Sábado, 20 de abril de 2024

Religión en Libertad

La Guerra de España: historia frente a la confusión de la memoria

Carteles de ambos bandos de la Guerra Civil.
Carteles de ambos bandos de la Guerra Civil.

Arnaud Imatz

Con autorización del autor y de la editorial, reproducimos parte del prólogo de Arnaud Imatz a la edición francesa del libro de Stanley G Payne: "La Guerre d´Espagne, L´histoire face à la confusion mémorielle".

* * *

Si exceptuamos la Segunda Guerra Mundial, la guerra de España fue el acontecimiento más importante en la historia europea de los años treinta. De todos los grandes conflictos del siglo XX, fue uno de los que más han dividido la opinión pública europea y mundial y eso que no fue el único: Rusia, Finlandia, Hungría, Lituania, Yugoslavia, Albania, Grecia, "Indochina", y muchos otros países fueron también escenario de luchas fratricidas, pero la guerra civil española por antonomasia debe mucho de su carácter, sobre todo, a la extrema tensión de las relaciones internacionales en vísperas de la más terrible de las conflagraciones.
 

Pensando en la edición francesa de esta obra, algunos descontentos o fosilizados dirán probablemente: “¡Otro libro sobre la guerra civil española!” ¿Por qué publicar un nuevo título, cuando la selección bibliografía sobre el tema ya es enorme? ¿Qué razones podrían justificar tal elección? Por mi parte, veo tres:
 
La primera razón es que la historiografía sobre el tema ha evolucionado considerablemente en los últimos diez años. La guerra española no ha dejado de estar en la memoria colectiva y de fomentar el trabajo de los historiadores, pero, paradójicamente, se ha convertido de nuevo —algo que la mayoría de los franceses no sabe— en un lugar privilegiado de la confrontación, la controversia y la manipulación ideológica. Un verdadero problema cultural para los políticos españoles. Por tanto, es útil hacer un balance sereno, disciplinado y desinteresado, más allá de las teorías irreconciliables, parciales y reduccionistas.

Una segunda razón es, que a pesar de los muchos libros ya editados, el público francés no tiene un panorama completo reciente escrito por un verdadero experto, es decir, por un historiador reconocido internacionalmente y cuya vida estuvo dedicada a la investigación y la enseñanza. Seamos realistas: en esta forma sistemática no existe ningún estudio similar en Francia e incluso es difícil encontrarlo en España.

Por último, la tercera razón, y no menos importante, es que resulta extraño y decepcionante que durante más de cuatro décadas, ni un solo libro del profesor Stanley Payne haya sido publicado en Francia, mientras que sus trabajos son reconocidos y traducidos al español, italiano, alemán o japonés, por nombrar algunos.

Avatares de la historiografía reciente

Las interpretaciones de la tragedia española siempre han sido contradictorias y con muy desigual reparto de las responsabilidades.

La simpatía por el campo republicano es generalmente resultado de la afinidad hacia una u otra de las sensibilidades representadas por la izquierda comunista, anarquista, trotskista, socialista-marxista, socialdemócrata o liberal-jacobina. La complacencia con respecto al campo nacional se asocia a menudo con una u otra de las tendencias opuestas en el Frente Popular: republicanos, liberales, centristas, radicales, agrarios, monárquicos conservadores, liberales, monárquicos carlistas o Falange.

Para la izquierda, el fracaso de la Segunda República se debió a la hostilidad de la derecha, su falta de espíritu social, su negativa a aceptar las “reformas”, su actitud reaccionaria, antidemocrática, en una palabra, “fascista”. Algunos afirman incluso que la sublevación militar fue concebida en Roma y Berlín a fin de que los “fascistas” tomaran el poder. Para la derecha, el desastre fue causado por el sectarismo, el anticatolicismo obsesivo, la violencia y el extremismo revolucionario de los “rojos”, que, bajo la influencia de Moscú, habían querido establecer un sistema colectivista, socialista, una República Popular. Algunos insisten en la gravedad del secuestro y asesinato del diputado de derecha, José Calvo Sotelo, tres días antes de la sublevación militar, y más aún en la increíble torpeza del gobierno que se abstuvo de reaccionar adecuadamente. Otros se refieren a los protagonistas para recordar que la quiebra se debió principalmente a la inmadurez política y a la polarización extrema de la sociedad, mientras que la gravedad y la inestabilidad de la situación internacional serían factores muy secundarios.

