Viernes, 26 de abril de 2024

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En la Fiesta de Todos los Santos

In Paradisum

por Los Tres Mosqueteros

En el sermón de esta fiesta de Todos los Santos que predicó San Bernardo se pregunta:  

¿De qué les sirven a los santos nuestras alabanzas? ¿De qué le sirven esta solemnidad que celebramos?

Y se responde:

“Los santos no necesitan de nuestros honores, ni de nuestra devoción. La veneración de su memoria es para provecho nuestro, no suyo”

A mí se me ocurre una primera ventaja que es recordar que llegaremos un día feliz a verlos cara a cara, a convivir con ellos, a tratarlos, a maravillarnos, por ejemplo, al descubrir a Abraham sonriéndose con nuestra incrédula admiración, al advertir al arrogante Rey David tendiéndonos su mano vigorosa, al gran pescador de cuyos ojos ya solo caen lágrimas de felicidad, al dulce San Juan extendiéndonos sus cariñosos brazos, a la mujer de Magdala - la del bellísimo rostro -  al contemplarnos, por fin, Allí.

Y esto solo es un brevísimo esbozo, por desgracia infinitamente alejado de la asombrosa realidad que será.

Por eso, San Bernardo exclama atónito: nos esperan los “ya-llegados” y nosotros permanecemos indiferentes. Desean los santos nuestra compañía y nosotros no hacemos caso. Nos esperan los salvados y nosotros no prestamos atención”.

¿Cómo podemos permanecer insensibles ante tan espléndida felicidad?

Que nuestras miradas se esfuercen en éste día por penetrar en ese mundo prodigioso de seres sumergidos en un océano de luz, de fascinantes personas que brillan más que si fueran de puro diamante y con semblantes tan queridos que nos atraerán como imanes fundiéndonos en el más apretado abrazo de amor que nos sea dable soñar.

Por unos instantes, escuchemos imaginativamente a San Pablo qué nos diría: “no te canses de hablar de Cristo, mira como siempre yo aprovechaba ciudades, templos…Y no desmayes por la indiferencia de la gente, piensa en qué alegría tendremos cuando nos reunamos Aquí”.

Y a San Benito que con su séquito de innumerables monjes nos señala la alfombra de oro que le condujo a las esferas celestes diciéndonos con su voz de acentos inolvidables: “mira esta senda, ten valor y libra el combate. Que yo cuento los días que faltan para que tú subas por ella y, por fin, nos veamos”.

Y a San Fernando que, mucho más resplandeciente que cuando en el Alcázar de Sevilla se ceñía su corona, nos dice; “continua, sigue, persevera… que no te imaginas qué corona te espera si no fallas”.

Y Santa Thais; “nadie mejor que yo - te dirá - conoce el vicio que tanto me cautivó en mis años de Alejandría. Por eso, puedo decirte que no vale nada. No te dejes engañar y aspira a placeres humanos que, después de hacerte disfrutar en la Tierra se te centupliquen en el Cielo”.

Todos los que visitan Roma admiran el Panteón: el gran edificio que Agripa, el ministro de Augusto, levantara para honrar a todos los dioses, produciendo así el profundo contraste entre la colosal y sólida arquitectura y la vaciedad de las inanes divinidades a las que fuera ofrendado, pero que,  gracias al Papa Bonifacio IV, adquirió su pleno significado porque el buen pontífice tuvo el acierto de enterrar en él los huesos de los innumerables mártires que yacían olvidados en las catacumbas. Así se inició esta bella fiesta de Todos los Santos que todo cristiano celebra con hondo sentimiento de emoción y gratitud, y sobre todo de esperanza al tenerla en  que un día - por la Gracia de Dios y su trabajo - será también honrado por sus hermanos que aún viven en la iglesia de la Tierra, no sin antes haber visto cómo se hacían realidad los deseos que se expresan en el conmovedor “In paradisum” de la liturgia de difuntos que dice:

“Que los ángeles te conduzcan al Paraíso, que los santos mártires salgan a tu encuentro para introducirte en la Jerusalen Celestial, que los coros angélicos te reciban con sus cánticos y goces para siempre de la Eterna felicidad”

 (extracto de un relato escrito con motivo de la festividad de Todos los Santos, por el padre Miguel de Bernabé (DEP))

Los Tres Mosqueteros

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