Jueves, 25 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Un increíble sermón del cardenal Newman sobre los sufrimientos de Cristo en la Pasión

por El rostro del Resucitado

 

Hace unos días, pensando en Cristo y en su vida, me daba la impresión –y pido perdón por la comparación tan mundana– de que la vida de Cristo se desarrolla como la trama de un libro o una película, en la que toda la Historia se va deshilvanando a lo largo de un largo periodo de treinta años durante el cual casi no sucede nada de excepcional y del que apenas sabemos nada; después, en los tres años siguientes, van surgiendo hechos, acontecimientos y signos que nos preparan para el desenlace final, que se desarrolla en cambio en un tiempo muy corto, de apenas tres días.

 

Un año más revivimos litúrgicamente la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Se trata de un hecho. No es sólo algo que sucedió hace siglos, es algo que sucede hoy.

 

Hace dos años, cuando empecé este camino de conversión, mi director espiritual me habló de un texto del Cardenal John Henry Newman sobre los sufrimientos morales de Cristo en su Pasión. Lo encontré y desde entonces lo leo de vez en cuando. Es uno de los textos que tengo siempre encima de mi mesa de trabajo.


  

 


Como el texto es largo y creo sinceramente que vale la pena leerlo y meditarlo, pues ayuda a entender lo que Cristo vivirá y sufrirá en pocos días por nosotros, por cada uno de nosotros, lo transcribo a continuación para todos nuestros lectores:

 

Un sermón de J.H. Newman: "Los sufrimientos mentales de Cristo en la Pasión"

 

Cada uno de los episodios de la vida de Nuestro Señor y Sal­vador es de tan insondable profundidad que nos proporciona inagotable materia de contemplación. Todo lo que concierne y se refiere a Dios es infinito, y lo que percibimos primeramente es sólo lo superficial de aquello que tiene su principio y final en la eternidad. Sería presuntuoso para cualquiera, salvo para Santos y Doctores, pretender comentar las palabras y los hechos del Salva­dor, a no ser en forma de meditación. Sin embargo la meditación y la oración mental son de tal manera un deber para aquellos que desean alimentar su fe verdadera en Dios que se nos permite, amados hermanos míos en Jesucristo, guiados por los Santos que nos han precedido, discurrir y explayarnos en estos temas que de no ser así, deberíamos más adorar que escudriñar. Ciertas épocas del año, especialmente la de Pasión, nos inducen a considerar cuidadosa y minuciosamente aquellos pasajes del Evangelio considerados como los más sagrados. Preferiría que se me tildase de poco firme u oficioso en mis comentarios del Evangelio antes que de ajeno a este tiempo de la Pasión. Ahora pues, prosigo –aunque cualquier otro predicador individualmente pueda abstenerse de hacerlo–, y encauzo vuestros pensamientos hacia un tema acerca del cual pocos de nosotros meditamos y que es muy adecuado para esta época; me refiero a los sufrimientos que padeció Nuestro Señor en su inmaculada e inocente alma.

 


 


Bien sabéis, hermanos míos en Jesucristo, que Nuestro Señor y Salvador, aunque era Dios, era también verdadero hombre; y por lo tanto poseía no solamente un cuerpo, sino también un alma como la nuestra, aunque, claro es, exenta de toda mácula. Je­sucristo no tomó el cuerpo sin alma. ¡Dios no lo permitiera!, porque entonces no hubiera sido verdadero hombre. Porque, ¿cómo hubiera podido santificar nuestra naturaleza, si tomaba otra que no fuera la nuestra? El hombre sin alma es como las bestias de los campos; pero Nuestro Señor vino al mundo para salvar a la especie humana que es capaz de adorarlo y obedecerlo, poseído de inmortalidad, aunque ésta hubiera perdido su bendición prometida. El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios y esa imagen está en su alma; luego, cuando su Hacedor, por una condescendencia inefable, se revistió de nuestra naturaleza, también tomó un alma que estuviera de acuerdo con el cuerpo, un alma que fuera el medio de su unión con el cuerpo; tomó en primer lugar el alma y luego el cuerpo humano, ambos a la vez, pero en este orden: el alma y el cuerpo. Dios mismo creó el alma que había de tomar para sí, mientras que su cuerpo lo tomó de la carne de la Bendita Virgen María, su madre. De este modo es como Dios se convirtió en hombre perfecto, con cuerpo y alma; y por eso se revistió de un cuerpo de carne y con nervios, y no sólo tomó un cuerpo de carne y nervios que admitiese las heridas y la muerte y fuese capaz de sufrimientos, sino también un alma susceptible de estos sufrimientos, y aun más, susceptible de las penas y amarguras propias del alma humana, por lo que, así como su cuerpo sufrió la Pasión expiatoria, así también la sufrió su alma.