El cadáver de José Calvo Sotelo, asesinado por sicarios gubernamentales el 13 de julio de 1936.
El cadáver de José Calvo Sotelo, asesinado por sicarios gubernamentales el 13 de julio de 1936.

De hecho, como señaló el profesor Payne, todas estas explicaciones no son mutuamente excluyentes, sino que en parte se complementan. Una opinión ponderada que un gran número de especialistas compartía antes de que sobrevinieran vehementes discrepancias en torno al cambio de siglo

En los años sesenta, cuando la mayoría de los escritores cedía a la tentación de la historia partidaria, algunos historiadores del área anglosajona desarrollaron un gran esfuerzo de síntesis crítica y objetiva. Dos de sus obras, publicadas en 1961, han sido muy resistentes a los daños del tiempo. La primera es: El gran camuflaje de un ex corresponsal de guerra en la zona republicana: Burnett Bolloten. Un libro imprescindible para entender las luchas en el campo republicano (aunque la traducción al francés, por desgracia, ha pasado desapercibida). En segundo lugar, una obra publicada con regularidad desde entonces: La guerra civil española de Hugh Thomas, modificada en sucesivas ediciones. El autor ha evolucionado desde el socialismo al neoliberalismo thatcheriano y, a pesar de sustanciales deficiencias y de carencias documentales, sigue siendo la obra clásica más apreciada por el público francés.

Después de la muerte del Caudillo (1975) y del final de la dictadura, el número de publicaciones se incrementó notablemente. De 1976 a 1982, dos principios animaron "el espíritu de la transición democrática": perdón mutuo y el diálogo entre el gobierno y la oposición. Esto no quiere decir olvidar el pasado (la conciencia de la historia es más bien una condición para evitar repetir los errores), sino superarlo y mirar hacia el futuro. No es, como dicen ahora, "amnesia voluntaria" o "pacto de silencio". Al contrario, la transición democrática, estuvo basada en un conocimiento profundo de los fracasos del pasado y en la voluntad de superarlos. No se trataba de imponer el silencio a los historiadores y periodistas, sino de dejarles a ellos el debate sin que los políticos aprovecharan el tema para sus batallas partidistas.

Uno podría pensar que este consenso político-cultural duraría, que la calma y la paz social se impondrían duraderamente, y que los historiadores se dedicarían, en fin libremente, a la investigación en el campo de su conocimiento. Pero no ocurrió así. Desde la década de 1990, la actitud del gobierno socialista, los medios de comunicación y los ambientes académicos marcan una inflexión. Una especie de marea cultural neo-socialista y post-marxista sumerge al país. La historia maniquea vuelve a aparecer y domina. La guerra civil se convierte en el lugar privilegiado de la manipulación. A pesar de los trabajos de investigación serios publicados en las últimas dos décadas, regresaron los viejos argumentos caricaturizados y los medios de comunicación no dudan en reproducirlos en sus formulaciones más extremas.

Bajo los gobiernos de derecha de José María Aznar, la situación continúa. El Partido Popular ignora deliberadamente la función didáctica y la política cultural en beneficio de la economía.
 
Pero en torno al cambio de siglo, un pequeño grupo de historiadores independientes, de convicciones liberales-demócratas, entra en escena y pone en cuestión los tópicos del pensamiento políticamente correcto. La virulencia de sus ataques contra las interpretaciones convencionales y su impresionante éxito de ventas los coloca de inmediato en el centro de una polémica encendida.
 
Una vez caldeados los espíritus, los argumentos en contra de estos autores ni siquiera se pueden leer. Lo más practicado ha sido el desprecio y el insulto. Ante el espíritu de lucha de los "nuevos historiadores", una minoría, pero apoyada por algunos medios de comunicación importantes y numerosas páginas en línea, la mayoría de los historiadores académicos reaccionaron como una especie de “guardianes del templo”.
 
