Viernes, 26 de abril de 2024

Religión en Libertad

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IV Domingo de Adviento

por Al partir el pan

Miqueas 5,1-4; Hebreos 10, 5-10; Lucas 1,39-45.

«La criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá»

«No soy más torpe cuando tropiezo, que cuando alcanzo la meta. Ni más sabio cuando más títulos tengo. Lo que importa es la verdad que traslucen mi mirada, mis gestos y mis palabras»

¿A qué cosas doy más importancia en la vida? ¿Qué me quita la paz? ¿Qué cosas me alegran? A veces me ahogo en un vaso de agua. Otras disfruto o me turbo por motivos muy pequeños. Hay cosas superficiales que me llenan de alegría. Otras más importantes a las que no les presto atención. Puede llegar a parecerme la vida agotadora y la vivo quejándome de mi cansancio. Como si la vida de los demás fuera más sencilla. ¿Dónde están las causas de mi alegría, de mi descanso, de mi esperanza? ¿Qué cosas llenan mi corazón, qué otras cosas me dejan vacío? Muchas veces me pregunto por qué sufro sin motivo por pequeñas pérdidas, cuando Dios me regala tantas cosas que no parezco valorar. Me obsesiono queriendo manejar mi vida para que todo encaje. Persigo quimeras en el aire que se escapan como castillos de naipes. Como si quisiera atrapar mil pájaros en su vuelo. Como si de mis cálculos dependiera todo lo que sueño para ser feliz. A veces pienso que valoro a las personas por lo que logran, por sus méritos, por lo que hacen. Por sus victorias y sus derrotas. Me fijo en las apariencias. Como si no me importara el fondo. Pero luego me doy cuenta de que no es cierto. De verdad admiro a los demás más por lo que son que por lo que han logrado. Más por su verdad que por su apariencia. Por lo que veo, por lo que me muestran al abrir su alma. El otro día escuchaba a Victor Küppers: «No eres una persona grandísima por el tiempo que llevas trabajando o por los títulos que tienes. Eres una persona grandísima por tu forma de ser. Nadie te aprecia por los años que llevas trabajando, o por tus habilidades. A ti te aprecian por tu forma de ser. Nadie elige a sus amigos por su currículum. Nuestros hijos nos definen por nuestra forma de ser. Cuando uno está desanimado, pierde lo más valioso que tiene, su forma de ser». No somos grandes por nuestro currículum, por los méritos acumulados a lo largo del tiempo, por los éxitos. No nos definen nuestras grandes obras. Soy grande, inmenso, el mejor, a los ojos de Dios por como soy. Dios me ve en mi verdad y sonríe. Me conmueve su mirada. Ojalá yo mirara así. Una persona rezaba: «Señor Jesús, ¡ayúdame a ser como Tú! A mirar, a escuchar, a callar, a hablar, a defender la verdad, a descansar en el Padre. Ayúdame a transparentar tu amor, tu misericordia a aquellos que me rodean. Padre bueno, te entrego mi débil corazón y mi angustia y tristeza. Mi mediocridad y falta de confianza. Mi cerrazón en mi verdad y mi falta de luz para tomar decisiones y mi miedo a equivocarme». Es la oración del que sueña con mirar de otra forma, con amar desde lo más hondo. Es la oración del que sabe cómo ama Dios y sueña con amar de la misma manera. Por eso no quiero olvidar nunca ese amor incondicional de Dios, esa misericordia que se hace carne en Navidad, esa mano que me acoge y bendice y me acepta en mi realidad. No quiero olvidar que no valgo más cuando logro más cosas que cuando fracaso en muchas y caigo abatido y despojado de mi fama. Y no soy mejor persona cuando me reconocen que cuando me ignoran. No soy más torpe cuando tropiezo, que cuando alcanzo la meta. Ni más sabio cuando más títulos tengo. Lo que de verdad importa es la verdad que traslucen mi mirada, mis gestos y mis palabras. Es mi verdad la que es amada por Dios, por los hombres. El amor verdadero se hunde en el pozo de mi alma. Escarba en la tierra buscando el más escondido tesoro. No se contenta con falsas apariencias, no se alimenta de presunciones. No se queda en la fachada con la que oculto lo que escondo.

