Diario de un perseguido (y 4)
Monseñor Anastasio Granados
En la última Semana Santa, como obispo auxiliar de Toledo, don Anastasio estuvo en Talavera de la Reina.
HUYENDO DE LOS ROJOS TOLEDANOS
[CONTINÚA] MES DE AGOSTO
Días 18-27. Pasábamos los días en nuestra habitación, con toda suerte de consideraciones y toda suerte de comentarios con las visitas que teníamos, que se reducían a la familia, a Bautista y a Apolonio. Con frecuencia mandábamos a tío Atanasio a preguntar noticias en Alcaudete, las cuales nos consolaban. También tuvimos con frecuencia carta de mi casa, con noticias terribles sobre la crueldad de los socialistas.
En este tiempo los episodios más curiosos fueron los siguientes:
1. Una noche estábamos tomando el fresco en el patio, cuando oímos en corto intervalo cuatro disparos de escopeta. Se asomó tío Atanasio y la tía Ana le dijo que bajara, que la guardia había sido atacada y que al repeler la agresión, habían tumbado a un hombre. Salió tío Atanasio, estuvo haciendo guardia con el alcalde y el alguacil, y se percataron de que nadie había intentado agredir. Resultó muy cómico todo esto.
2. Otra noche nos dijo tío Atanasio que había llegado su hermano Cipriano, pero que de momento no quería que nos viese. En esto entra tío Cipriano en el patio donde estábamos nosotros, y al sorprendernos, don Bernardo se acercó a una de las columnas y yo me eché al suelo, pero tío Cipriano se percató y precisamente había hecho el viaje para entregarme una carta de mi hermano. Tío Cipriano se entretuvo hablando conmigo y su hermano Casimiro entró a despedirse de él, y poco faltó para que nos viese.
Día 28. Había salido por la mañana tío Atanasio a escuchar los cañonazos acompañado de Apolonio, cuando volvió corriendo a decirnos que saliéramos de la habitación y subiéramos a la hacina de leña que había en el corral, porque se acercaban al pueblo unos cuantos a caballo y desconocidos. Subimos al inverosímil escondite y allí permanecimos cinco cuartos de hora, sudando por el calor y por el apuro del momento.
Oíamos decir a las mujeres que venían buscando a dos que tenían cogidos los de Alcaudete, y en la Fresneda no había otros dos sospechosos fuera de nosotros.
A poco, una niña de la casa dijo que la camioneta que acababa de llegar al pueblo iba a coger a tío Atanasio, con lo cual nos confirmamos en que estábamos descubiertos y nos preparamos a morir. Afortunadamente, tío Atanasio supo despistar a los valientes milicianos de Torrecilla, que iban buscando una cosa que no sabían qué era y los mandó a “Los Villarejos”, volviendo a decirnos que estuviéramos tranquilos y que bajáramos de nuestro escondite.
Estábamos de nuevo en la habitación, cuando las pisadas de unos caballos delataron la presencia de los milicianos y, poco después, la voz de tío Atanasio nos sacó de dudas, diciéndonos que cerráramos la ventana porque los milicianos iban a comer en su casa, pared por medio con nosotros.
Conocí en la voz a Gerardo, mi antiguo amigo, que formaba parte de la expedición y que ellos eran unos “espartanos”. ¿Quién se lo habría enseñado? Entretanto, el Bartolo, jefe de la expedición, decía que tenía una pena muy grande en el corazón, porque había ido a La Fresneda por dos y no los había encontrado. Y con todo, y a pesar de la pena del corazón, comían, bebían y se consideraban felices.
Tío Atanasio les daba bien el paripé. Por fin, marcharon estos y después los de la camioneta del carbón con el tío Lucas, de Alcaudete, dejándonos libres después del susto número tres.
Por la noche había que trasladarnos porque el maestro tenía que venir pronto y las mujeres de la casa se disponían a blanquear la habitación. Muy cerca de las doce y media de la noche, bajó Apolonio de su era, en la que se había entretenido en limpiar grano hasta aquellas horas, y avisó a tío Atanasio que los guardias del pueblo ya se habían ido a acostar.
La travesía se hizo con toda felicidad, a pesar de la luna llena. El magnífico pajar había sufrido notables mejoras: la pajera se había llenado de paja y el boquerón se había tapado. La subida era de lo más ingeniosa, porque era menester subirse encima de una pesebrera, levantar dos tablas que estaban desclavadas y sobrepuestas, apoyarse en los travesaños y dar un salto más que regular.
