Religión en Libertad

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La cruz de Cristo reposa sobre sus hombros, como Cabeza de la Iglesia, pero reposa también sobre cada uno de los miembros de Cristo.

La llamada al seguimiento que nos hace Cristo incluye seguirle pero cargando con la cruz cada día. Será la cruz la clave del verdadero seguimiento, el signo de la pertenencia a Cristo y de la unión real con Él por el bien de las almas, de la salvación del mundo.

Con Cristo se comparte todo, incluida la cruz. Llamados a cargar con nuestra cruz diaria, vamos viviendo de manera que en nuestra propia carne se completan los dolores de la pasión de Cristo y su cruz, en favor de su Cuerpo que es la Iglesia (cf. Col 1,24). La misma forma de vivir Cristo su Cruz redentora es un ejemplo para que sigamos sus huellas, como dirá san Pedro en el himno de su primera carta. La vida cristiana toma una forma, la forma de Cristo, y su Cruz redentora, sobreabundante, es llevada también por el cristiano. No es que nuestra cruz personal se sume a la Cruz de Cristo, que nuestra cruz sea redentora al lado de la de Cristo, sino que es la misma Cruz del Señor que en su peso infinito cae sobre los hombros. Nuestra cruz, entonces, no es otra distinta a la de Cristo, sino una participación en la Cruz del Señor. La cruz aparece en la vida cristiana, sobre todo, por encima de todo, cuando tomamos en serio el anuncio del Evangelio, la extensión del Reino de Dios, la vida apostólica en medio de las realidades temporales. Es decir, cuando la propia vida se ha puesto al servicio del Señor y se entrega a las obras de Cristo. El mundo -la mundanidad, el pecado- se revuelven y descargan golpes sobre quien se entrega de veras al Señor: persecuciones, rechazos, murmuración, críticas... Es una cruz que no viene más que por el rechazo a Cristo y a su Evangelio. Los santos lo saben bien.

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