Quisiera que mi Navidad fuera una fiesta de la misericordia. ¡A veces me cuesta tanto sembrar paz! Quisiera que mis enfados no contaminaran el ambiente. Y mis sonrisas cambiaran a los que me acompañan. Las luces de Navidad se empeñan en vestir mi vida de fiesta incluso cuando no sonrío. Puede ser que logren en parte llenarme de esperanza, de luz, de nostalgia, de aire puro. Puede ser que no logre avanzar lo suficiente para sentirme más libre. Me da miedo poner mi atención en cosas poco importantes, superfluas y perder así el rumbo. Fijarme más en los títulos, en los cargos, en los nombres, en los bienes. Quiero mirar a los ojos de cada persona como lo hacía Jesús, con misericordia. Miraba el corazón de cada uno. Veía lo que nadie veía. Lo que de verdad importa. No sé bien si fijo con claridad mis prioridades en la vida. No sé bien si quiero lo que de verdad quiero. Tal vez no tengo claro hacia dónde voy. Ni siquiera de dónde vengo. Sueño, espero. Me gusta confiar más en los planes de Dios que en los míos. Me gusta creer que lo que tiene pensado para mí es mejor que lo que yo he pensado: «Aquí estoy yo para hacer tu voluntad». Me gustaría decirlo cada día. Repetirlo como una jaculatoria en el fondo del alma. Hacerlo vida con mis gestos. Aunque a veces me turbe pensando que mis planes son mejores, y mis prioridades, y mis objetivos. Le pregunto a Él: «¿Qué quieres de mí, Jesús?». Sé que lo mejor de mí es lo que soy sin necesidad de hacer algo especial. No importa tanto lo que poseo, lo que consigo. Lo que soy en lo más profundo es lo que cuenta, allí donde pocos miran. ¡Qué pocas personas conocen de verdad mi alma! Conocemos mal a las personas. Las apreciamos por lo que parecen, por lo que tienen. Y a veces las apariencias nos confunden. Quiero aceptar la vida como es. Con sus montañas y valles. Con sus caminos confusos. Mi vida, la de los otros. Quiero preparar el corazón para que venga aquel que todo lo puede cambiar. En mi Belén, en mi pesebre. ¿Cómo me preparo para la vida eterna? ¿Cómo sueño los sueños que alguien sembró en mi alma? Miro, busco, mantengo fija la mirada en mi objetivo. ¿Y si Dios me cambia los planes y el camino? Le pediré buen humor para aceptarlo. Una mirada tranquila para mirar más lejos, más hondo. Algo más de paz en el alma. Y la confianza de que mi vida está en sus manos y no me pertenece. La fuente de alegría más verdadera es Él y no tanto lo que persiguen mis manos. Pero, ¡cuánto me turban los remolinos de mi río y sus aguas violentas! Me gustan las palabras de una persona que rezaba: «Señor, sé que, demasiadas veces quizás, te he manifestado mi voluntad de entrega. Sin que quizás haya ido acompañada de una entrega real en el día a día, de actos concretos. Sé que, quizás también demasiadas veces, has visto como caía de nuevo. Ves mi cobardía, mi envidia por los que se entregan mejor y saben serte más fieles. Muchas veces no podré ofrecerte esa fidelidad probada, pero te pido que me levantes siempre con una ilusión agrandada, con más conciencia de mi pequeñez, una pequeñez que me ayude a pasar discreto por el camino hacia la santidad». Sí, quiero vivir con la confianza puesta en Aquel que me levanta cuando caigo. Y me abre paisajes nuevos y desconocidos allí donde yo vivo desconcertado, con vistas algo turbias. Es la esperanza que no cesa en mi alma. El ánimo grande que espera siempre lo máximo de todo lo que emprende. Sé yo también que muchas veces te digo que sí, que quiero hacer tu voluntad, pero pronto me olvido. Y hago lo que quiero. Y busco lo que no me da la paz. Y sueño lo que no es mi sueño. Necesito más fe para mirar más lejos. Más fe para creer en lo que soy, en lo que puedo ser. Quiero que venga Jesús y cambie mi alma.

