Viernes, 26 de abril de 2024

Religión en Libertad

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XXX Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan

Jeremías. 31, 7-9; Hebreos. 5, 1-6; Marcos. 10, 46-52.

« ¿Qué quieres que haga por ti? El ciego le dijo: - Rabboni, ¡que vea! Jesús le dijo: - Vete, tu fe te ha salvado»

«Quiero agradecer la luz del camino, la lluvia que me da paz. La oración es necesidad. Es el aire que respiro. Quiero orar como hablo con un amigo. Sin miedo. Confiado. Abandonado»

A veces pienso que tenemos muchas defensas en la oración. Defensas que nos impiden el contacto hondo con el Señor. Cara a cara, con el corazón abierto. A veces rezamos para los otros, para los que escuchan, para quedar bien. O rezamos pidiendo milagros, que las cosas sigan el curso que nosotros queremos. Casi como si Dios fuera un hacedor de milagros. Otras veces pienso que la oración se convierte en una queja por las cruces que sufrimos, un desahogo de rodillas ante ese Dios que no cuida a los que le aman. Un Dios ausente y lejano. Nos volvemos quejumbrosos. La gratitud no forma parte de nuestro silencio ante Dios. Me encantaría que mi oración fuera siempre un diálogo de amor con un amigo. Un estar con el Señor, en su barca, en la mía, en su orilla, en mi orilla, sin hablar, hablando, caminando pausados. Pero ahí, en ese espacio sagrado del corazón en el que cabe un mundo entero. Creo que nos cuesta alabar y pedir que el Espíritu Santo venga al corazón y lo transforme todo, poco a poco, o de golpe. Decía el Papa Francisco: «Debemos darle espacio al Espíritu para que nos aconseje, y dar espacio es rezar. Rezar para que Él venga y nos ayude siempre». La oración de alabanza nos ayuda a recuperar esa oración espontánea de los niños. Esa oración sin forma, sin estructura, sin esquemas, sin palabras bonitas, sin demasiada poesía. Esa oración de la que no tengo que sacar nada, de la que no tengo que extraer conclusiones, ni decisiones. Esa oración que consiste en perder el tiempo con Dios, a solas con Él, caminando tranquilos por la ribera de un mar inmenso. Esa oración que es compañía. Esa oración libre que descansa al alma. Esa oración agradecida que me llena de paz. Me gustan esas palabras con las que rezaba el cura de Ars: «Mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida. Y prefiero morir amándote que vivir un solo instante sin amarte. Dame la gracia de morir amándote y sintiendo que te amo». Una oración que es un encuentro de amor. En el que amando somos amados. Y llenándonos de amor nos vaciamos por amor. Esa oración que es vaciamiento y plenitud. Abandono y presencia. Esa oración sencilla de pocas palabras y muchos abrazos en el corazón. Una persona rezaba: «Creo que el mar infinito que no abarca mi vista es el mismo cielo que me espera. Sé que me quieres. Lo sé porque lo he visto. Tal vez no he visto tu rostro, pero sé que me buscas, que me esperas, que me alientas, que me amas mucho más de lo que yo soy capaz de amarme a mí mismo. Y sé que me amas en aquellos que me aman. Y estás presente en los que me quieren torpemente, a veces queriendo retener lo que no les pertenece. Déjame confiar en medio de la noche. Cuando el rumbo no parezca claro. Déjame mirar en soledad lo que tienes pensado para que mi vida sea plena. Creo, sí, creo en ti, en tu amor, en tu misericordia». Me gustaría alabar a Dios siempre en el silencio de mi corazón, en la soledad de mi alma. Alabarle por la vida que me ha dado, por la oportunidad de amar que siembra cada día a mi paso. Quisiera ser más agradecido y menos pedigüeño, más confiado y menos quejumbroso. Porque a veces las cosas no resultan como quiero y me ofusco, y me niego a abrazar una voluntad que no es la mía. Y reniego de mi amor primero y me olvido de los síes perdidos en papeles que entregué en gestos de amor hondos y sinceros. ¿Dónde quedaron entonces mis buenas intenciones, mis palabras solemnes, mis deseos verdaderos? Desparramados en días pasados. Y mi corazón se rebela cuando antes se había entregado por entero. Quiero que mi oración sea siempre cantarle la misma frase, repetir el mismo canto, alzar la misma mano hacia su encuentro, dejarme tocar de nuevo en sus silencios. Quiero sentirme pequeño para caber en su palma. Quiero que la luz del sol ilumine todas mis sombras y se acabe la soledad que sufro cuando no veo su rostro, cuando no logro llenarme. Quiero agradecer la luz del camino, la lluvia que me da paz. Quiero amarle más de lo que le amo y notar su voz sosteniendo mi desánimo. La oración es necesidad. Es el aire que respiro. Y si aún no lo es, es que todavía estoy muy lejos. Quiero quitarme defensas. Quiero orar como hablo con un amigo. Sin miedo. Confiado. Abandonado en sus manos.