Abramos aquí un paréntesis para recordar los nombres de algunos de los más famosos actores del debate. Además de Hugh Thomas y Burnett Bolloten, ya mencionados, los principales historiadores del tema, ya sean de izquierda o derecha, viejos o nuevos, son los siguientes. Desde el punto de vista republicano: los comunistas o marxistas Gabriel Jackson, Herbert Rutledge Southworth, Vilar y Manuel Tuñón de Lara. Los seguidores de estos son: Santos Juliá, Francisco Espinosa, Alberto Ruiz Tapia, Enrique Moradiellos y, en cierto modo, el socialista Paul Preston. Otros autores son más creíbles: el americano, Edward Malefakis, el inglés Raymond Carr, el democristiano Javier Tusell, el social-liberal Juan Pablo Fusi, y el francés, especialista en el Siglo de Oro español, Bartolomé Bennassar (este último, se solidariza con el republicano-jacobino, Manuel Azaña, muestra alguna complacencia hacia los vencidos y falla algunas veces, especialmente cuando trata a Pío Moa de "provocador", pero hace, en general, un esfuerzo encomiable de ser objetivo). Por el lado nacional, cabe mencionar a: Vicente Palacio Atard, Carlos Seco y los generales Jesús Salas Larrazábal y Ramón, que son los más equitativos y menos apasionados. También debemos mencionar a los coroneles José Manuel Martínez y José María Gárate Córdoba; el ex ministro de Cultura bajo el rey Juan Carlos, Ricardo de la Cierva (el más documentado y el más prolífico). Por último, más recientemente: César Vidal, Pío Moa, Ángel David Martín Rubio o Alfonso Bullón de Mendoza. Pero esto dicho volvamos a los recientes avatares de la “memoria histórica”.

La trampa de la memoria histórica

El método científico, la tradición de rigor y la integridad, constantemente invocados, están siendo burlados. La trampa se cierra. Al aceptar el debate a partir de la posición: “sólo nosotros tenemos la posibilidad de avanzar sobre argumentos racionales o pertinentes, sólo nuestra palabra es legítima”, entonces, por definición, no hay más debate. No se puede pretender monopolizar la palabra y hacer uso un terrorista de argumentos autodenominados "científicos", sin estar fuera del ámbito de la investigación seria y, finalmente, de la democracia.

El círculo vicioso de la provocación mimética se cierra: de una parte y de otra, el debate dio paso a la diatriba.

Después de su llegada al poder en 2004, en lugar de contribuir a borrar las cosas vergonzosas y el resentimiento, José Luis Rodríguez Zapatero, optó por revivir la batalla cultural. Se votó por el Parlamento y fue publicada el 26 de diciembre de 2007, una "ley de la memoria histórica" que se originó en una propuesta del Partido Comunista (Izquierda Unida). El término "memoria histórica" se convierte en un lugar común de la cultura española. El esfuerzo de recuperar la memoria histórica es bueno, pero no debe ser una excusa para los fanáticos que se arrogan el derecho de secuestrar la historia o manipular en su beneficio. Esta ley, aunque reconoce y amplía los derechos de aquéllos que han sufrido persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura, acredita una visión maniquea de la historia.

Una de las ideas fundamentales de la "Ley de la Memoria Histórica" es que la democracia española es el legado de la Segunda República. Un punto de vista muy cuestionable pues el proceso de transición se llevó a cabo de conformidad con los mecanismos establecidos por el régimen de Franco y fue dirigido por un rey nombrado por el Generalísimo, y su primer ministro, que fue ex Secretario General del Movimiento. Según este razonamiento subjetivo, la Segunda República, mito fundacional de la democracia española, fue un sistema casi perfecto en el que todos los partidos de la izquierda tuvieron una actuación impecable.

Las anomalías de esta ley son numerosas. Se hace una amalgama cuestionable entre la sublevación militar, la guerra civil y la dictadura de Franco que son hechos distintos que merecen interpretaciones y juicios diferentes. Se exalta a las víctimas y a los asesinos, a los inocentes y a los culpables cuando se encuentran en el campo del Frente Popular y sólo porque son de izquierda. Se confunde la muerte en acción de guerra y las víctimas de la represión. Se olvida a todas las víctimas republicanas que murieron a manos de sus “hermanos”, enemigos de izquierda. Se alienta y justifica cualquier trabajo para demostrar que Franco planeó y realizó sistemáticamente una sangrienta represión durante y después de la guerra civil, y se sobrentiende que el gobierno de la República y los partidos que lo apoyaban no tenían planes represivos. Reconoce, por último, el deseo legítimo de mucha gente de encontrar el cuerpo de sus ancestros, pero implícitamente niega este derecho a los que estaban en el campo nacional bajo el pretexto de que tuvieron para hacerlo todo el tiempo de Franco.

"Lo peor de la llamada "memoria histórica" —dijo Stanley Payne en la Universidad San Pablo CEU el 6 de noviembre de 2008— no es la falsificación de la historia, si no es la intención política que contiene, su pretensión de fomentar la agitación social".