Me gusta pensar que la misericordia y no el pecado tiene la última palabra en mi vida. El perdón que calla la ofensa. El abrazo que sana la herida. El consuelo que se convierte en mano que acaricia el pecho dolorido. El beso que acoge al que se había perdido. Decía el Papa Francisco al abrir la puerta santa: «La historia del pecado solamente se puede comprender a la luz del amor que perdona. El pecado sólo se comprende bajo esta luz. Si todo quedase relegado al pecado, seríamos los más desesperados entre las criaturas, mientras que la promesa de la victoria del amor de Cristo integra todo en la misericordia del Padre». Y a veces creo que me detengo más en el pecado que en el perdón. Me turba más mi error que mi sanación. Me detengo más en la caída que en el abrazo. No lo sé. Me falta valor para compartir la vida, los miedos, los sueños. Las heridas y los errores. Decía Carl Rogers: «Cuando percibo tu aceptación total, entonces, y sólo entonces, puedo mostrarte mi yo más suave, mi yo más delicado, mi yo más amoroso y, sobre todo, sólo entonces, puedo mostrarte mi yo más vulnerable». No soy de hierro, más bien soy de barro blando, y me asusta el rechazo. Por eso sólo si me acogen como soy me muestro por completo. Y puedo vivir toda mi vida de fachadas si no me dejo cambiar por Dios, si no me abro, si no me expongo sin miedo. Quiero que Dios ilumine mis sombras y mi noche. Me sorprendo cuando otros comparten su vulnerabilidad sin temor alguno, mientras yo me siento impotente para verbalizar mi pobreza. Miro mi debilidad escondida en mis entrañas. No estoy solo. Me falta mirar más hondo, adorar más a Dios en el silencio de mi alma y encontrar la paz de su abrazo. Tal vez me he acostumbrado sólo a recibir. Y me cuesta tanto dar. Quiero poner en el corazón de Dios todo lo que me agobia, lo que me inquieta, mi pecado, mi pobreza. Quiero aceptar que Dios me ponga donde quiera ponerme. Me lleve donde quiera llevarme. Él lo sabe mejor todo. Quiero que tome posesión de mí por entero. Sé que es verdad lo que hoy escucho: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas; no aceptas holocaustos ni victimas expiatorias». Tal vez Dios sólo quiere mi sí humilde. No quiere mis sacrificios, mis ofrendas. Quiere mi corazón arrepentido y con ganas de dar la vida. Quiere mi alma expuesta, abierta. Le decía San Ignacio a Francisco Javier cuando parte a las Indias: «La vida interior importa más que los actos externos; no hay obra que valga nada si no es del amor reflejo. Mézclame, de vez en cuando, en el trabajo requiebros y jaculatorias breves, que lo perfuman de incienso. Ni el rezo estorba al trabajo, ni el trabajo estorba al rezo. Trenzando juncos y mimbres se pueden labrar, a un tiempo, para la tierra un cestillo y un rosario para el cielo». Me gusta esa poesía llena de vida y esperanza. Vivir en Dios lo sencillo de la vida. Las caídas y los logros. Los silencios y los miedos.