En el corazón de María no hay defensas. Ella no tiene barreras. Allí puedo descansar como un niño en brazos de su madre. María tiene un alma inmensa libre, sin orillas. Un alma en la que mi barca puede navegar tranquila. Me gusta el poema del P. Joaquín allende: «Muro de hielo, torrente de montaña, bajando desbocado, sin remansos ni playas. Así era mi alma antes de que Tú llegaras, antes de tu vida sosteniendo la mía, antes de tu barca tomando posesión de mi historia. Desde cuando acepté que me alzaras como río en el hueco de tu mano, para hacerme el alma navegable con la temperatura de tu paz. Desde entonces pueden recorrerme los navíos y los débiles, sin peligro de encallar en mi dureza, pueden recorrerme a su velocidad mejor, pueden por merced tuya María, pueden dentro de mí, alcanzar el océano del Padre». María no tiene el alma dividida en compartimentos estancos. Su alma es navegable. Limpia, honda, pura. No hay cajones en su interior. Me conmueve. Tengo cabida en Ella. Todos tienen cabida. No necesito pertenecer a ningún grupo para estar en Ella. No necesito ser especial, ni estar sano. Ni tener muchos talentos, ni llegar sin haber cometido ningún pecado. Basta con que quiera estar a su lado. Descansar en sus brazos. Mi alma suele estar dividida en muchos compartimentos. En ellos voy colocando los distintos aspectos de mi vida. No se comunican. Uno al lado del otro. Mantengo cerradas las cajas en las que se encuentran los problemas y los miedos. Así todo parece más seguro. Mi alma tantas veces es un muro de hielo, un torrente desbocado. No hay remansos ni playas. No hay paz en todas sus orillas. Caigo en el error de clasificar a las personas por sus talentos, por sus defectos. Las coloco en un cajón, las saco de otro. Y así clasifico y juzgo y condeno. Me gusta el alma de María que no tiene cajones. No hay nombres que separen. Ni divisiones que excluyan. Todos caben dentro. En un mismo lugar común que vale para todos. Me conmueve. No hay carta de presentación, ni títulos que pueda presentar en mi defensa. En María todos caben. Mi alma puede llegar a parecerse un poco a la de María. Algún día, si me dejo educar por Ella. Mi alma cabe como un río en el hueco de su mano. Y Ella la hace navegable. No sé cómo, pero lo logra. Y entonces muchos podrán navegar por mí, como yo navego por María. Sin juicios. Aceptando al ciego y al mendigo. Al rico y al poderoso. Todos en el mismo lugar. Sin distinciones. Me gustaría ser así. Siempre libre. Sin defensas. En la vida me gustan las defensas, los muros, las divisiones. Separo y divido. No me gusta hacerlo y lo hago. El mendigo a un lado, al borde del camino. El discípulo amado, en el mejor puesto. No me gustan los compartimentos pero los tengo. Los grupos cerrados. Las clases que dividen. A Jesús, como a su Madre, no le gustan los grupos. Para Él no había divisiones. Él no juzga por el nombre, por la apariencia. Tiene un alma grande y libre como la de María. Un alma sin divisiones, como la que yo suplico cada día. Un alma pobre.