 

Mientras estos solemnes días van transcurriendo, nos detendremos especialmente, hermanos míos en Jesucristo, en los sufrimientos corporales de la prisión de Jesús, su peregrinación ante los jueces, sus golpes y heridas, los latigazos, la corona de espinas, los clavos, la Cruz. Todo esto está resumido en el Crucifijo erigido ante nuestra vista: todo esto está representado en su sacrosanta carne, que pende de la Cruz y al verlo se nos facilita la meditación. Pero con los sufrimientos de su alma ocurre de modo muy distinto. Esos sufrimientos no podemos representarlos ni investigarlos debidamente: se hallan muy por encima de todo sentimiento y pensamiento; y, sin embargo, se anticiparon al sufrimiento de su cuerpo. La agonía, sufrimiento del alma, no del cuerpo, fue el primer paso de su tremendo sacrificio: “Mi alma siente angustia de muerte”, nos dijo Jesús. Es más, todo lo que padecía en su cuerpo también lo padecía en su alma; y de este modo es como el cuerpo no era más que el conducto por el cual se vertían todos sus sufrimientos al verdadero centro de su pasión, que era su alma. Debemos de insistir en este hecho: os afirmo que no era (principalmente) el cuerpo el que sufría, sino el alma en el cuerpo; era el alma y no el cuerpo el centro de los sufrimientos del Verbo Eterno. Consideremos, entonces, que no existe pena en realidad, aunque haya un sufrimiento aparente, cuando se carece de sensibilidad interna o espiritual, verdadero centro o núcleo del sentir. Un árbol, por ejemplo, tiene vida, órganos, crece y decae, puede ser dañado e inutilizado; se seca y muere, pero no sufre, porque no tiene espíritu, ni principio sensitivo. Mas donde existe este don del principio inmaterial, es posible el dolor, siendo éste mayor en proporción a la calidad de dicho don. Si careciéramos de espíritu, sentiríamos lo que siente un árbol; si careciéramos de alma racional, no sentiríamos el dolor más de lo que lo siente el bruto, pero siendo hombres sentimos el dolor como solamente lo sienten aquellos que poseen alma racional.

 

Por esto, afirmo que los seres vivientes sienten de acuerdo al espíritu que los anima; el bruto siente mucho menos que el hombre, al no poder reflexionar acerca de lo que siente y al carecer de conciencia directa de sus sufrimientos. Por ende, el dolor es una prueba tan penosa que no podemos apartar el pensamiento de él, mientras nos acosa. Flota ante nosotros, se apropia de nuestro espíritu, se adueña de nuestros pensamientos para fijarlos en sí. Si logramos distraer la mente, parece que el dolor se amortigua; por eso los amigos tratan de entretenernos cuando el dolor nos atormenta, porque el entretenimiento es distracción. Este método suele dar buen resultado cuando nos aqueja un dolor leve, llegando hasta la insensibilidad del dolor mismo aunque sigamos sufriendo. Sucede generalmente que durante ejercicios violentos, o en el trabajo, los hombres se golpean o hieren de consideración, atestiguando la profundidad de sus heridas el sufrimiento que deben de haber sentido en el momento de producírselas, aun cuando nada recuerden de ello. También en el fragor de la lucha los combatientes se infligen heridas que no se advierten por el dolor que les producen, sino por la pérdida de sangre que experimentan.