Una mirada equilibrada y desapasionada

La Guerra Civil Española ha sido presentado como un enfrentamiento entre el fascismo y la democracia, una lucha de los pobres contra los ricos, una revolución colectivista en contra del capitalismo reaccionario, una lucha de la civilización occidental contra la barbarie comunista, una cruzada cristiana contra el Anticristo, una guerra de liberación nacional contra el imperialismo extranjero (soviético-alemán o italiano), un preludio de la Segunda Guerra Mundial o un duelo entre el totalitarismo de izquierda y el autoritarismo de la derecha. Pero para Stanley Payne, todos estos puntos de vista opuestos son esquemáticos e incompletos.
 
Para explicar los orígenes y las causas de los conflictos, a menudo se ha subrayado el entrelazamiento de los problemas estructurales, coyunturales y políticos exclusivamente. Es evidente que la situación de un país en desarrollo, con las condiciones de vida deplorables de casi dos millones de trabajadores agrícolas y cuatro millones de trabajadores urbanos, fue perjudicial. Los efectos negativos de los años de depresión no pueden facilitar el juego de la democracia. Pero dicho esto, no es fácil demostrar que los factores estructurales y cíclicos determinaron el curso de los acontecimientos. La clave para la caída final, subraya Stanley Payne, se encuentra más bien en la incapacidad de los partidos políticos para resolver los problemas de la época. Los problemas más importantes, los más decisivos, se vieron más perjudicados por la dinámica específica de los principales partidos políticos y los errores de sus dirigentes que por los factores estructurales y coyunturales.

La guerra civil no era inevitable. No fue el producto exclusivo del rechazo de la reforma por las derechas. No fue el resultado de los activistas violentos de todas las tendencias. Paradójicamente, los responsables del mayor número de asesinatos fueron los agentes de las fuerzas policiales y de seguridad encargados de mantener el orden. Los factores fundamentales, precisa Stanley Payne, fueron la rigidez del conservadurismo de la CEDA, la debilidad del centro liberal-democrático (el Partido Radical de Alejandro Lerroux fue desacreditado por unos escándalos financieros que hoy en día serían juzgados de escasa importancia), la insistencia de los republicanos de izquierda en buscar la unidad con la izquierda revolucionaria en lugar de buscar una alianza con el centro liberal, la radicalización o "bolchevización" del Partido Socialista, y por último, los errores terribles de dos líderes principales: Niceto Alcalá Zamora y Manuel Azaña.

Un punto es claro: en 1936, nadie creía en la democracia liberal, tal como existe hoy en España. El mito revolucionario, compartido por toda la izquierda fue el de la lucha armada. Para convencerse, basta con leer los discursos de los comunistas, José Díaz y Dolores Ibárruri, de los socialistas Francisco Largo Caballero, Luis Araquistáin y Margarita Nelken, el principal dirigente del POUM, Andrés Nin o la anarquista Federica Montseny. Los anarquistas y el Partido Comunista (partido estalinista) no creían en la democracia. La mayoría de los socialistas, liderados por Francisco Largo Caballero, apodado el "Lenin español", abogó por la dictadura del proletariado y el acercamiento con los comunistas. Con la excepción de los social-demócratas minoritarios y marginados, los socialistas no querían un sistema pluralista, basado en la división de poderes y la garantía de las libertades individuales. La democracia liberal era vista únicamente como una forma para lograr sus fines: el Estado socialista.

Tampoco creía en la democracia la izquierda republicana, dogmática y sectaria, dominados por la personalidad de Manuel Azaña que se había comprometido en el levantamiento socialista de 1934. Los nacionalistas del PNV (Partido Nacionalista Vasco) y ERC (Esquerra Republicana de Cataluña) perseguían sus propios objetivos que no eran ni la revolución social ni la democracia, sino la autonomía más amplia o la independencia de sus territorios. La CEDA, que había defendido la estricta ley y el orden republicano de 1933 a febrero de 1936, deseaba luego un levantamiento militar. En privado, su líder, Gil Robles, confesó admirar al dictador portugués Antonio de Oliveira Salazar. En cuanto a los monárquicos de Renovación Española, los falangistas y carlistas, evidentemente no creían en la democracia liberal. Básicamente, dice Stanley Payne, "el único partido que había defendido durante la República, sin pensarlo dos veces, la democracia, fue el partido republicano radical", pero después de las elecciones de febrero de 1936 no representaba nada.

