Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

¿Administrador o dueño?


Hasta el ateo o el agnóstico reconocen que gran parte de lo que constituye nuestra vida nos ha sido dado, lo hemos recibido. Surge la pregunta: ¿Para administrarlo? ¿O para ejercer como su dueño?.

por José F. Vaquero

Opinión

Los pequeños economistas, expertos en la economía etimológica (administración de la casa, buena gestión de la pequeña economía doméstica) no dejan de admirarse de las finanzas públicas. Estamos oyendo mucho sobre las dudosas cuentas de Castilla La Mancha. Y por aquello del “y tú más”, se cruzan acusaciones sobre la deuda madrileña, las deficitarias televisiones autonómicas, desde Barcelona y Valencia hasta Andalucía, y un largo etcétera. Parece que la administración de nuestros dineros públicos hace aguas por muchos lugares, y se echa en falta la figura del buen administrador. Abunda demasiado el que se viste la chaqueta de “dueño” y parte el bacalao, a derecha e izquierda, según conveniencias y amigos.

Se dice, mal dicho, que el dinero público no es de nadie; realmente pertenece a aquellos de quienes ha salido, y que esperan una buena gestión, una buena administración. Y como en cualquier relevo de gobierno o dirección, al cambiar los que tienen el título de administradores, se impone un balance, un rendir cuentas de la gestión efectuada. Ahí se ve la presencia o ausencia de la principal virtud del administrador: la responsabilidad. Responsable es aquel capaz de responder de sus acciones y decisiones, en público y en privado.

En la política, y juzgando a partir de los hechos, vemos dos prototipos de gestión pública, el del administrador (poco frecuente, según parece), y el del dueño. Pero esa misma radiografía la encontramos en el mundo laboral, en la familia, en las actitudes y opciones personales. Y como en la política, también en en el resto de la vida se impone un balance, aunque no cambie la directiva o el gobierno personal.

Hasta el ateo o el agnóstico reconocen que gran parte de lo que constituye nuestra vida nos ha sido dado, lo hemos recibido. Surge la pregunta: ¿Para administrarlo? ¿O para ejercer como su dueño?

Un ejemplo más cercano, y con menos tintes políticos. Todo ser humano tiene un cuerpo; pero ¿lo administra, lo gestiona siguiendo unos criterios y bajo el prisma de la responsabilidad? ¿O es su dueño y señor, su jefe supremo? Con frecuencia se critica a la Iglesia de que olvida el cuerpo de sus cristianos y piensa sólo en el abstracto espíritu. No discuto que en algunas épocas se pudieran cargar demasiado las tintas en esta dirección. Pero esto no justifica el polo opuesto: hemos de liberarnos del cuerpo, hacer con él lo que queramos, como dueños y señores, sin responder a nada ni a nadie, o respondiendo únicamente a mi criterio parcial y pragmático y hedonista. El cuerpo tiene su lugar, dentro del todo de la persona, y tan desequilibrado es despreciarlo como encumbrarlo hasta despreciar sus facultades superiores, la inteligencia y el amor.

Otro ejemplo: la gestión de nuestras capacidades y cualidades, de aquello que sabemos y podemos hacer bien. La nueva psicología insiste mucho en conceptos como autoestima, autovaloración, valía personal… Se avanza más con un punto en este terreno que con 100 correcciones, es verdad. Pero esas cualidades y valores, esas virtudes personales, ¿son administradas para un bien mayor, o son poseídas por mí como único dueño, que las utiliza sólo en provecho personal? A todos nos conmueve el amor de personas como Teresa de Calcuta, la solidaridad (profunda) de personas que se desgastan ciertas personas en Caritas, Manos Unidas… Todos las admiramos, desde la barrera de los toros, o desde la tribuna del dueño de la plaza de toros; sólo los administradores saltan al ruedo.

El criterio justo para el buen obrar podemos encontrarlo en la virtud del buen administrador, la responsabilidad. De este bien que hemos recibido, el cuerpo, la vida, hemos de responder, rendir cuentas. No es indiferente que cuide mi cuerpo o que no lo cuide, como no es indiferente que un consejero de economía gestione los dineros públicos que se le confían o los oriente hacia su beneficio propio (o de sus amigos cercanos). Y no es indiferente por la obligación de conciencia, más allá del deber legal, de responder, de justificar las propias decisiones.

 

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