Creo que a veces me falta la actitud de los niños para mirar bien a Dios. Su actitud libre, confiada y sencilla. Me cuesta orar con el corazón, con la inocencia de los niños que yo ya he perdido. Mi fe se vuelve superficial muchas veces y me falta la confianza del abandono. Calculo, estudio, mido. Y no me abandono. Me cuesta rezar y descansar en Jesús como los niños en los brazos de su madre. Dios no llega a mi subconsciente, porque no le dejo. No penetra en el fondo del alma, no llega al corazón, a lo más íntimo de mi ser. ¿Por qué no me dejo tocar por su mano? ¿Por qué pongo defensas a su amor infinito? Quisiera ser confiado como los niños, libre como los niños. Me gustan los niños que disfrutan de la vida, aprovechan cada instante, saborean el presente. Pero es verdad, lo sé, que ser niño no es sólo disfrutar. No es una actitud inmadura ante la vida. Todo lo contrario. Queremos ser esos niños maduros que confían y entregan con amor su corazón por entero. Así lo explica el P. Kentenich: «La infancia espiritual no es ante todo disfrutar sino entregarse. Consiste en arriesgar un máximo de amor basándose en un mínimo de conocimiento puramente natural»[1]. Ser niños nos exige aprender a confiar en el amor de Dios, en su misericordia. Creer que Él camina con nosotros. Pero a veces nos falta esa actitud confiada en la vida. Hacemos planes y nos apegamos a ellos. Me falta esa mirada llena de asombro: « ¡Cuán grande es la capacidad de asombro de un niño!»[2]. Y yo me cierro. Me falta unir mi vida cotidiana con Jesús que pasea por la ribera del mar de mi vida. Pasea por mi playa, por mi arena y yo voy a lo mío. Se detiene ante mis dolores y no le veo. Se conmueve con mis lágrimas y ríe con mis torpezas. A veces veo que mi fe se tiñe de protestantismo. Como si creyera en un Dios ausente y lejano, en un Dios que no interviene en mis obras y yo vivo sin notar su mano. Hago y deshago, sin escuchar lo que Él desea. Quiero aprender a alabar a Dios por la belleza de mi vida. Sorprendido ante los milagros pequeños de cada día. Me falta ingenuidad para mirarme bien y mirarle a Él mejor de lo que lo miro. Me falta mirar más con el corazón mi propia vida, a los hombres, a Dios. Sin caer continuamente en la condena y en el juicio, en la sospecha y el rechazo. Me gustaría abrir más mi alma para que Dios pudiera vivir en mis oscuridades y sembrar algo de luz allí donde yo no logro descifrar bien los caminos. Quiero ver y no vivir ciego a su paso por mi vida. Quiero saberme amado por Él, cada día, haga lo que haga, pase lo que pase. Quiero aprender a sentirme amado siempre. Y poder servir así siempre desde el amor. La vida es más para alabar que para llorar, más para dar que para recibir, más para disfrutar el momento que para lamentar las pérdidas. Más para agradecer que para lamentarme. Nos quedamos tantas veces prendidos en el pasado. Llorando por las cosas que no tenemos, por los logros que no alcanzamos. Decía el P. Kentenich: «Suelen atormentarnos preocupaciones relacionadas con nuestro pasado. Pero lo pasado, ¡pisado! Sólo debo preocuparme de vivir despreocupado; porque el Padre es el que empuña el timón de la barca de mi vida»[3]. La misericordia de Dios en mi vida se manifiesta de muchas maneras. En el dolor y en las alegrías. En el fracaso y en el éxito. Dios está siempre, no se muda, no me abandona. Siempre quisiera vivir con gratitud. Mirar agradecido. Dios me da la luz en la cruz y en el dolor. Ilumina mis pasos, sostiene mi cansancio. Es importante alabarle en todo momento y no dejar de sorprenderme por todo lo que hace por mí. Pero sé que el demonio me tienta a menudo cuando no logro experimentar su amor y me creo abandonado, sólo, arrojado en medio de la vida. Y me hace creer que Dios se ha olvidado de mí para siempre. Pero es mentira. Él me cobija en sus brazos. Me saca del abismo en el que me encuentro. Me cuida con amor de madre. Soy un privilegiado por saberme hijo de Dios. Dios me cuida. Me sorprendo siempre de nuevo. Dios lo puede todo y hace lo que yo no puedo hacer. Dios está ahí. Siento su amor de tantas formas. Me gustaría recordar siempre cuánto me ama Dios. Me muestra su amor. Su cercanía.