De hecho, los republicanos dieron un golpe contra la monarquía en 1930, los anarquistas se lanzaron a tres levantamientos contra la República en 1931, 1932 y 1933, un pequeño grupo de conservadores hicieron un intento de golpe militar en agosto de 1932 y, finalmente, los socialistas se rebelaron contra el gobierno de la República, del radical Alejandro Lerroux, en octubre de 1934. Con el apoyo de toda la izquierda, la insurrección socialista se planteó como una guerra civil para establecer la dictadura del proletariado. No era la primera etapa de la guerra civil, pero sí el primer asalto amenazador, el primer intento serio de destruir la República. La gravedad de los acontecimientos de 1934 fue subrayada por autores tan diversos como Jackson, Ramos Oliveira, Sánchez Albornoz o Brenan. "Con la rebelión de 1934, —escribe el liberal antifranquista, Salvador de Madariaga— la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936".

El resultado de las elecciones de febrero de 1936 nunca fue publicado oficialmente. El Frente Popular asumió el poder después de la primera vuelta sin esperar a la segunda como lo requiere la ley. Más de 30 actas de derechas fueron invalidadas y sistemáticamente asignadas a la izquierda. El Presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, fue destituido ilegalmente. El terror se impuso en las calles, causando más de 300 muertos en tres meses. En julio de 1936, la oposición al Frente Popular estaba siendo eliminada.

El lector encontrará en el libro de Payne todos los desarrollos y todos los detalles necesarios para comprender las causas del conflicto, el progreso y el resultado final de la guerra. Sin embargo, algunos otros puntos básicos deben ser considerados.

Tras el levantamiento del 18 de julio de 1936, en todo el territorio del Frente Popular, la Izquierda Republicana y Unión Republicana, activistas y simpatizantes del Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux, del Partido Liberal Demócrata de Melquíades Álvarez y Agrario de José Martínez de Velasco, fueron considerados como enemigos que había que extirpar, al igual que los miembros de la CEDA, la Falange o los movimientos monárquicos carlistas y liberales. Republicanos, ex ministros, como Rafael Salazar Alonso, Melquíades Álvarez, José Martínez Velasco, Gerardo Abad Conde y Manuel Rico Avello, fueron condenados a muerte por las autoridades del Frente Popular o asesinados.

En cambio, la presencia de los republicanos en el campo nacional, incluidos los más notables de los intelectuales liberales es indiscutible. Si la lista de personalidades extranjeras que defendió la causa republicana es larga (incluyendo a Aragon, Benda, Bernanos, Dos Passos, Einstein, Eluard, Gide, Hemingway, Koestler, Malraux , Maritain, Mauriac, Mounier, Neruda ou Laski) la de los partidarios del bando nacional es más limitada (Bonnard, Brasillach, Campbell, Claudel, Drieu La Rochelle, Jouvenel, Kazantzakis, Maurras, Pound), pero en la Península, los intelectuales más prestigiosos apoyaron a los insurgentes. Declaraciones, correspondencia y testimonios de Miguel de Unamuno y de los "padres espirituales" de la República, José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala ("los verdaderos liberales", como dijo el historiador galo Pierre Chaunu), no dejan ninguna duda acerca de su profundo deseo de ver el triunfo de las tropas nacionales.

Otro punto clave, en el que insiste Stanley Payne es la pluralidad de tendencias políticas que caracterizaron a los dos campos en el comienzo de la guerra. Pero hay una diferencia importante: Franco logró imponer su mando único (sin dudar en la condena a muerte no ejecutada del segundo jefe de la Falange, Manual de Hedilla, o en el exilio del carlista Fal Conde), mientras que en el Campo republicano, los comunistas apoyaron a los líderes soviéticos y nunca lograron imponer la unidad en su nombre. En mayo de 1937 se produjo en Barcelona una sangrienta lucha entre los anarquistas junto a los militantes marxistas-leninistas y anti-estalinistas del POUM frente a los comunistas y sus aliados socialistas. Los anarquistas fueron derrotados, pero en marzo de 1939 se unieron a los socialdemócratas y se tomaron la revancha. En Madrid, barrieron al PCE y a sus aliados socialistas en una verdadera pequeña guerra civil. Franco no ganó porque el saldo de la intervención extranjera estuviera a su favor —no había mucha diferencia entre la cantidad total de armas entregadas a cada bando— sino porque fue capaz de imponer la unidad y construir una máquina de guerra más eficiente.