Quiero ser capaz de decirle que sí a Dios aunque me asuste. Entregarle la vida aunque le haya defraudado muchas veces. ¿Dios se siente alguna vez defraudado? Me cuesta imaginármelo. Yo sí, es verdad, y proyecto mis sentimientos en Dios. Me siento defraudado cuando me fallan, o me hieren, o no están a la altura de lo que espero, o no me tratan bien, o no me respetan. Me defraudan cuando prometen y no cumplen. Cuando no son radicales en la entrega, cuando viven vidas mediocres lejos del ideal que yo sueño. ¡Qué lejos estoy de la mirada de Jesús! Que ni siquiera mira así desde el madero a aquellos que le matan. Ni a los que lo abandonan dejando a María sola al pie de la cruz. Pero yo sí sufro, sí me siento débil juzgando a los hombres, juzgándome a mí mismo. Miro así a los demás, sin misericordia y me miro a mí mismo de la misma manera. Cuando soy débil, impotente, incapaz. Me entristezco, me duele mi pobreza. Decía el P. Kentenich: «La cruz de la impotencia. ¡Cuán profundamente la experimentamos! Debemos aguantar y aceptar nuestras debilidades y, no obstante, trepar hasta el corazón de Dios»[1]. La impotencia para hacer lo que Dios me pide. Necesito mirarme como Dios me mira. ¡Cuánto me cuesta! Me mira mucho mejor de lo que yo me veo. Quiero abrazar sus sueños y hacerlos míos. Quiero que sus ojos sean los míos. ¿Qué quiere Dios de mí? Miro los árboles que se despojan de sus hojas. Pierden su orgullo. Se muestran débiles, frágiles en invierno, sometidos por el viento. Duele ver su majestuosidad perdida. Su vigor apagado. Se elevan erguidos, desnudos, inermes, esperando. Han perdido todo su follaje y aparecen sin belleza ante el mundo. Pero no se esconden, permanecen fieles pegados a su tierra. Temo que al perder mis hojas verdes pierda la fuerza y hondura de mis raíces. Quiero tener un tronco firme, y raíces profundas. ¿He perdido yo las hojas en el camino de la vida? ¿Me he despojado de mi follaje para dejar que se vea mejor el rostro de Dios? ¿He perdido la fuerza, la pasión, la alegría? Espero que no. Desde la ventana, cuando caen las hojas, las ramas desnudas de los árboles, dejan ver mejor el santuario. Yo tengo hojas que sí puedo perder. Las del orgullo, las de la vanidad, las del egoísmo. Pero, ¡cuánto me cuesta perder esas hojas! Me gusta el reconocimiento del mundo. Como rezaba una persona: «Me gusta ser visto por la gente, Jesús. Cuando hago algo bueno, cuando actúo bien. Me gusta el reconocimiento y el apoyo, la palmada en la espalda, el aplauso. No sé cómo lo hago pero dependo de los likesde los hombres en mi vida. Y me olvido del me gusta de Dios cada mañana. No te miro, Jesús, no te busco. Siento que sin ti estoy vacío. Ahora veo la cuna de mi vida vacía. La veo llena de ídolos, pero Tú no estás. Perdóname. Quiero tenerte dentro para que llenes la cuna de mi alma ahora vacía. Déjame que te busque, déjame que te quiera. No sé, Jesús, no sé qué haría sin ti. Necesito que vengas, mientras yo vago vacío». Quiero aprender a vivir vacío de aplausos, de halagos, de mi ego, de mi orgullo. Vacío del reconocimiento de los hombres, de mi fama, de mis logros. No quiero que me aprecien por mi currículum. Y yo me empeño en llenarlo todo de cosas para justificar el valor de mi vida. Si me aprecian sólo por lo que hago, mal asunto. Quiero que me aprecien por lo que soy. El primero que me mira así, con amor infinito, conmovido, es Dios mismo. Eso me alegra. Pero, ¡cuánto me cuesta hacer el ridículo! Que se rían de mí. Despojarme del control de la vida. Exponerme a que otros sean mis manos y mi voz, dándome órdenes al oído. Dejando de ser yo el que lo controle todo. Quisiera yo también llenar de Dios mi cuna vacía. Despojarla de hojas. Las ramas mudas. Vaciar mi alma para llenarla de Dios.