A veces siento que no soy digno de su amor. No sé por qué, tal vez por mis torpezas. Me quedo a la orilla del camino, esperando, viéndole pasar. De repente pienso que no cumplo, que no estoy a la altura de lo que se espera de mí. Callo avergonzado. He recibido tanto, soy tan poco generoso. Me siento entonces excluido de la Iglesia, de un grupo, de los que son diferentes. No es eso lo que Dios me dice. Él me enseña a amar y ser amado. Me recuerda que soy su hijo predilecto. Me descubre lo que valgo y me hace ver cada día cuánto me ama Él. Jesús amó a los excluidos de esa misma forma: «Las manos de Jesús bendicen a los que se sienten malditos, tocan a los leprosos que nadie toca, comunican fuerza a los hundidos en la impotencia, transmiten confianza a los que se ven abandonados por Dios, acarician a los excluidos. Era su estilo de curar»[4]. Esa forma de curar de Jesús me conmueve siempre. Acaricia a los excluidos. Tal vez me sorprende porque yo no soy así. Yo hago acepciones, excluyo e incluyo a mi antojo. Si supiera curar como Él curaba. Tocar como Él tocaba. Jesús se detiene ante mí cuando me siento indigno. Me toca con sus manos. Me abraza. Me acaricia. A mí, aunque me sepa indigno. Jesús pasó curando a los más despreciados y se detuvo ante los olvidados. Y a mí me cuesta aceptar tanta misericordia. No la entiendo en mi propia vida. Tampoco la entiendo cuando la tiene con otros. Me siento como el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo. Ese padre misericordioso que se conmueve y abraza feliz al hijo que regresa arrepentido y con hambre. En el fondo me cuesta a veces un Dios tan misericordioso. Que de tanta misericordia que regala llega a parecer injusto. Un Dios que abraza siempre, que espera siempre, que acoge siempre. ¿Dónde queda la justicia? A cada uno según sus obras. ¿Por qué no es más justo y no tan misericordioso? Jesús no hizo milagros donde faltaba fe. Pero se detuvo ante los olvidados que sí creían en su poder. Como ese ciego hijo de Timeo tirado a la vera del camino del que hoy nos habla el Evangelio: «Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: - ¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». Pide compasión. Despreciado. Olvidado. Pide limosna, vive de la caridad. Se atreve a gritar. Busca compasión. Me recuerda los gritos de los descontentos, de los indignados. Los gritos de los que no tienen hogar, dinero, amor, una vida digna. Me recuerda el grito de los que padecen injusticias. Un hombre al borde del camino pidiendo compasión es incómodo para los que van con prisa, para los que tienen una meta en su camino. A nadie le gusta despertar compasión. Salvo cuando la compasión de los demás se convierte en el único camino, en la única puerta que se nos abre. Este ciego está desesperado y grita. Sólo espera la compasión del que le escucha. La compasión se ha convertido en la única rendija por la que le obliga a pasar la necesidad. El que ya nada tiene, el que lo ha perdido todo, humillado, solo, acepta como único camino la compasión. Parece no tener ya ningún derecho. Sólo pide justicia y busca la compasión del hombre. Los gritos del que sufre, los gritos del abandonado incomodan, son molestos. Los gritos del que pide comida, ayuda, misericordia. Son los gritos de tantos a nuestro alrededor. Ante esos gritos podemos permanecer quietos, indiferentes. Decía el Papa Francisco en la bula de la misericordia: «No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye. Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos, y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de nuestra amistad y de la fraternidad. Que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera de la indiferencia que suele reinar campante para esconder la hipocresía y el egoísmo». Es fácil pasar de largo ante el grito del que sufre. Fácil ignorar su necesidad y mandar callar al que exige. A veces nos ponemos de mal humor con el que nos pide limosna. No creemos en su necesidad. Menospreciamos su ceguera. Huimos. Nos parecen excesivos sus gritos. A veces preferimos callarlos, ahogarlos. Que nadie que necesite algo grite que lo necesita. Queremos vivir tranquilos, indiferentes, centrados en nuestras cosas. Sí, así es más fácil. Me identifico mucho con los que mandan callar al ciego. Es el deseo de que no me molesten ni me saquen de mis planes. No quiero escuchar a un ciego al que no puedo salvar. Ni aunque le diera mil limosnas solucionaría todos sus problemas. Es mi excusa perfecta para no hacer nada. Si no puedo salvar a ningún hombre mejor me quedo quieto. Si no puedo solucionar todos sus problemas, mejor lo ignoro. Es más seguro, más cómodo. Como no puedo hacerlo todo, no hago nada. A veces es la salida. Es injusto actuar así, pero lo hacemos muchas veces. Nos acomodamos y no queremos que nos incomoden.

