Martes, 19 de marzo de 2024

Religión en Libertad

Nada más que la verdad...

Libro en un bosque, con las páginas abiertas.
La mentalidad ambiente ha sustituido la verdad por el voluntarismo de una subjetividad que rechaza todo límite. Foto: Priscilla du Preez.

por Marta Pérez-Cameselle

Opinión

Vivimos una época en la que la noción de verdad no sólo ha sido minusvalorada en importancia, sino que, lo que aún es más grave, responde a una tendencia de progresiva pérdida de vigencia en la sociedad, lo que nos augura un panorama muy poco halagüeño.

El ideólogo marxista Antonio Gramsci fue uno de los iniciadores teóricos de lo que se conoce como “marxismo cultural”, expresión hoy muy extendida para referirse a la deriva que han experimentado los defensores del marxismo “clásico”, centrados en transformar las estructuras económicas, hacia el plano de las ideas y creencias, lo que constituye la cultura, la cual debe ser el enfoque primario en el que, según Gramsci, se debe centrar el marxismo (hoy en día “la izquierda en general”) para transformar la sociedad. Esto es, aplicar el rodillo de la ingeniería social con el adoctrinamiento ideológico… nos suena, ¿no? Pero disiento de que lo que hoy se conoce como “marxismo cultural” sea un patrimonio exclusivo de la izquierda, sino que en realidad se ha tornado lo que antaño fue teoría en práctico punto de encuentro hoy en día entre “progres” tanto de izquierdas como de derechas, pues coinciden en una idea de libertad que no es más que la autonomía del individuo para tomar sus propias decisiones sin estar éstas sujetas a ningún orden moral objetivo. Esto es, aunar subjetivismo y voluntarismo.

Gramsci ya escribió en torno a los años treinta del siglo XX sobre el sentido común, no precisamente poniéndolo en valor como referente práctico para actuar en la vida, sino todo lo contrario, con el fin de desterrar ese recurso “tradicional” de la persona que busca “andar con los pies en la tierra”. En efecto, hay que subrayar la connotación positiva de relacionar la expresión “sentido común” en el modo de obrar y pensar, con lo que se entiende como “tradición”, en la misma línea que definía Chesterton: “La transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas”.

El sentido común tiene mucho que ver con el hecho de actuar, como suele decirse, “como Dios manda”, y, por tanto, de acuerdo a la realidad, según la naturaleza de las cosas, la verdad de las cosas… Dios, que es precisamente la Verdad en mayúsculas, no puede pedirnos nada que suponga apartarnos de la “adecuación de nuestra inteligencia a la realidad” (una realidad, eso sí, no cercenada y no excluyente del ámbito más allá de lo físico, o metafísico), que es precisamente la definición clásica de verdad, y expresión central del realismo que manejó Santo Tomás de Aquino en la misma línea que Aristóteles; además de ser una línea de pensamiento filosófico enfrentada al nominalismo y voluntarismo del también medieval Guillermo de Ockham.

Respecto al nominalismo, Ockham propugnaba la inexistencia de los universales fuera de la mente, y su validez sólo como meros nombres, nombres “desnudos”, esto es, que las palabras son pura convención humana para podernos entender unos a otros, sin expresar de forma alguna la esencia de lo que significan, a diferencia de la postura realista. Si para el realismo el entendimiento humano es capaz de alcanzar un verdadero saber sobre la naturaleza de las cosas (su propia esencia), por el contrario, el nominalismo supone la negación de la capacidad humana de conocer la verdad que encierran las cosas, quedándonos únicamente en un conocimiento superficial: aquello que nuestros sentidos alcanzan a percibir es lo único real para nosotros. Lo demás que está en nuestra mente (conceptos, razonamientos) serían puras construcciones mentales sin conexión con la realidad. Y si no se puede conocer la verdad, o ésta se niega que exista, se cae en el relativismo.

El universal “humanidad” para el nominalista no existe fuera de nuestra mente, sólo individuos con sus particulares características, con la implicación que supone este pensamiento a la hora de fundamentar la defensa de los derechos humanos (empezando con el derecho a la vida) con una argumentación coherente, como sería reconocer la “dignidad” común de todo ser humano derivada de su naturaleza compartida como valor “universal”.