Me gusta mirar a María rumbo a Ein Karen. Me gusta su paso presuroso por la montaña. Me conmueve el amor en camino. El amor que sube montañas. El amor que atraviesa las puertas. María se pone en camino. Su adviento tendrá dos caminos. Este hacia Isabel y el otro hacia Belén. El primero le sale del corazón. El segundo lo marca la ley. El camino hacia Ein Karen es espontáneo, brota de su alma, sin dudarlo. Este pasaje habla del alma de María. Quiere llegar pronto para poder ser más útil: «En aquellos días, María se puso de camino y fue a prisa a la montaña, a un pueblo de Judá». Sale con prisa, presurosa, pero va segura. María camina y guarda dentro a Cristo. En su alma. Muy hondo. ¡Cuánto hablaría con Él! Lo acariciaría en silencio. Camina con la decisión firme de ayudar, de ponerse a servir. No puede perder el tiempo. ¿Por qué no fue más prudente y se quedó cuidando a Jesús en su vientre? Me he hecho esa pregunta tantas veces. ¿Por qué María, José y Jesús no fueron prudentes? ¿Acaso no tengo que ser yo prudente en mi camino? Dios tal vez quiere que no me cuide tanto. Que confíe más en Él y menos en mis fuerzas. Que me abandone y me exponga. Que no tema el ridículo ni la crítica. Que no puedo controlar todas las reacciones de los hombres. Sus opiniones, sus palabras y sus gestos. María se arriesga y se expone. Porque cree en la promesa de Dios. Alguna tradición muestra que San José la acompañó y no viajó sola. Me gusta pensarlo así. Que no la dejó sola en ese camino lleno de riesgos. La cuidó y la protegió. Pienso en la admiración de José hacia María que, al enterarse de que estaba embarazada, sale a ayudar a Isabel. ¡Cuánto la debió amar José! También sufriría por ella. Todos queremos proteger a los que amamos. Me gustaría ser como María. Salir de mí mismo como María. Dejar todo lo que hago y ponerme en camino hacia el que me necesita. A veces espero a que me digan que me necesitan para moverme. No tomo la iniciativa. Me gustaría aprender de María a ponerme en camino hacia el que no me lo pide. Sólo por alegrarle, solo porque pienso que me necesita. María se fue a un pueblo en la montaña. Una cuesta larga lleva a la casa de Isabel allí en Ein Karen. Una cuesta larga y difícil. María fue valiente. Eso me conmueve. Quizás tuvo miedo pero su miedo no la retuvo, no impidió su misión, no limitó sus pasos. ¡Tantas veces me quedo yo quieto por miedo a perderme! Me da miedo enfermar, estar yo mal, agotado, herido. Tengo un ombligo muy grande. Preocupado siempre de lo que necesito, de lo que me hace falta. Una persona me comentaba con algo de tristeza: «Al final parece que cada uno va a lo suyo. Eso me entristece». Como si los hombres perdieran el tiempo en esa angustiosa lucha por sobrevivir. Hoy María me enseña que no vale tanto la pena guardar la vida. Porque el que la guarda la pierde. Y yo la pierdo cuando no la doy. Si no me desgasto amando, no amo de verdad. Si mi amor no me exige renuncia, no es verdadero mi amor. Si mi amor no me lleva a salir de mi comodidad, de mi tranquilidad, no estoy amando. Me gustaría sorprender a los que quiero, hacer más cosas gratis como María, no esperadas ni exigibles. Dar una medida generosa en la vida. No guardarme, no protegerme, no defenderme. Aunque me deje el alma hecha jirones. María amaba con toda su alma a Dios, a Isabel, a los hombres y no duda en dejarlo todo y salir hacia Ein Karen. Es impresionante ese paso presuroso de María llevando a Jesús. Es impresionante su actitud firme y segura. Me gusta su calma y su firmeza, su temple y su alegría. Decía el P. Kentenich: «Ella nos trajo una vez al Redentor y volverá a hacerlo hoy también. Es nuestra esperanza. Llevamos en nuestros corazones el anhelo de redención que palpita en estos tiempos. María, la gran portadora de Cristo, la que alumbra a Cristo, la que ayuda a Cristo en toda la obra de salvación, ha preservado nuestro instinto de lo infinito tomándonos en su escuela. Ella fue fortaleciendo más y más en nosotros dicho instinto»[2]. El primer camino de amor de Jesús en la tierra es hacia el más necesitado. Y lo hizo dentro del seno de su madre. Me gustaría llevar a Dios por los caminos con mi presencia. María sigue trayendo a Jesús hoy en su seno. Sigue corriendo presurosa a la montaña. Busca llegar a servir. María es mi esperanza. Tengo un anhelo inmenso de infinito. Cuando amo de verdad quiero hacerlo para siempre. No me conformo con amar a medias, por un tiempo. El amor verdadero me pone en camino. ¿Dónde estoy cómodamente sentado esperando a que la vida pase? Ponerme en camino es un esfuerzo. Exige. Me cuesta. Me duele. Ponerme en camino y dejar mi zona de confort, donde estoy bien. ¿Para qué dar más?, pienso. Pero el amor de Cristo me urge: «Caritas Christi urget me». Ese grito de S. Pablo resuena en mi corazón. Llevo a Jesús como María. Decía el P. Kentenich citando a S. Pablo: «Esta antigua consigna que nos transmite san Pablo adquiere ahora su sentido más pleno y creador de felicidad beatificante: - No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí (Gál 1, 10). Si Cristo vive en mí, entonces también el Espíritu Santo mora en mí»[3]. El amor de Cristo en mí. La presencia de Jesús en mi vida. ¿De dónde tengo que salir yo en este adviento? ¿Hacia dónde me pongo en camino? No consiste en ir a cualquier lado. Supone salir de mí para ir al encuentro de alguien. María sale de sí misma para ir a encontrar a Isabel.