 

Os demostraré muy pronto, hermanos en Jesucristo, cómo aplicaré lo que os acabo de exponer a los sufrimientos de Nuestro Señor; pero primero quiero haceros otra observación: podemos soportar un instante de dolor, pero éste, si persiste, se torna intolerable. Tal vez llegaríais a exclamar que no podríais soportar más; por eso los pacientes quisieran detener la mano del ci­rujano solamente porque éste les causa un sufrimiento continuado; con esto digo que no es la intensidad lo que hace insoportable el dolor, sino su persistencia. ¿Acaso no son verdaderos filos de dolor el recuerdo de los momentos precedentes que actúan agudamente sobre el doliente? Si el tercer, cuarto o vigésimo instante de dolor pudiera olvidarse, no existiría más que el primer momento, llevadero por ende, salvo el choque producido por ese primer dolor; pero lo que lo torna en insufrible es precisamente que es el vigésimo; pues, el primero, segundo, tercer momento hasta llegar al decimonono instante de dolor se concentran en el vigésimo; por eso cada instante adicional tiene toda la fuerza, la creciente fuerza, de todos los que le han precedido. Esta es la causa por la que los brutos parecen sentir tan poco el dolor, por carecer de reflexión y de conciencia. Ignoran su existencia, no reflexionan acerca de sí mismos, no miran ni al pasado ni hacia el futuro, pues cada instante a medida que va sucediendo comprende su todo; caminan por la superficie de la tierra, viendo esto o aquello, sufriendo las penas, gozando en las alegrías, tomando las cosas como son y abandonándolas luego, como les acontece a los hombres cuando sueñan. Tienen memoria, pero no memoria de ser racional. Reciben sensaciones particulares, pero no llegan a ejecutar nada por propia iniciativa, pues su capacidad no les permite reunir los elementos de los que brotaría la consecuencia. Nada es para los animales ni realidad ni substancia, a no ser las sensaciones; aunque perciben sucesivamente todas y cada una de sus impresiones. De esta manera es como, a semejanza de sus otros sentidos, el que percibe el dolor no es más que débil y oscuro, a pesar de su manifestación exterior. Lo que otorga especial poder y agudeza al dolor es la compresión intelectual del mismo, como difusión total a través de sucesivos momentos, y solamente el alma, que no posee el bruto, es capaz de esa comprensión.

 

Ahora bien, apliquemos todo esto a los sufrimientos de Nuestro Señor. ¿Recordáis cuando se le ofreció vino mezclado con mirra, en el instante de su crucifixión? No quiso beberlo. ¿Por qué? Porque tal bebida habría adormecido su mente y Cristo estaba decidido a sufrir el dolor en toda su amargura. Sacad en conclusión de todo esto, amados hermanos míos, el carácter de aquellos sufrimientos. Jesús gustosamente hubiera escapado de ellos si hubiese sido la voluntad de su Padre: “Si es posible –dijo– aparta de mí este cáliz”, pero dado que no era posible, Él declara con calma y decisión al Apóstol que quería salvarle de esos sufrimientos: “El cáliz que mi Padre me ha dado ¿no he de beberlo?” Si tenía que sufrir, Él mismo se entregaría al sufrimiento. Cristo no vino a sufrir lo menos posible, ni a desviarse del sufrimiento, sino que se enfrentó a él, lo acometió, para que hasta la más pequeña porción de dolor cumpliera su cometido causándole la debida impresión. Y así como los hombres son superiores a los animales y el dolor les afecta más que a éstos, ya que poseen inteligencia que les capacita para el dolor, lo que es imposible en el caso del bruto, así de la misma manera Nuestro Señor padeció el dolor corporal con tal observación y conciencia, y por ende con tanta intensidad, unidad y percepción del mismo que ninguno de nosotros puede ni comprenderlo ni abarcarlo. Y esto era así porque su alma estaba tan absolutamente en su poder, tan libre de distracciones, tan entregada al dolor y a la pena, tan absolutamente subordinada, tan sujeta al sufrimiento, que bien se puede decir que sufrió la totalidad de su pasión en cada instante de la misma.