Arriba quedaba un trecho como de tres metros sin paja, que era la parte donde pasábamos el día y la noche. La cama era la consabida saca de paja y el abrigo de la bien conocida y sobada manta de las mulas de Bautista. Como la luz que entraba por el boquerón estaba impedida, hubo que arrancar algunos adobes de la parte opuesta que daba al corral, con lo cual nos entraba claridad suficiente para leer. Tal era la pieza en que pasamos quince días.
Días 29 agosto-12 septiembre. Se pasaron en el pajar. El reglamento era el siguiente: nos levantábamos cuando bien nos parecía. Yo, nunca muy temprano para que se hiciese el tiempo menos largo. Hacia las 8, se nos servía el desayuno con todo cuidado y cariño. Unas veces proveía Justa y otras, María. Dos calderos de agua fresca del pozo nos proporcionaban aseo y nos refrescaban. La mañana se pasaba rezando, charlando poco y bajo, paseando y, a ratos, trinando.
El peligro duraba de las 10 de la mañana a las tres de la tarde; pasada esta hora, era poco probable la llegada de milicianos forasteros. Comíamos a la una. Dormíamos siesta, cenábamos a las 8 y recibíamos las visitas poco antes o poco después de la cena. Me parece que no cabe mayor señorío en un pajar.
EPISODIOS
En este tiempo hubo ratos de susto y de risas. Véanse modelos:
1. Tenía Apolonio un criado que no se había enterado de que tenía vecinos en el pajar. Una noche, el día del santo de la madre de María, cenaron en aquella casa todos los de la de Apolonio, hasta el criado.
Entretanto, vino a charlar con nosotros Bautista, encendiendo el farol y no nos cuidamos de ocultar el reflejo de la luz. Vino el criado y al ver luz en el pajar, creyó que había fuego y fue corriendo a llamar a su amo. Este le convenció de que no había fuego y que era la luz del farol de Juan, el yerno de tío Cipriano que había llegado aquella noche de Torrecilla.
2. Cuando las tropas nacionales se acercaban a Talavera, visitaban el pueblo milicianos rojos, quizás porque venían huyendo. Cuando aparecían, recibíamos orden de preparar el tinglado, que consistía en poner las sacas sobre las tablas desclavadas, llenar de paja todas las rendijas y ocultar entre la paja todos los libros, la palangana, el botijo y el farol. Llegamos a ensuciar de esa forma nuestro palacete hasta dos veces, pero en ninguna de las dos ocasiones había peligro real.
CONQUISTA DE TALAVERA
Tenía para nosotros particular interés por razones fáciles de averiguar. Supimos que las tropas se acercaban porque el cañoneo era incesante, particularmente por las mañanas; pero después de haber sabido que estaban en Calera, llegaron unos milicianos de Alcaudete diciendo que se había destrozado la columna del ejército, y que habían perecido unos cuarenta, según unos; todos, según otra versión.
Uno de los que tales cosas estaba diciendo, se sinceró ante tío Atanasio y ante el maestro, asegurando que él era fascista, sobrino de un sacerdote y que todo aquello era falso, que la verdad era totalmente lo opuesto.
El día 3 se notó cierto trasiego de gente por aquel pueblecito, y hasta se llegó a decir que los moros estaban en las vegas de Talavera. Por la noche, el alcalde requirió la presencia de más vecinos para que hiciesen guardia con él, y entre ellos estuvieron Bautista y Apolonio.
Sobre las 10 llegó Bautista diciendo que había buenas impresiones, y bien de madrugada llegaron Apolonio y Justa, alborozados, diciendo que Talavera se había tomado y que el Comité de Alcaudete había huido.
Cuando comentábamos todo esto, oímos griterío de la gente del pueblo porque llegaba un soldado que había podido escapar de Talavera, el cual confirmó la toma de Talavera añadiendo detalles hermosos.
A partir de este día, no se tuvo gran interés en mantener la incógnita de nosotros, y se empezó a esparcir la noticia entre las gentes más allegadas, hasta que a los pocos días pasaban de veinte las personas enteradas de nuestra estancia en el pajar.
Empezamos a pensar en nuestro viaje a Talavera, pero convinimos en que había que refrenar las impaciencias de don Bernardo, esperando a que se pacificara toda la provincia, lo cual, creímos que había de ser labor de pocos, muy pocos días.