En cuanto al voluntarismo, Ockham en el plano teológico defendía un único Dios cuya omnipotencia le impedía estar sujeto al Bien Moral. La consecuencia de este pensamiento voluntarista no podía ser más abrumadora: concebir un Dios arbitrario que bien podía haber dispuesto como Mandamiento “matarás”, en vez de “no matarás”… Voluntarista, entre otros, hasta nuestros días, se declaró Lutero, y las consecuencias del subjetivismo protestante derivado del principio teológico sola Scriptura y su “libre” interpretación en la práctica han ido calando progresivamente en la mentalidad occidental.

Si esta es la tesis: “La progresiva devaluación del concepto clásico, realista, de 'verdad' en la sociedad”, habrá que probarla… así como que también paralelamente se está produciendo en la sociedad el destierro progresivo de lo que “tradicionalmente” se entiende, y se ha entendido de siempre, por “sentido común”, “lo que es de sentido común”.

Una muestra de negación de la realidad

Pues bien, si hay un hecho que hoy se trata de “ocultar”, desfigurando la verdad que encierra, siendo además su ocultación deliberada de extrema gravedad, porque supone atentar contra el ser humano en su estado más indefenso posible, es, sin lugar a dudas, el aborto.

Se empieza en primer lugar a manipular el lenguaje, característico siempre de todo adoctrinamiento ideológico, recurriendo a eufemismos como “interrupción voluntaria del embarazo”, o IVE, tecnicismo aún más aséptico, y así lo disfrazamos aún más de “bienintencionada práctica médica al amparo de la salud reproductiva de la mujer” ¡Pero qué bien suena esto, por Dios!

El caso es que en la Comunidad de Madrid (leía el otro día declaraciones de “alerta” del actual Defensor del Pueblo, el socialista Gabilondo) el 100% de los abortos no se practican en centros de Salud Pública y se derivan a clínicas privadas (Dator, El Bosque, etc.) especializadas casi exclusivamente en esta práctica de “salud” reproductiva, etc., etc. (por cierto, con ingentes beneficios) porque los médicos de la sanidad pública, se entiende que también los que ejercen en centros de salud con seguros privados, son todos objetores de conciencia. ¡Vaya! ¿Pero no decíamos que el IVE es un asunto de la salud de la mujer? No cuadra…

Debe ser porque eso de llamar al aborto “interrupción del embarazo” no es atender a la verdad de los hechos. A nadie se le escapa que todo lo que se “interrumpe”, antes o después, se puede reanudar. Para el filósofo Julián Marías era una “expresión de refinada hipocresía”, y señalaba con buena dosis de sarcasmo que también podíamos llamar a la pena de muerte “interrupción de la respiración” (y con pocos minutos basta). Pero, ¡ay!, don Julián, hoy ya esto lo podemos decir también de la eutanasia: “Interrupción de la respiración”, al tiempo. Ya existe la macabra y similar expresión “interrupción (voluntaria) de la vida” (¡!). Sus defensores en el gobierno ya han impuesto, como hicieron sus antecesores con el aborto en el 2010 (sin estar previamente en el programa electoral con el que ganaron las elecciones generales) su legalización con el revestimiento de “derecho”. Y ahí tenemos con el ejemplo de Holanda, pionera en este tipo de “derechos”, a lo que conduce la legalización de la eutanasia: ancianos, y no tan ancianos que huyen al país vecino para no ser eutanasiados (involuntariamente) en su país; adolescentes que sufren depresión, eutanasiados (voluntariamente, si es que de su estado mental se puede deducir que están en sus plenas facultades mentales).