 


Recordad que Nuestro Señor era en este aspecto diferente a nosotros, pues aunque hombre perfecto, sin embargo existía en Él un poder superior a su alma, que la gobernaba, pues Cristo era Dios. El alma de los hombres mortales está sujeta a sus deseos, sentidos, impulsos, pasiones y perturbaciones; el alma de Cristo estaba sujeta únicamente a su Eterna y Divina Persona. Nada le aconteció a su alma por azar o repentinamente; Nuestro Señor nunca fue sorprendido, nada le afectó sin haberlo Él deseado antes, nunca padeció pesares, ni temores, ni deseos, ni regocijos de espíritu, sin que Él no hubiese deseado estar apesadumbrado, o temeroso o deseoso o regocijado. Cuando nosotros sufrimos, lo hacemos a causa de hechos externos y emociones incontrolables de nuestro espíritu. Caemos involuntariamente bajo el yugo del dolor, sufrimos más o menos agudamente ciertas circunstancias accidentales, y vemos nuestra paciencia puesta a prueba por el dolor de acuerdo al estado de nuestro espíritu, por lo que tratamos, en lo posible de aliviarlo y evitarlo. Nos es imposible anticipar cuánto dolor tendremos que padecer y tampoco cuánto tiempo podremos soportarlo. Tampoco podemos decir, después, por qué hemos sentido lo que hemos sentido y por qué no lo hemos soportado mejor. De modo muy distinto sucedió con Nuestro Señor. Su Persona Divina no estaba subordinada, ni podía ser expuesta a la influencia de afectos y sentimientos humanos, excepto cuando Él lo permitía. Lo repito, cuando Cristo quería temer, temía, cuando quería acongojarse, se acongojaba. No estaba su Corazón abierto a las emociones, sino que voluntariamente daba cabida a los impulsos con los cuales Él se enternecía. Por consiguiente, cuando se decidió a soportar los dolores de su Pasión, lo hizo, como afirma el Sabio formalmente, con todo su poder, no a medias; no apartó su mente del dolor, como solemos nosotros hacer (¿cómo podría hacerlo Jesús, que vino a sufrir y que sufría por propia voluntad?), no dijo que sí y luego se desdijo, sino que lo que Cristo dijo, Cristo lo cumplió. Y así nos dice en el Evangelio: “He aquí que vengo a hacer tu voluntad, ¡oh Dios mío! Tú quieres el sacrificio y la ofrenda...”. Cristo tomó cuerpo mortal para poder sufrir, se hizo hombre para poder sufrir como hombre. Y cuando hubo llegado su hora –aquella hora de Satanás y de tinieblas, en la cual el pecado iba a derramar toda su malicia sobre Él–, sucedió que se ofreció completamente en holocausto, y así como todo su Cuerpo pendía de la Cruz, así también entregó a sus verdugos toda su Alma, dándose cuenta plenamente, con total conocimiento y mente despierta, colaborando activamente y con total intensidad, no como quien concede un permiso virtual o se somete de manera pusilánime. Todo esto fue lo que Cristo entregó a los que lo atormentaban. Su Pasión no fue un mero estado pasivo, sino verdadera acción. Cristo vivió enérgica e intensamente, mientras languidecía, se desmayaba y moría. No murió sino por un acto de su voluntad, pues al inclinar su cabeza, lo hizo tanto en señal de acatar una orden como en señal de resignación. Por eso dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”. Cristo dio la orden: entregó su Alma, pero no la perdió.

 

Así vemos, amados hermanos míos, que si Nuestro Señor hubiese sufrido solamente en su cuerpo, y aunque su sufrimiento no hubiese sido tan intenso como el que otros padecieron, sin embargo con relación al dolor sería infinitamente mayor; pues el dolor se mide por el poder que se tiene para soportarlo y realizarlo. Dios era el que sufría, y sufría en su naturaleza humana. Los sufrimientos pertenecían a Dios y Cristo apuró el cáliz hasta el final. No los probó o sorbió, como el hombre toma los medicamentos amargos que le ofrecen. Esto que os acabo de decir me sirve para refutar una objeción que voy a indicaros y que tal vez ya bullía en la mente de muchos: algunos se olvidan del papel que el Alma de Nuestro Señor tuvo en la redención de nuestros pecados.