Nos equivocamos de medio a medio. A los pocos días, sería el día 9, volvió el maestro diciendo que Talavera estaba a punto de ser nuevamente tomada por los rojos, que en las barrancas había muchos miles de milicianos que tenían rodeada la ciudad por todas partes, etc. Entretanto, todos los días se oían cañonazos y nosotros veíamos la salida más difícil cada día.
Se pasó aviso de que los de Torrecilla querían registrar a Apolonio y a tío Atanasio porque habían ocultado armas, y ante el temor de un registro, tuvimos que salir el día 12, por la noche, hacia un valle.
Anduvimos más de media hora, guiados por Bautista; llegamos a un abrevadero, subimos una cuestecita y nos paramos en medio de un valle, debajo de unas coscojas, donde dormimos. Velaba nuestro sueño un bichito, que andaba cerca de nosotros meneando la cacerola donde teníamos la comida, y por no ser menos, una zorra nos saludó muy de mañana con tono bien desentonado desde la cumbre del cerro.
Día 13. Cuando amaneció, salimos de nuestro escondite para buscar otro mejor, y nos colocamos en otra coscoja más ancha, impenetrable para todos menos para nosotros, a quienes el miedo daba ánimo para superar los obstáculos. Pasamos el día tranquilos, sintiendo a las perdices que pasaban cerca de nosotros sin ser molestadas. Solamente a la caída de la tarde, se les antojó a unas urracas llegar hasta aquellos arbolitos, y armar escándalo por habernos visto. Como no servían razones y se trataba de unas cincuenta urracas, que chillaban cada una por veinticinco, nos hicieron pasar un rato de malhumor porque el graznido de aquellos animales podía delatarnos a un pastor que por allí había.
Hacia las 9 de la noche, salimos y nos dirigimos al guango de tío Pedro, cruzándonos con Bautista, que al llegar al sitio y no vernos, temió que nos hubiesen encontrado y nos hubiesen llevado.
En el guango de tío Pedro, vimos a tío Atanasio que había estado todo el día fuera de su casa. Cenamos con él y en su compañía estuvimos unas horas. Sobre las 12, cuando todas las puertas se habían cerrado y hasta los rondadores mozuelos se habían retirado de las ventanas, bajamos al pueblo dispuestos a entrar en otro pajar.
Como el maestro estaba en casa de tío Atanasio, no era posible establecernos en la habitación de antaño, sino que hubo que escoger el pajar, penetrando en él por el boquerón. Bien de mañana, el dueño clavó o cerró la puerta con el pretexto de que los chiquillos subían a jugar al pajar. Quedamos casi sin luz; así pasamos este día con la visita del simpático Eusebio, que olió enseguida que había curas, y charlando con Moisés y con los restantes de aquella familia tan apreciada. Era de vernos cenar con la palangana puesta sobre el farol para que no saliera la luz por las rendijas de la ventana. Así pasó el día 14.
Día 15. Oímos cañonazos desde por la mañana y supimos que un miliciano pasaba diciendo que tenía todo ganado y que él iba con cinco días de permiso. También muy de mañana, llegó Juan al pueblo a ver a su esposa que estaba allí, y dijo que los milicianos iban requisando los colchones de todas las casas para un hospital de sangre que habían establecido en San Bartolomé de las Abiertas. Ante el temor de perder los colchones, las mujeres de la vecindad se volvían locas buscando sitios seguros donde ocultarlos, yendo una buena familia a esconderlos debajo de nuestro pajar.
Escuchábamos nosotros los comentarios cómicos de la gente y contemplábamos los afanes, cuando una mano de chiquillo levanta una tabla de nuestro piso y asoma el rostro de un hombre. Nosotros creyéndonos ya descubiertos, corrimos por la paja desarrollando una escena que debió de ser cómica en extremo.
Por la noche llegaron a La Fresneda nuestros amigos de Torrecilla, tío Gregorio y tío Carlos con sus dos hijos, los cuales avisaron a tío Atanasio de que corría peligro. Tuvieron un concilio en una era y se convino en que había que huir a Talavera. Después de la reunión, acudió tío Atanasio a su casa, y sobre las dos de la madrugada, nos envió al valle ya nombrado a refugiarnos en las coscojas.
Día 16. Lo pasamos en el mismo sitio del día 13, oyendo toda la mañana y toda la tarde la explosión de bombas y el retumbar de cañones en la dirección de Talavera.