Está visto que algo de puro “sentido común”, como “llamar al pan, pan, y al vino, vino”, para estos cínicos defensores de la eutanasia y del aborto, padrinos de la cultura de la muerte, debe ser una auténtica “tropelía” y “aberración”. Así se expresó precisamente la actual ministra socialista portavoz del Gobierno cuando recientemente en rueda de prensa calificó de “tropelía” y “aberración” ofrecer (no imponer) a la madre gestante tanto la posibilidad de escuchar el latido fetal como la posibilidad de ver a través de una ecografía 4D una imagen más realista de su hijo. Evidentemente, el fin de estas medidas es ahondar en que tome la madre conciencia de la gravedad que supone el acto de matar a su propio hijo (esta es la pura verdad que incomoda sobremanera reconocer abiertamente a los defensores del aborto). A esto hemos llegado. ¿Se da en nuestra sociedad un caso más claro que el del aborto en el que interese más “rabiosamente” ocultar la verdad?

Se ha llegado a tal punto de perversión en la acción política, que uno acaba en la medida de sus posibilidades por respaldar medidas, al menos prácticas, que se acerquen lo más posible a lo que “debería ser” según los principios de la ley moral natural. En este caso, ahondar en el objetivo de que la madre que se plantee abortar tome conciencia de la gravedad de ese acto. Porque evidentemente con estas dos medidas informativas que necesitan del consentimiento de la madre, no se hace una política “auténtica”, que es la que debe fundamentarse en un orden moral objetivo y perseguir el bien común, pues supedita la evidencia de que hay una vida latente a la opinión subjetiva de la madre, que decidirá si sigue latiendo o no.

Juan Pablo II, en una nota doctrinal sobre “la conducta de los católicos en la vida pública”, nos recuerda, haciendo alusión a su encíclica Evangelium Vitae, que “en caso en que no sea posible evitar o abrogar completamente una ley abortista en vigor o que está por ser sometida a votación, que un parlamentario cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo en propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública”.

En relación a este dilema moral que plantea Juan Pablo II, la postura de los parlamentarios españoles no deja lugar a dudas. Recientemente, en el Senado y en el Congreso el PSOE y sus aliados en el Gobierno, apoyados también por el PP, han sacado adelante una iniciativa que impide que en el resto de España, esto es, por parte de las comunidades autónomas, se ofrezca esta información (ecografía 4D más latido fetal) que la madre pueda libremente aceptar o rechazar. Y recalcan estos puritanos paladines del eufemismo, que se escandalizan de esta propuesta presentada en Castilla y León por Vox, en común acuerdo con el PP (antes de que reculara el PP), que sólo se admitirá que se ponga a disposición de la madre que se plantee abortar “información clínica imprescindible y pertinente” (¡!)

En conclusión: nunca se ha estado más cerca de tratar por las altas instituciones del Estado al indefenso ser humano que se está gestando en el vientre materno como un tumor indeseado que se debe extirpar. Y toda “información clínica imprescindible y pertinente” será preceptivo ofrecerla a la “paciente”. Eso sí, siempre que ese hijo por nacer no sea voluntad de la madre que nazca, porque la misma realidad, un hijo por nacer, si es voluntad de la madre que nazca ya, no es tomado como un tumor indeseado que debe sí o sí extirparse con la preceptiva “información clínica imprescindible y pertinente”, sino como una bendición objeto de todo tipo de cuidados y atenciones. Puro relativismo.

El Tribunal Constitucional acaba de declarar constitucional después de doce años y medio de espera la Ley Aído del Gobierno de Zapatero, que permite el aborto voluntario en las primeras catorce semanas de gestación y avala que se eleve a la categoría de derecho el aborto.

Esto es a lo que conducirá la hegemonía del voluntarismo subjetivista en una sociedad: que en su delirio voluntarista acabe por entronizar la plena autonomía del individuo, cuya máxima aspiración sea convertirse en un dios cuasi omnipotente por renegar su mera voluntad de toda sujeción a un orden moral objetivo. No se escandalicen de esta afirmación, con el aborto ya se ha conseguido: en los Mandamientos Humanos del Globalismo, “matar es ya un derecho”.

La Madre Teresa de Calcuta, en su discurso del Premio Nobel de la Paz que recibió en 1979, dirigía estas palabras a las élites más poderosas del planeta: “Quiero compartir una cosa con todos ustedes: el gran destructor de la paz hoy es el crimen del niño inocente no nacido (sin eufemismos). Si una madre puede asesinar a su propio hijo en su seno, ¿qué impedirá que nos matemos unos a otros?”.

¡Gracias, Madre Teresa!

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