 

Nuestro Señor nos dice al comienzo de su agonía: “Mi Alma siente angustias de muerte”. Todavía podéis haceros, hermanos míos, esta pregunta: ¿es que acaso no poseía Cristo algún consuelo peculiar, desconocido para los demás, que disminuyera e impidiera la angustia de su Alma y que le hiciera sentir, por consiguiente, menos que a cualquier mortal? Por ejemplo, diréis, Cristo poseía una seguridad y certeza de su inocencia cual ninguna otra víctima podía tener. Incluso sus perseguidores, el apóstol mendaz que lo traicionó, el juez que lo sentenció y los soldados que llevaron a cabo su ejecución atestiguaron su inocencia. “He pecado, entregando la sangre de un inocente”, dijo Judas. “Yo soy inocente de la sangre de este Justo”, afirmó Pilato. “En verdad que este hombre era un justo”, exclamó el Centurión. Si incluso todos esos, que eran pe­cadores, fueron testigos de su inocencia, ¡cuánto más lo habrá sentido su alma! Incluso nosotros, pecadores, somos perfectamente conscientes de que nuestra capacidad de soportar la oposición de nuestros enemigos y las calumnias gira en torno, sobre todo, a la conciencia que tengamos de nuestra inocencia o culpa: ¡cuánto más, me diréis, habrá compensado, en el caso de Nuestro Señor, esa certeza de santidad intrínseca, el sufrimiento y la humillación! También podéis objetar que Cristo sabía que sus sufrimientos durarían poco y que su resultado sería glorioso, mientras que en cambio la incertidumbre por el futuro es uno de los tormentos que más angustia produce en el hombre; angustia que Cristo no sufría, pues Él no tenía incertezas, no sentía desaliento o desesperación, ya que nunca, me diréis, fue abandonado. Para confirmar todo esto podéis relatarme palabras de San Pablo, que expresamente nos dice: “Gracias a la gloria que le aguardaba, Nuestro Señor despreció la vergüenza”. Ciertamente que en todo lo que Cristo hace se manifiesta una maravillosa calma y dominio de sí mismo. Ejemplo de ello, sus consejos a los Apóstoles: “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu, en verdad, está pronto, más la carne es débil”, o sus palabras a Judas: “Amigo, ¿a qué has venido?” y “Judas, ¿con un beso vendes al Hijo del Hombre?”, o a Pedro: “Todos los que tomen la espada, a espada perecerán”, o al hombre que le abofeteó: “Si he hablado mal, muestra en qué está el mal, y si bien, ¿por qué me hieres?”, o a su Madre: “Mujer, he ahí a tu Hijo”.

 

Todo esto es verdad, y mucho más se podría aducir sobre esto para ilustrar lo que acabo de comentar. Hermanos míos amadísi­mos, con estos ejemplos únicamente habéis confirmado con estos ejemplos, –y utilizo un lenguaje humano para decirlo–, que Cristo fue siempre el mismo. Su espíritu fue su centro y ni por un instante perdió su equilibrio celestial y perfecto. Lo que Cristo sufrió, lo sufrió porque se situó a sí mismo, deliberada y tranquilamente, bajo el sufrimiento. Así como le dijo al leproso: “Lo quiero: queda limpio”, y al paralíti­co: “Que tus pecados te sean perdonados”, y al Centurión: “Yo iré y le curaré”, y a Lázaro: “Levántate y anda”, así dijo: “Ahora comenzaré a sufrir” y comenzó su sufrimiento. Esto es la prueba de cómo gobernaba por completo su espíritu. En el momento preciso Cristo abrió las compuertas y el torrente se precipitó sobre Él con toda su fuerza. Esto es lo que nos dice San Marcos, de quien se afirma que escribió su Evangelio oyéndolo de los propios labios de San Pedro, uno de los tres testigos presentes en ese momento: “En esto llegaron al huerto llamado Getsemaní, y dijo a sus discípulos: ´Sentaos aquí mientras Yo rezo´. Y llevándose a Pedro, a Santiago y a Juan comenzó a atemorizarse y angustiarse”. Ved en esto cómo actuaba deliberadamente; Él se aparta a un lugar próximo y allí lanza la palabra de mando, retira de su alma el apoyo de la Divinidad y entonces la desesperación, el terror y la melancolía hacen presa de Él. Cristo penetra en una agonía mental de acción tan definida, como lo serían para el cuerpo humano el fuego o el potro.