Pero Jesús se detiene ante él, lo llama. Ese hombre despreciado al que nadie escuchaba y todos hacían callar: «Muchos le increpaban para que se callara». Ese hombre olvidado es escuchado por Jesús. Y no sólo eso, Jesús se detiene y lo llama. La respuesta de Jesús comienza con una llamada y una pregunta: «Jesús se detuvo y dijo: - Llamadle. Llaman al ciego, diciéndole: - ¡Animo, levántate! Te llama. Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino donde Jesús. Jesús dirigiéndose a él, le dijo: - ¿Qué quieres que haga por ti?». Jesús pregunta. Se detiene, llama y pregunta. La misma pregunta que llevo yo en mi alma: «Entonces, ¿qué puedo hacer yo por ti?». Tal vez es poco lo que podemos hacer por los demás. Tal vez es mucho, nunca se sabe. A veces nos hacemos esta pregunta: « ¿Qué más puedo hacer yo por los hombres? ¿Hago lo suficiente? ¿Acaso no puedo hacer más, dar más, invertir mi tiempo y mi vida sirviendo al hombre que grita al borde del camino? ¿Es suficiente con todo lo que hago? ¿Estoy donde Dios quiere que esté? ¿O podría hacer más en otra parte?». A lo mejor hemos hecho muchas cosas en nuestra vida y no nos parece bastante. Nos hemos movido. Hemos acudido en ayuda del necesitado. Pero tal vez aún queda mucho por hacer. Es cierto, siempre podemos hacer más. La ayuda al que necesita no acaba nunca. Empieza cuando salgo de mí mismo. Acabará cuando estemos en el cielo. Jesús no curó a todos los ciegos de Israel. Sólo estuvo tres años haciendo milagros, curando ciegos, enfermos, endemoniados. Tres años al servicio de los más pobres. Noche y día. Sin descanso. ¿Por qué no invirtió toda su vida? ¿Por qué no curó a más necesitados? Jesús no se detuvo ante todos los mendigos. No devolvió la vista a todos los ciegos. Pero siempre vivió buscando el corazón que necesitaba su misericordia. Siempre estuvo abierto al que llegaba a Él con fe buscando su amor. No tuvo barreras ni defensas. Aceptó a todos con alegría, con un corazón grande y libre. La pregunta vuelve hoy a mi corazón. ¿Qué más puedo hacer yo? Es la pregunta que nadie puede responder por mí. Sólo yo sé la respuesta. Dios y yo. En lo más sagrado de mi alma. Allí sé lo que Él quiere. No la resuelvo yéndome un tiempo de misiones, salvo que sea eso lo que me pida. No queda resuelta haciendo una hora a la semana obras de caridad. No puedo hacer todos los milagros que me gustaría hacer. No puedo devolver la vista a todos los ciegos. No puedo consolar a todos los tristes. Es difícil llegar más allá de lo que llego. Aunque siempre puedo hacer más, nunca será suficiente. Pero a lo mejor sí es lo que Dios me pide que haga. Jesús no hizo todo lo que podía haber hecho, eso me deja tranquilo. Pero esa tranquilidad no puede llevarme a quedarme encerrado en mí mismo. La compasión es fundamental en mi vida. No puedo permanecer acomodado en mi vida burguesa. La compasión es la forma de amar de Jesús y debería ser mi forma de amar: «Es el amor compasivo el que está en el origen y trasfondo de toda la actuación de Jesús, lo que inspira y configura toda su vida. La compasión no es para Él una virtud más, una actitud entre otras. Vive transido por la misericordia: le duele el sufrimiento de la gente, lo hace suyo y lo convierte en principio interno de su actuación»[5]. Jesús se mueve por compasión. Por misericordia. Por eso se detiene en su camino. No lo hace por obligación, por un deber ser. Lo hace movido por el amor al hombre concreto, con nombre e historia de vida, que sufre ante sus ojos. Detiene su camino y sus pasos por él. Deja de hacer otras cosas por amor a él. Jesús ese día caminaba con sus discípulos hacia Jerusalén. Acaba de salir de Jericó con sus discípulos y lo sigue una muchedumbre cuando un ciego le llama. Seguramente sus discípulos querían que el ciego se callara. Deseaban llegar pronto a Jerusalén. Un mendigo que gritaba era un contratiempo, algo evitable. Pero Jesús no lo evita, se detiene. Cuando miro a Jesús actuar de esta forma me siento tan lejos de su mirada. Yo también voy con prisas y no me detengo. La compasión no es la norma de mi vida. No detengo muchas veces mis pasos ni cambio mis planes por misericordia, por amor al que necesita. Me gustaría parecerme más a Jesús. Mirar como Él, escuchar como Él. A Él le duele el sufrimiento de los hombres. A mí me deja indiferente muchas veces. Tal vez nos hemos inmunizado frente al sufrimiento ajeno. ¡Tantas desgracias, tanto dolor! Es como si todo ese sufrimiento no tuviera que ver con nosotros. Nos duele el sufrimiento propio, pero no el de los demás. Nuestro corazón se ha endurecido y necesita abrirse a la misericordia de Dios para poder entregar misericordia. Necesito cambiar para poder dar más. Para no conformarme.