Cuando María llega, los dos niños se encuentran. «Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre». Siempre me ha conmovido ese encuentro sin palabras. La alegría de dos niños que no se conocían todavía. La alegría del Salvador. Jesús llena con su presencia la casa de Isabel. Se llena todo de alegría. El amor de Jesús en el seno de María se convierte en fuente de vida. Hay personas que irradian alegría cuando llegan a un lugar. Sin decir nada transmiten la alegría de Dios. Su hondura y su misterio se toca cuando estás con ellos. Su presencia cambia el ambiente para bien. Alegran. El otro día leía: «El reino de Dios se hace presente donde las personas actúan con misericordia. Lo que hay que hacer es introducir en la vida de todos la compasión, una compasión parecida a la de Dios; lo primero era entender y compartir la alegría de Dios»[4]. La alegría del encuentro. La alegría que nos viene de Dios. La misericordia hace posible que llenemos de alegría el corazón de los hombres. La compasión hacia el que sufre y necesita alegrar su vida. María se pone en camino y le lleva la alegría de Jesús a Isabel. María transforma la casa de su prima al llegar. La llena de luz y de vida. De esperanza. Lo cambia todo. Ojalá mi vida lograra que otros saltaran de alegría al verme. Ahora en las fiestas navideñas lo deseamos. A veces es difícil. Se dan cenas tensas en las que no todo sale perfecto. No hay alegría y los temas que se hablan son superficiales. Todo es demasiado serio. ¿Cómo lograr que otros salten de alegría? La única forma es estar yo lleno de alegría. Alegrarme con la vida que llevo. No andar buscando que me aprueben. Estar en paz conmigo mismo y con el mundo. No es tan sencillo, pero es lo que deseo. María llega y llena todo de alegría. Y Juan salta de alegría en su seno. Las miradas se encuentran llenas de amor y esperanza. De viento y luz. De sonrisas y sueños. Es el encuentro que cambia el corazón. Se abre la puerta. El corazón de Isabel se abre. El corazón de María llega abierto. Porque la misericordia llega a nosotros. Dice el Papa Francisco: «La puerta santa simboliza a Jesús». La puerta que se abre es Jesús mismo. Me emociona pensar en la alegría de Isabel, en la alegría de María. La alegría provocada por Jesús. Es un hondo encuentro de amor. Un encuentro de misericordia. Una mirada basta para cambiar nuestra vida. La mirada de Isabel, la mirada de María. Una mirada y el corazón se llena del Espíritu Santo. Leía hace poco una oración de Ernestina de Champurcín: «Un día me miraste como miraste a Pedro. No te vieron mis ojos, pero sentí que el cielo bajaba hasta mis manos. ¡Qué lucha de silencios libraron en la noche tu amor y mi deseo! Un día me miraste, y todavía siento la huella de ese llanto que me abrasó por dentro. Aún voy por los caminos, soñando aquel encuentro. Un día me miraste como miraste a Pedro». La mirada de Jesús sobre mi vida. La mirada de un amor que no espera que lo haga todo bien. Que me quiere como soy, despojado de mis títulos. Que me ama en mi verdad, en lo más hondo. Y el corazón se llena de alegría cuando se sabe amado. Es la mirada de la misericordia. Ese encuentro entre dos mujeres es el encuentro entre Dios y el hombre. Dios oculto en el seno de María. Dios mirando en los ojos de María. ¡Cómo me gustaría aprender a mirar de esa forma! ¡Cómo me gustaría mirar con amor, con misericordia! Abajarme, para estar a la altura de todo hombre. Mirar a los ojos, sin turbarme. Amar mirando, mirar amando. Si aprendiera a mirar como Dios tal vez Él podría amar a más hombres a través de mi mirada. Podría regalar su misericordia. Esa misericordia que no me acabo de creer del todo. Siempre espero que Dios me quiera más cuando no peco, cuando cumplo su voluntad en todos los detalles. Siempre espero una mirada esquiva cuando me alejo, un reproche callado, una decepción muda. Siempre espero un silencio cargado de expectativas incumplidas. Una palabra que muestre desaliento. ¡Cuánto me cuesta creerme la misericordia infinita de Dios, haga lo que haga! Decía el P. Kentenich: «Dios no nos ama porque nosotros seamos buenos y nos hayamos portado bien, sino precisamente porque es nuestro Padre. Porque su amor misericordioso fluye con más riqueza hacia nosotros cuando aceptamos con alegría nuestros límites, nuestras debilidades y miserias, porque las consideramos como razón esencial para que su corazón se abra y nos compenetre su amor»[5]. Y yo me desgasto tratando de hacerlo todo bien. ¡Cuánto me gusta agradar a todos! Y aún más agradar a Dios. Vivo haciendo las cosas bien para ser aceptado. Y espero resultados como pago por el bien hecho. Como si en la vida no valiera la gratuidad, ni el desborde del amor infinito allí donde apenas uno logra amar.