 

Dado este hecho, hermanos míos, no es justo decir que Cristo estaba sostenido durante su prueba por la certeza de su inocencia y la anticipación del triunfo, pues, casualmente, la prueba que padecía consistía precisamente en la retirada total de esa seguridad y anticipación. El único acto que admitió una sola angustia sobre su Alma, admitía todas las angustias simultáneamente. No se trata de impulsos y puntos de vista antagónicos, provenientes del exterior, sino de la acción de una resolución interior. Así como los hombres con un dominio total sobre sí mismos pueden trasladar su pensamiento de uno a otro asunto, mucho más Jesús negándose a sí mismo cualquier consuelo y saciándose, en cambio, con el sufrimiento. En ese momento su Alma no pensó en el futuro, sino solamente en la carga del presente, por la cual había venido al mundo a padecer.

 

Y ahora hermanos míos, ¿qué era eso que Cristo tenía que soportar cuando abrió de este modo su Alma al torrente de la pena ya predestinada? ¡Ay! Jesús tenía que soportar lo que nosotros conocemos bien, lo que nos es familiar, pero que para Él era un dolor inefable. Tenía que soportar aquello que para nosotros es tan fácil, tan natural, tan bien acogido, que no pensamos mínimamente que pueda ser algo inaguantable, pero que para Él tenía el aroma y el sabor de un veneno mortal. Cristo tenía que soportar, amados hermanos míos, el peso de nuestros pecados, los pecados de la humanidad entera. El pecado es cosa fácil para nosotros; pensamos muy poco en él y no comprendemos cómo pudo preocupar tanto al Creador; no podemos creer, ni siquiera forzando nuestra imaginación, que merece justo castigo y aun cuando en el mundo reciba su merecido, lo justificamos o lo alejamos de nuestra mente. Mas considerad lo que es el pecado en sí: es la rebelión contra Dios; es la acción de un traidor cuyo fin es el destronamiento y la muerte de su Soberano; es, si se me permite expresarme con rudeza, lo que el mundo traería consigo si el Conservador Divino dejara de serlo. El pecado es el mortal enemigo del Altísimo. Esta es la razón por la que Él y el pecado no pueden nunca convivir; y así como el Altísimo lo arroja de su presencia a las tinieblas, de la misma manera si Dios fuera menos Dios, sería el pecado quien tendría el poder de reducir a Dios aún más. Y aquí observad, amados hermanos míos, que al hacerse carne, el Amor Todopoderoso entró en este sistema de la creación sometiéndose a sus leyes y entonces este antagonista del bien y de la verdad, inmediatamente tomó ventaja de la ocasión y se arrojó sobre la carne que Cristo había tomado, afirmándose en ésta y causando su muerte. La envidia de los Fariseos, la traición de Judas y la locura de las gentes fueron los instrumentos o medios de expresión de la enemistad que sintió el pecado hacia la Eterna Pureza en cuanto Dios, en su infinita misericordia hacia los hombres, se puso a Sí Mismo dentro de su alcance. El pecado no podía tocar a su Divina Majestad; pero podía acometerlo del modo como Él permitiera ser acometido, esto es, por medio de su Humanidad. Al final, en la muerte de Dios Encarnado aprendemos, hermanos míos en Jesucristo, lo que es el pecado en sí mismo y lo que era mientras caía, en aquella hora y con toda su fuerza, sobre su Hu­mana Naturaleza, para que Cristo se sintiera tan lleno de horror y consternación ante la sola imaginación anticipada.

 