Pienso que tengo muchas defensas en el corazón. Me olvido de que Dios me ama no por mis méritos, sino simplemente por ser su hijo. Me olvido de su amor misericordioso que es el único camino para ser yo misericordioso. El ser hijo es mi principal derecho, tal vez mi único derecho. ¿De qué me sirve presentarle mis méritos? Quiero aprender a creer en su amor con sencillez, sin pretensiones. Cometo fallos, tengo errores y Dios me sigue amando. Mirando mi debilidad se compadece. Y yo le grito: «Hijo de David, ¡ten compasión de mí!». Lo miro en la cruz y le pido ayuda. Que se acuerde de mí en mi indigencia. Decía el P. Kentenich: «Siempre vamos a incurrir en fallas: hacer tonterías es un derecho de todos los seres humanos»[6]. Cuento de antemano con mi miseria. Soy necesitado. Hago tonterías. Soy imprudente. Me despisto y me alejo. La miseria asumida es lo que Dios espera de mí. Sabe que soy débil. Pero, ¡cuánto me cuesta reconocer mi debilidad, aceptar mis errores, asumir que no lo hago todo bien! ¡Cuánto me cuestan las críticas y el descrédito! ¡Cuánto me molesta no estar a la altura, no dar la talla! Espero más de mí que lo que los demás esperan. Y no me gusta despertar compasión. ¡Qué poco nos gusta! Hace falta mucha humildad para aceptar la compasión de los hombres, para recoger con las manos vacías su misericordia, su limosna. Tal vez por eso nos cuesta tanto aceptar la limosna de Dios, su amor incondicional. Nos cuesta ser miserables, y los somos. Nos cuesta ponernos al borde del camino y suplicar ayuda. Que Dios se fije en nosotros y nos salve. Que se detenga y nos mire. Que el hombre nos observe con desprecio, que pase de largo ante mi pobreza. Es difícil aceptar compasión de otros. Pero más aún nos resulta pedir compasión y no encontrarla. Reconocer mi ceguera y pedir ayuda al borde del camino es lo más importante. Como Bartimeo que sabe lo que necesita, lo que le hace falta. Quiere ver: «El ciego le dijo: - Rabboní, ¡que vea!». No ve y necesita ver. ¿Cuál es mi ceguera? ¿Sé lo que de verdad necesito? Quiero detenerme hoy y pensar en mi pobreza, en mi miseria, en mi ceguera. Mi pequeñez. Lo que más me duele. Aquello que me avergüenza y me hace ser digno de compasión.