Por la tarde vino a nuestro encuentro Apolonio, quien con su laconismo característico nos dijo que habían volado diecinueve aeroplanos nuestros y que habían destrozado una columna roja, que iba sobre Talavera atacando en el puente de Alberche. A mí me pareció ocasión favorable aquella derrota de los rojos para emprender nuestra huida a Talavera, pero se quiso pedir el parecer de todos los compañeros de Torrecilla, el cual fue negativo.
Después de cenar, esperamos debajo de una higuera la llegada de Bautista con tío Cipriano, que había de ser nuestro compañero aquella noche. Cuando llegó y nos saludamos con efusión, empezamos a caminar subiendo siempre hasta el sitio llamado “Valle Collado”, donde había un chozo de pastores de tío Casimiro abandonado. En él pasamos la noche.
Día 17. Amanecimos con frío y con el botijo sin agua. Esto se solucionó bajando tío Cipriano a surtirse en el pozo que allí hay. Pero las subsistencias estaban algo escasas, porque para tres teníamos medio pan y un melón pequeño. A pesar de eso, tuvimos para desayunar y para comer. El día lo pasamos en la sierra de las gatas, hasta las 7 de la tarde.
Hacia las 5 de la tarde, llegó Santos a decir a tío Cipriano que su esposa había llegado con el encargo de que se presentara él con 100 ptas., y que de no presentarse antes de las 5 en Torrecilla, serían todos declarados fascistas. Naturalmente se decretó por el triunvirato que no era prudente presentarse y que era urgente huir hacia Talavera. Todos los demás fugitivos, escondidos en distintos montes de las cercanías, estaban dispuestos a huir también.
Cuando anochecía, nos fuimos acercando al pueblo y nos encontramos a Apolonio vestido de majo, que iba a buscar una pistola que tenía escondida en un huerto. Más adelante nos esperaba Bautista, que había mandado a un hermano suyo a enterarse de la disposición de las guardias rojas. Acudió el hermano con noticias altamente pesimistas, diciendo que las guardias se habían reforzado y que no era posible pasar.
Con estas noticias empezamos a caminar hacia la labranza “El Rosal”, donde nos esperaban los compañeros de expedición. Antes, hubimos de sufrir la despedida de la familia de tío Atanasio, de Elisa la de tío Cipriano, cuyo padre y marido huían con tan pocas esperanzas de salvarse.
Por fin, llegamos al “Rosal” y nos encontramos con unos quince que nos esperaban con cena, dispuestos a emprender el viaje, a pesar de las noticias alarmantes que nosotros llevábamos.
VIAJE A TALAVERA
Salimos del “Rosal” once; a saber: don José Arias, tío Carlos con sus dos hijas, tío Atanasio con Moisés, tío Cipriano, Apolonio, don Bernardo y yo, armados con sendos garrotes para apoyarnos. Todas nuestras armas se reducían a dos pistolones que llevaban tío Atanasio y Apolonio, con seis cápsulas uno, y con catorce el otro. Las provisiones, incluidas en unas alforjas blancas, eran dos panes. La indumentaria, a placer, notando que solamente don Bernardo llevaba zapatos; los demás, sandalias o alpargatas, a excepción de don José que llevaba, para variar, una sandalia y una alpargata.
Yo vestía muy decentemente: llevaba camisa prestada, que me venía bastante corta, traje que fue nuevo el día 21 de julio a la salida del comercio, cuello desabrochado por falta de corbata, que se quedó en el pueblo junto con la gorra, y por fin, alpargatas que me habían costado tres reales y que llevaban ya varias ascensiones por los montes.
No quiero mentar la barba de nueve días y los calcetines caídos por falta de ligas, que hacían muy bien su servicio atando el pantalón, que dejaba al aire lo suficiente de la pierna para recibir las caricias de los abrojos.
El guía era tío Carlos y el plan el siguiente: habíamos de encaminarnos a la labranza llamada “Mecachón”; en ella tío Carlos llamaría al encargado, quien nos daría noticias ciertas sobre la situación de las guardias rojas. Si podíamos pasar aquella noche, lo haríamos; de lo contrario, quedaríamos ocultos todo el día en la finca. Las pistolas tenían por finalidad divertir con su detonación al guardia rojo que nos echara el alto.
Comenzamos a caminar a las ocho y media, y nuestro viaje parecía algo de película. Atravesábamos un campo lleno de abrojos, salíamos a un camino, lo dejábamos; tomábamos la derecha, torcíamos a la izquierda; subíamos un repecho que nos hacía sudar, bajábamos a un valle; parábamos en seco por la llamada de alguno de los más peritos que aseguraba que íbamos extraviados; se deliberaba, se descansaba, se desandaba lo andado, volvíamos a pisar cardos y a perder tiempo.