Entonces en aquella triste hora, se arrodilló el Salvador del mundo, desprendiéndose de las prerrogativas de su Divinidad, despidió a los Ángeles, que por millares estaban preparados a su llamada, y abrió sus brazos, desnudó su pecho, puro como era, al asalto de su enemigo –un enemigo cuyo aliento era pestilente y cuyo abrazo era una agonía–. Se arrodilló, inmóvil y mudo mientras la vil y horrible fiera vestía su espíritu con el ropaje odioso y atroz del crimen humano que, prendiéndose en su corazón, llenó su conciencia y encontró la entrada hacia todos sus sentidos y la partícula más ínfima de su mente, extendiendo sobre Él una lepra moral hasta que Cristo se sintió casi convertido en lo que Él nunca podría ser y en lo que su enemigo gustosamente lo hubiera transformado. ¡Oh, qué horror cuando al mirarse no se reconoció y se sintió cual impuro y aborrecible pecador, a través de la vívida percepción de aquella masa de corrupción que se derramaba sobre su cabeza y se esparcía hacia abajo hasta la orla de sus vestiduras! ¡Oh, qué confusión cuando encontró sus ojos, manos, pies, labios y corazón como si fueran miembros del Maligno y no de Dios! ¿Eran éstas sus manos antes inocentes, pero ahora teñidas de sangre de diez mil acciones crueles? ¿Son éstos sus labios que ya no se abren para alabar, orar, bendecir, sino que están manchados con juramentos, blasfemias y doctrinas demoníacas? ¿Y sus ojos, pro­fanados por todas las visiones diabólicas y fascinaciones idólatras por las cuales los hombres han abandonado a su adorable Creador? ¡Y sus oídos! Vibra en ellos el sonido de las orgías y las disputas. Su corazón está yerto por la avaricia, la crueldad y la falta de fe; y su misma memoria se halla colmada con todos los pecados que han sido cometidos desde la caída del hombre, en todos los ámbitos de la tierra, plena del orgullo de los antiguos gigantes, y la lujuria de las cinco ciudades, y la obcecación de Egipto, y la ambición de Babel, y la ingratitud y ludibrio de Israel. ¿Quién no conoce la miseria que trae un pensamiento que nos ronda continuamente a pesar de que tratamos de rehuirlo y persiste en molestar­nos si no nos puede seducir? ¿O de una odiosa y enferma imaginación, no nuestra, pero que es introducida en nuestras mentes por fuerzas extrañas? ¿O de los conocimientos satánicos alcanzados con o sin culpa del hombre y por cuyo desprendimiento y olvido para siempre daría el hombre un alto precio? Adversarios como éstos se reunieron a tu alrededor, Bendito Señor, en número de millones; vienen en tropeles más numerosos que las plagas de langostas o del gorgojo, que los azotes del granizo, o de las moscas o de las ranas, enviadas contra el Faraón. Allí están presentes todos los pecados de los vivos y de los muertos, de los que aún no han nacido, de los que se han perdido y de los que se han salvado, de tu pueblo y de los gentiles, de pecadores y de Santos. Tus más queridos, tus santos y tus elegidos, pasan sobre Ti. Tus tres Apóstoles, Pedro, Santiago y Juan también se hallan contigo pero no para consolarte, sino como acusadores, como los amigos de Job, "arrojando tierra hacia el cielo", acumulando maldiciones sobre tu cabeza.

 

Todos se encuentran ahí. Sólo falta una persona y no estaba porque Ella, que no tuvo parte en el pecado, era la única que podía consolarte; por eso no estaba cerca de los pecadores. María estaría cerca de Ti en la Cruz y lejos de Ti en el huerto. Ha sido tu compañera y tu confidente durante tu vida; intercambió contigo los puros pensamientos y las santas meditaciones de treinta años, pero su oído virginal no puede percibir, ni su corazón inmaculado concebir, lo que ahora se te presenta cual visión delante de tu vista. Sólo Dios pudo soportar tal prueba. Algunas veces has mostrado a tus Santos la imagen de un pecado, como aparecen a la luz de tu faz, o de pecados veniales, y no de mortales; y ellos nos han dicho que su vista les acarreó todos los horrores menos la muerte y los hubiera matado si no hubieran sido instantáneamente retirados. La Madre de Dios, aun con toda su Santidad, ni aun en razón de ella, no podría haber soportado ni una parte de aquella innumerable progenie de Sata­nás que ahora te cerca. Es la eterna historia del mundo y sólo Dios puede soportar su peso. Las esperanzas marchitas, los juramentos quebrantados, la lascivia satisfecha, los consejos despreciados, las oportunidades perdidas, la inocencia traicionada, la juventud encallecida, los pecadores reincidentes, los justos derrotados, los ancianos malogrados, el sofisma del error, la terquedad de la pasión, la obstinación del orgullo, la tiranía de la mala costumbre, el cáncer del remordimiento, el tormento agotador de la preocupación, la angustia de la vergüenza, los alfilerazos de la desilusión, la enfermedad de la desesperación, los espectáculos crueles y lastimosos, las escenas repugnantes, detestables y enloquecedoras: aún más, los rostros macilentos, los labios convulsos, las mejillas arrebatadas, el ceño fruncido de los esclavos voluntarios del demonio, todos y todas estas maldades se hallan ahora delante de Cristo, pesan sobre Él y en Él. Se encuentran en Cristo, en vez de aquella paz inefable que habitaba en su Alma desde el momento de su concepción. Se hallan ahora sobre Cristo, como si le pertenecieran. Jesús clama a su Padre cual si fuera el criminal, y no la víctima. Su agonía toma la forma de culpa y de arrepentimiento. Cristo hace penitencia, Cristo se confiesa, Cristo se ejercita en la contrición, con una realidad y virtud infinitamente mayores que la de todos los Santos y penitentes juntos, pues Él es la única víctima, la única redención, el verdadero penitente; todo, menos el ver­dadero pecador.