Quisiera aprender a tomarme mi vida en serio. Con honestidad y con realismo. Los errores son normales, las caídas y los fracasos. Pero como nos recuerda el P. Kentenich: «Esto no justifica la falta de seriedad. En ese caso, mejor sería no ponerse metas tan elevadas. Quiero ser un hombre honesto y no una permanente mentira personificada, es decir, un fariseo»[7]. No quiero ser un fariseo que impone a los demás normas que él mismo no cumple. No quiero fingir lo que no vivo. Pretender que cumplo aquello en lo que no creo. A veces nos convertimos en fariseos. Nos llenamos de normas y preceptos que luego no cumplimos. Hablamos de ideales que luego dejamos de lado. Es importante mirar con humildad, con verdad, nuestra vida. No dejar de soñar, eso nunca, pero asumir también lo que no podemos proponernos como meta. Ser realistas y no exigirles a los demás lo que nosotros mismos no estamos dispuestos a cumplir. Reconocer nuestras heridas es el primer paso para crecer. Sabemos que a veces, debido a las desilusiones que hemos sufrido, nos cuesta sentirnos amados. Es necesario mirar esas heridas que nos cierran, que nos crean defensas, que nos traban y no nos dejan crecer y avanzar. Esas heridas que sangran y duelen. Y por ellas buscamos pequeños amores caídos por el camino. El pozo sin fondo de nuestra alma herida parece que nunca se llena. No estamos contentos del todo. Vivimos insatisfechos con la vida. ¡Qué importante es aprender a focalizar nuestra herida en el amor para avanzar! Somos mendigos de un amor que pueda saciar nuestra sed infinita. Es nuestra ceguera. El motivo por el que estamos al borde del camino pidiendo ayuda. Somos mendigos de limosnas caídas a nuestros pies. Cuesta aceptar nuestra historia y querernos como somos. Aceptar nuestra miseria y suplicar a Dios. Aceptar el vacío y la limitación. La herida y el hambre. Cuesta besar lo que más nos duele. Cuesta pedirle a Dios la sanación, como un mendigo, como un ciego. Pero sólo Él puede sanarme de verdad en la fuerza de su Espíritu. Lo anhelo con todas mis fuerzas. Deseo mi sanación. Deseo amar al Señor con toda el alma. Libre, sin defensas. Él quiere que sea su hijo y me deje llevar en sus manos. Quiere que confíe y no busque amores que pretendan saciar la herida abierta. Decía Jean Vanier: «Yo creo que únicamente Dios puede sanar desde adentro un corazón humano, haciéndole descubrir que es amado y, por tanto, que se le puede amar, que tiene un valor y que Él, Dios, lo ama tal cual es, con sus mecanismos de defensa y con su pobreza, así como con sus dones. No hace falta que sea perfecto, pues es su hijo amado. Al amarlo de esta forma, Dios le da la vida y la fuerza para crecer hacia un amor mayor y hacia una nueva unidad de su ser». Desde dentro, desde lo más hondo, podemos sentirnos amados. En la fuerza de ese amor que se nos regala. Jesús se detiene ante mi vida y me llama. Y me dice hoy lo que le dijo a Bartimeo: «Vete, tu fe te ha salvado. Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino». Marcos. 10, 46-52. Me conmueve que Jesús se detenga y me sane en lo que más necesito. Me devuelve la vista. Soy un ciego al borde del camino y grito como Bartimeo. Pero me da miedo a veces que Jesús no se detenga y siga de largo hacia Jerusalén. Me da miedo dejar de oír sus pasos, no reconocer su voz. Tal vez no le veo tampoco pasar, como el ciego. Sólo oigo a los que van con Él. A los que me hablan de Él. Estoy ciego y grito con fuerza: « ¡Ten compasión de mí!». Me gusta ese grito ronco y fuerte. Ese grito que brota de mis entrañas. Quiero gritarle así para que me oiga. Quiero que detenga sus pasos ante mí y me pregunte lo que me hace falta, lo que necesito. Quiero ver, quiero vivir de verdad, quiero amar sin defensas, quiero una vida plena, una vida llena de Él. Necesito tantas cosas. Le necesito a Él. Una persona rezaba: «Gracias por mirarme. Por aceptar la ofrenda de mi vida. Por mirarme con inmensa ternura. Tú solo quieres que llegue. No tengo que ser perfecta para justificar mi lugar. Me quedo frente a ti. Con las manos caídas. Algo perdida. Y Tú me dices: - Estoy enamorado de ti, de tus heridas, de tu alma, de tu misterio. Como eres. Con tu pecado. Y tu risa. Tu orden y tu desorden. Tus sueños y tu día a día. Y yo te digo que estoy enamorada de ti, Jesús. Sólo quiero hacer el bien escondida en ti. Ayúdame a mirar con misericordia». Yo también necesito ver, como esa persona que rezaba, necesito amar, necesito ser amado. Necesito encontrar sentido al camino. No atarme para ser libre. No tener defensas para darme por entero. Necesito estar con Él para caminar seguro. Lo demás no importa. Sólo en Él la vida tiene sentido. Sólo en Él puedo ver.



[1] J. Kentenich, Niños ante Dios

[2] J. Kentenich, Niños ante Dios

[3] J. Kentenich, Niños ante Dios

[4] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[5] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[6] J. Kentenich, Hacia la cima

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