Los militares pensaban derrotar rápidamente al gobierno del Frente Popular y sustituirlo por un directorio militar con la colaboración de civiles. Todos creían que en cuestión de horas, a lo sumo de unos pocos días, derrotarían a las fuerzas leales al gobierno. Pero se equivocaron. El ejército estaba dividido, como el resto de la sociedad, y el golpe fue un fracaso total. Las fuerzas sociales y políticas se movilizan en cada zona y el golpe de Estado fallido se convirtió en una guerra civil.

La religión católica fue perseguida y desarraigada. Las iglesias fueron destruidas o secularizadas en todo el territorio republicano, en número menor en las provincias vascas de Guipúzcoa y Vizcaya, aunque aquí tampoco faltaron profanaciones y asesinatos de eclesiásticos.

Stanley Payne se muestra severo en relación con los nacionalistas vascos, a quienes acusa de "deslealtad" y "traición absoluta a la República." Por mi parte, quiero insistir más en el hecho de que había una guerra civil entre los vascos. Una vez perdidas las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya, los nacionalistas vascos, perfectamente lógicos con ellos mismos, decidieron negociar su rendición con el Vaticano, los italianos y sus hermanos enemigos los carlistas-requetés, en lugar de seguir la lucha junto a los revolucionarios "perseguidores y ateos." Un detalle revelador, rara vez se subraya que cuando Guernica fue conquistada, los requetés montaron guardia alrededor del árbol, milagrosamente salvado del bombardeo italo-alemán, para rendirle homenaje.

Miles de clérigos fueron encarcelados, ejecutados sumariamente o vivían en la clandestinidad; perecieron 6.964, más del 20% del clero. El Catolicismo retornó a la época de las catacumbas. En el campo nacional, la Masonería, considerada un enemigo de la religión católica, sufrió persecución generalizada a pesar de que oficiales superiores masones participaron en el levantamiento. Las organizaciones sionistas en el mundo mostraron su plena solidaridad con el Gobierno de la República, pero los judíos de Marruecos dieron una valiosa ayuda financiera a la causa nacional, en particular, a través de su representante ante el Alto Comisario de España en Marruecos, José Toledano.

Otro aspecto destacado perfectamente por Stanley Payne son las ambigüedades de la intervención extranjera. Numerosos voluntarios de Europa y América participaron en la Guerra Civil Española. Por lo tanto, no es de extrañar que sus países de origen estuvieran más o menos implicados en el conflicto. En el juego de la diplomacia, cada uno trató de defender sus intereses reales o supuestos. Los Estados Unidos se mantuvieron oficialmente neutrales, las empresas estadounidenses negocian con las dos facciones. Portugal, Alemania e Italia creen que el éxito nacional garantizaría un aliado firme y leal. La Unión Soviética, que intervino más rápido que las tres naciones citadas, consideraba la victoria del Frente Popular como propia. Inglaterra, más prudente, prefiere una paz negociada, sin vencedores. En Francia, la ayuda y la propaganda oficial del gobierno fue exclusivamente para el Frente Popular, pero Franco tenía fuertes simpatías en el ejército. La opinión pública se dividió. Los obispos de Francia, al igual que los de todo el mundo, apoyaron a la jerarquía católica española, pero un grupo nutrido de católicos encabezados por Maritain, Mounier, Bernanos y Mauriac mostró la aversión más profunda a Franco y sus seguidores.

No acabaríamos de destacar las interesantes perspectivas, demostraciones y conclusiones de este libro. Stanley Payne sabe que la importancia de una contribución a la historiografía de la República y la Guerra Civil española no se debe tanto a la pericia del investigador como a la calidad del historiador. Él sabe que es ridículo afirmar que uno puede descubrir nuevos datos fundamentales en un terreno en que legiones de autores han trabajado durante décadas. Pero tiene una gran ventaja: su rigor y honestidad intelectual. Gracias a ellos, ofrece a sus lectores una visión imparcial, equilibrada y desinteresada, evitando caer en el academicismo o en el conformismo; expone y refuta las interpretaciones cuestionables sin caer en la caricatura o la crítica injusta. Sus errores son raros. Nunca se apartó de una cierta flema anglosajona. Si el espíritu crítico y la empatía parecen contradictorios para algunos, él es capaz de conciliarlos. Aquí, todo es una cuestión de grado, de matiz, de discernimiento, de buen sentido y honestidad. El profesor Stanley Payne: Un gran historiador! En su especialidad, el mejor hispanista del cambio de siglo!
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