Pasamos rozando dos labranzas, con el consiguiente ladrido de los perros y, por fin, llegamos a camino abierto; por él habíamos de caminar hasta llegar a La Laguna. Pero cuando llevábamos como una hora en aquel camino, sentimos el reflejo de unos faros de automóvil que nos buscaban insistentemente: eran los faros que tenían los rojos a poca distancia de nosotros. Ante esta sorpresa, no hubo más remedio que correr hacia la izquierda, tumbándonos en un olivar. El plan no podía ya desarrollarse como estaba previsto, y había que buscar en otra dirección la labranza “Mecachón”. Volvimos sobre nuestros pasos, atravesamos surcos y cardos, y bajamos a un valle donde había una noria; aquel agua, bebida algo después de las doce de la noche, era un regalo delicioso y proporcionaba refrigerio y descanso de diez minutos (lo que tardamos en beber todos). Llevábamos unas cuatro horas caminando.
Continuamos nuestro camino y topamos con una labranza, que bien podía ser “Mecachón”. Una media docena de perros enormes y enormemente escandalosos nos quería cerrar el paso, pero nos dejaron avanzar aunque siguiéndonos con sus ladridos largo rato. Quisimos hablar con el pastor, pero no había tal pastor por todo aquel paraje. Avanzamos, anduvimos, subimos cuestas, pisamos agua, trepamos por un zarzal que nos obsequió con algunas de sus primorosas espinitas, y recibimos orden de formar en fila india y en silencio absoluto porque estábamos atravesando el sitio de más peligro, ya que bordeábamos un monte en cuya cima y en la falda opuesta, tenían sus posiciones los rojos.
Buscábamos la labranza de “Mecachón”, pero ni encontrábamos ni había tiempo que perder porque eran más de las dos y media de la madrugada y pronto comenzaría a alborear. Volvimos al charco que habíamos dejado antes, buscamos el cauce del arroyo, tomamos el camino que seguía la dirección del agua y nos decidimos a tomar por guía el curso del arroyo, que nos conduciría, sin saber, al río Tajo y por ende a Talavera, sin saber a dónde nos meteríamos entretanto.
Caminamos, salimos a un arenal y, por fin, dejamos atrás los montes de “Los Baldíos”. En este punto se me acerca tío Atanasio con su pistolón, que no dejaba de la mano, y me dice: “Estamos salvados”. Habíamos atravesado las guardias y dábamos vista a la labranza del “Pino”, sitio muy conocido y en término de Talavera.
Como eran las cuatro y media cuando llegamos a las vegas, se convino que esperáramos la luz del día por temor a cualquier percance desagradable con las guardias moras. Nos sentamos o medio tumbados al abrigo de una retama; se comentó el caso, se escondieron los pistolones, los fumadores, a pesar de las protestas de la mayoría, se empeñaron en echar humo, y entretanto no nos dábamos cuenta de que el frío nos entumecía y nos impedía caminar los cuatro kilómetros que nos restaban.
Muy de cerca de las 6, nos aproximamos precedidos de uno de la comitiva, que llevaba colgado su pañuelo a una vara a guisa de pendón; los demás, llevábamos el pañuelo en la mano.
Un moro nos llamó, varios se acercaron, se pasó aviso a un teniente, que acudió soñoliento, y nos mandaron al capitán.
Una vez entre los moros, todo fueron atenciones, hasta se nos invitó a desayunar. Solamente turbó nuestra felicidad la aparición de un avión rojo que descargó cerca de la gasolinera, sin más consecuencias que ser derribado poco después por uno de nuestros “cazas”.
De “El vivero” donde prestamos declaración ante el Capitán de Regulares, fuimos llevados al cuartel de la Guardia Civil, donde nos entretuvieron hasta después de las doce. La noticia de nuestra llegada se esparció rápidamente, acudiendo mi padre, mi hermana y mi cuñado.
Mi madre no podía dejar la casa que se había llenado de gente, que iba a felicitarla.
Con la llegada a casa, acompañado de los que me habían salvado, y con las buenas noticias recibidas del Sr. Cardenal, quedé tranquilo, dando gracias a Dios por su especial providencia para con nosotros. Después, ya no he tenido que huir de los rojos toledanos.
Pamplona, 25 de noviembre de 1936
El cardenal Pla consagrando obispo a monseñor Granados