardo Agilulfo (590-615) se convierte en señor del territorio exigiendo un elevado tributo; el Papa no se amilana, logra hacerse respetar y convencer al invasor de la bondad del Catolicismo: el año 603 es bautizado Agilulfo junto con su hijo y sucesor Adaloaldo (602-626). Ya para entonces Gregorio I se ha preocupado de extender y mantener muy estrechas y “productivas” relaciones con todos los obispos y soberanos cristianos de su tiempo, que empiezan a valorar la ventaja política de traducir autoridad por servicio (recuérdese: el Papa, obispo de Roma, es el servidor de los servidores de Dios) porque “Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24).

El deseable equilibrio entre “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21), que San Gregorio Magno mantuvo magistralmente durante su “servicio a los servidores de Dios”, ha sufrido no pocos y graves altibajos a lo largo de la Historia, siempre con el contrapeso que los buenos cristianos: confiados en Jesús de Nazareth, “Dios verdadero de Dios verdadero”, y siguiendo el ejemplo de personajes como Pablo de Tarso, Ambrosio de Milán, Agustín de Hipona, Juan Damasceno, Gregorio Magno, Francisco de Asís…, beato Juan Pablo II, beata Teresa de Calcuta…, han elegido y siguen eligiendo el mejor y más seguro camino hacia su propia felicidad a diferencia de los adoradores del Becerro de Oro cuyas vidas, persiguiendo falsedades y fantasmas, transcurren y terminan en triste y embrutecedora servidumbre.

Entre los fervorosos adoradores del Becerro de Oro y los buenos cristianos, que integran a la verdadera Iglesia, no podemos obviar a los tibios, que “dan náuseas” (Ap 3,1516) en cuanto nunca saben a que carta quedarse y pasan su tiempo en señalar y no decidir, en decir que creen sin acertar a definir en qué…, para, a la postre, convertirse en el apoyo social de los que, decididamente, todo lo encauzan hacia sí mismos.
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