 

Cristo se levanta lentamente de la tierra y se vuelve para enfrentarse con el traidor y sus secuaces que ya rápidamente se acercan en medio de sombras profundas. Cristo se vuelve, y, ¡miradle! Hay sangre en sus ropas y en sus huellas. ¿De dónde proceden estos frutos primeros de la Pasión del cordero? Todavía ningún soldado ha azotado su cuerpo, ni sus manos ni pies han sido taladrados por el verdugo. Hermanos míos, Cristo sangró antes de tiempo; Cristo derramó su sangre, pues su Alma agónica rompió su envoltura humana y fluyó en sangre al exterior. Su Pasión comenzó por su interior. Aquel atormentado corazón, centro de ternura y de amor, comenzó a trabajar y golpear vehemente y más de lo que podía soportar según las leyes naturales: “los cimientos del abismo profundo se quebraron”, el rojo fluido vital circuló tan abundante y vigorosamente por todo su cuerpo que, desbordando sus venas y aflorando por sus poros, se detuvo como copioso rocío sobre su sacrosanta piel, convirtiéndose luego en gotas que rodaron henchidas y pesadas empapando la tierra.


 


“Mi Corazón siente angustias de muerte”, dijo el Salvador. Así se ha definido aquella terrible peste que se cierne sobre todos y que llega con la muerte, queriéndose con esto afirmar que no tiene principio, que no hay posibilidad de esquivarla, que la esperanza ya no existe cuando llega y que lo que parece ser su curso no es más que agonía de muerte y verdadera disolución. Así es: nuestro Sacrificio Reparador, en un sentido más alto, empezó con esta pasión de dolor, no llegando a morir porque obedeciendo a su Deseo Omnipotente no se rompió su Divino Corazón, ni el Alma se separó del Cuerpo, hasta que padeció en la Cruz.

 

No; Cristo no había aún vaciado aquel cáliz rebosante hasta los bordes ante el cual su debilidad natural se quiso apartar. Su captura y acusación, la bofetada del soldado, la prisión, el juicio, las mofas, la peregrinación de tribunal en tribunal, la corona de espinas, el lento camino hacia el Calvario y la Crucifixión tenía aún que padecerlas. Tenía antes que transcurrir una noche y un día completos, hora tras hora, tiempo terriblemente largo antes de que llegara su fin y de que cumpliera su misión.

 

Luego, cuando el momento señalado hubo llegado y Cristo lo ordenó, así como su Pasión había comenzado en su Alma, en su Alma terminó. Cristo no murió de agotamiento o de dolor corporal. Cuando lo ordenó, su atormentado Corazón se quebró, y Jesús encomendó su Espíritu al Padre.

 

“¡Oh, Corazón de Jesús, todo amor, te ofrezco estas humildes oraciones por mí y por todos aquellos que se unen a mí en espíritu para adorarte! ¡Oh, Sagrado Corazón de Jesús, muy amado! Deseo renovar y ofrecerte estos actos de adoración y oraciones por mí, miserable pecador, y por todos aquellos que se me unen para adorarte, durante todos los instantes, mientras me quede un soplo de vida hasta el final de mis días. Te pido, ¡oh, mi buen Jesús!, por ­la Santa Iglesia, tu amada esposa y nuestra verdadera Madre, por todas las almas de los justos y por todos los pobres pecadores, por los afligidos y por los moribundos, y en fin, por toda la humanidad. No permitas que tu Sangre sea derramada en vano, que sirva para aliviar las penas de las almas del purgatorio y, particularmente, las de aquellos que en su vida practicaron esta santa devoción de adorarte en la Cruz”.

 

Helena Faccia

elrostrodelresucitado@gmail.com

 
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