Hoy me detengo en los dos saludos. El de María a Isabel. El de Isabel a María. La forma de saludar de María alegre, cariñosa, llena de vida y sonrisas. La de Isabel acogedora, deseando que María pudiera descansar después de un largo viaje. Las dos viven descentradas. Piensan en el otro, no en ellas. Me gustaría pensar en mi forma de saludar. ¿Cómo saludo cuando llego yo al trabajo? ¿Cómo saludo al llegar a casa? ¿Cómo saludo cuando me encuentro con alguien en el camino? A veces voy tan rápido, tan metido en mí mismo, que paso delante de la puerta del alma del otro sin darme cuenta. Cuando entro en mi casa y saludo, ¿llevo a Dios, su paz, su alegría, como María? Cuando acojo al que llega a casa, ¿le bendigo como Isabel hizo con María, o me quejo de mis problemas y me molesta su presencia? A veces saludo con quejas, con desgana, molesto. Pienso que el saludo es la puerta de entrada a la intimidad entre dos personas. María entra en casa y saluda después de un largo camino. Isabel la recibe con una alabanza y se encuentran en lo más hondo. María e Isabel han salido de sí mismas y se miran la una a la otra, piensan en la bendición de Dios que ha irrumpido en su historia. María sale de su casa porque piensa en Isabel y en ese milagro que Dios ha hecho de regalarle un hijo cuando parecía imposible. Isabel oye a María y bendice a Dios por ella, por su fe, por su valentía, por Jesús. Antes de hablar de sí misma, de su alegría, de su sorpresa, se conmueve ante María, ante esa niña, ante su fe valiente, ante su amor, ante su humildad. Me conmueven la fe de María y la fe de Isabel. ¡Cuánta belleza en las palabras de Isabel!: «Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: - ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá». Lucas 1,39-45. Es más dichoso aquel que ha creído. Aquel que cree en el Dios de su historia, en el Dios de la misericordia. María ama y es creativa en su amor. Se pone en camino sin esperar a que se lo pidan. Se adelanta. Da más de lo que le corresponde dar. Tiene fe en Dios. María llega. Isabel escucha y se alegra su alma. La mira, sabe que lleva a Dios. Y el canto de alabanza de Isabel no es por ella misma, sino por María. Y se siente pequeña ante María. Es un momento de mucha humildad. Después hablará María, pero primero es Isabel la que se reconoce pequeña y alaba a Dios por las maravillas que ha hecho en su prima. ¿Cómo miro yo la vida de los más cercanos? Me gustaría aprender de Isabel a alabar a Dios por lo que hace en los demás, en los que más amo. Sin compararme, sin ponerme yo en el centro, sabiendo mirar al otro de la misma forma como lo mira Dios. Isabel mira a María de la misma forma como la miró el Ángel Gabriel. Inclinándose. Llena de gracia. Desborda agradecimiento. María no dice nada al llegar, sólo es su presencia. Me gustaría saludar como Ella, poniendo el corazón, preocupándome del otro. Me gustaría tener ese oído y esa mirada pura de Isabel, capaz de ver a Dios en los otros, en la vida. Capaz de alabar a Dios en lo que pasa en la historia de los que amo. Capaz de arrodillarse ante la puerta sagrada del alma del otro, y adorar a Dios ahí. El encuentro entre María e Isabel marca el comienzo de muchos encuentros de Jesús con cada hombre. En este año de la misericordia María nos muestra este camino en el que su corazón misericordioso se ensancha. La misericordia no es envidiosa, ni piensa en sí misma, ni es cómoda, ni sabe contar cuánto doy y cuánto recibo. Esa misericordia nos la muestra María hoy. Sale a consolar, a acompañar, a estar con quien lo necesita. Miro su camino. Miro su amor y su fe. Su secreta alegría por alegrar a Isabel. ¿A quién tengo que saludar especialmente? ¿A quién tengo que alegrar? ¿Soy capaz de alabar a Dios por el milagro de los más cercanos? Le pido a Dios los pies de María y la mirada de Isabel. Llega Jesús. Él me enseñará a caminar y a mirar. A consolar y a encontrarme con cada persona que me salga al camino. A veces me siento instalado. Y le pido a María que llegue a mi hogar, que me salude, que haga saltar mi duro corazón, que reconozca a Dios en todo lo que me rodea. ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?

 



[1] J. Kentenich, Hacia la cima

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