Viernes, 26 de abril de 2024

Religión en Libertad

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XIV Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan

Zacarías 9, 9-10; 1 Corintios 10, 16-17; Mateo 11, 25-30
«Has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla»
6 Julio 2014      P. Carlos Padilla Esteban
«Benditos los que se cansan porque tendrán el descanso verdadero en el pecho del Señor, en su momento, cuando lo hayan dado todo. Somos felices cuando nos cansamos por amor»

¡Qué difícil nos resulta a veces descansar bien! Cada año, al acercarse las vacaciones, siempre el mismo desafío. Llegamos con el alma cansada. Son muchos caminos. Muchos momentos guardados en el alma. Buscamos la calma y el descanso. Hacemos algo distinto. Esperamos descansar de verdad, para volver renovados. Tenemos en ocasiones demasiadas expectativas con este tiempo. Queremos que sea perfecto. Luego no lo suele ser y nos decepcionamos. Las vacaciones son un tiempo para agradecer. Miramos hacia atrás y damos gracias. Hay tantos motivos por los que agradecer. Siempre, es verdad, siempre todo puede ser mejor. Siempre podíamos haber sido más felices, más plenos. Siempre la realidad es susceptible de mejora. Cuando uno es perfeccionista suele ver la botella medio llena. La obra de arte nunca terminada. Porque un leve retoque puede mejorarlo todo. Tal vez este año ha sido duro. Y en su dureza puede costarnos encontrar motivos por los que alegrarnos. Queremos entregarle a Dios, en primer lugar, las cosas difíciles, las cruces, los momentos de oscuridad, las pérdidas, los pequeños y grandes fracasos, las ausencias, las discusiones, los motivos para criticar a otros, los desencuentros. Sí, hay cruces con las que cargamos cada día a veces sin darnos cuenta. Las llevamos en la espalda y pesa. El otro día el salmo decía: «Líbrame, Señor, de mis ansias». Y yo pensaba que tenemos muchas ansias. Lo queremos todo y ya. Queremos la vida y la gloria. Queremos el amor y el abrazo. Queremos que todos los planes resulten. Sí, la ansiedad muchas veces nos puede. A lo mejor durante este curso hemos cargado muchas cosas casi sin darnos cuenta. Porque nos tocaba. Porque otros no podían hacerlo. Porque si no lo hacíamos se quedaba sin hacer. Porque nosotros éramos necesarios. En fin, muchas razones para cargar, llenos de ansias, por los caminos. Deberes, compromisos, responsabilidades. Pesa el alma. Cansados. Sí, queremos descansar. Hoy escuchamos: «Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y Yo os aliviaré». Queremos agradecerle a Dios porque nos sostiene en esos momentos, porque nos espera en lo alto de la cuesta, al final de la etapa. Nos ayuda a caminar. Nos levanta cuando caemos y estamos fatigados. Nos abraza para calmar el cansancio. Él es nuestra fuerza. En Él revivimos y nos ponemos de nuevo en camino. Queremos ser mejores, es cierto, pero sabemos que sin Dios nada es posible. Decía el P. Kentenich: «Apuntamos no sólo a un perfeccionamiento de la naturaleza en todos sus aspectos, sino también a una elevación de la misma. He aquí pues nuestro anhelo: revestirnos de Cristo, ser como Él, peregrinar por el mundo como otros Cristos»[1]. El cansancio del camino nos tiene que llevar a Cristo. En Él descansamos y nos asemejamos a Él, reflejamos su rostro. Su presencia nos sana y alivia.

Hoy Jesús muestra ternura hacia los suyos, hacia los más pobres, hacia los que se sienten desvalidos y cansados. Los comprende. Los ama. Nos ama cuando somos débiles y no puede resistirse. «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados». Ha visto el cansancio cuando no nos salen las cosas, cuando buscamos reposo en lugares que no dan paz. Ha visto nuestro cansancio de la vida por sus dificultades, por la rutina, por los fracasos y los sueños que no se cumplen, por las pérdidas. ¿De qué estoy cansado? ¿Dónde busco mi reposo? ¿Qué me agobia? ¿Qué me supera? ¡Qué humano es Jesús en este momento! Su misión fue descargar del agobio del alma a todos los que se acercaban a Él. Jesús responde de una forma que conmueve. No le quita importancia al agobio ni al cansancio. Los toma, nos toma tal como somos, nos conoce, nos comprende, se conmueve. Acoge lo que llevamos dentro. Él mismo sabe lo que es estar cansado y desalentado. Conoce esa paz de reposar en los amigos, en un hogar, en su Padre. Se ha cansado por los caminos y se cansará por el peso de la cruz, por la carga del dolor de los otros. ¿Acaso no deseo un lugar donde reposar, donde ser amado sin tener que esforzarme en cumplir? ¿Acaso mi sed no tiene que ver con que me alivien y me descarguen de esa carga que me pesa en el alma? ¿No sueño con que alguien me ame tanto que tome mi dolor sobre él? Con frecuencia estamos cansados. La vida y sus exigencias. ¿Cuál es el motivo de nuestro cansancio? A veces viene el cansancio por el ritmo que llevamos. Trabajos exigentes, el cuidado de los hijos, los compromisos sociales, apostólicos, familiares, el estudio, la necesidad de formarnos. Una lista de compromisos y obligaciones que va llenando nuestra vida. Nos parece que no hay tiempo para nada. Jesús nos dice que en Él podemos descansar. Que todos nuestros agobios los podemos dejar en sus manos. A veces nos cansamos porque no cuidamos nuestro ritmo de vida. ¡Qué importante es la asertividad! Es la capacidad para expresar nuestros deseos de una manera afable, franca, abierta, directa, logrando decir lo que queremos sin herir a otros. Muchas veces nos cansamos porque no hemos aprendido a decir que no podemos. Nos dejamos llevar por la presión ambiental y cedemos. Acabamos haciendo lo que no queremos hacer y nos acabamos dejando llevar por donde no queremos ir. Es el cansancio por no saber tener las prioridades claras. ¿Están claras en nuestra vida? Cuando hemos pensado y rezamos lo que queremos hacer con nuestro tiempo es más fácil decidir qué hacer en cada caso. Las prioridades en el corazón son importantes. ¿Qué lugar ocupa nuestra familia? ¿Qué tiempo es para Dios? ¿Cuándo y cómo descanso durante la semana? ¿Cómo cuido los vínculos más importantes de mi vida? La importancia de establecer prioridades claras. Habrá lugar para las excepciones. Pero es importante saber hacia dónde caminamos. La meta tiene que estar clara. Y también los acentos. ¿Quiénes somos? ¿Cuál es el ideal que tenemos que hacer vida en nuestras acciones? Para cada cosa su momento. Los imprevistos forman parte de la vida. Pero es fundamental saber lo que Dios nos pide y lo que no es de Dios. No todo lo que es bueno tengo que hacerlo. Habrá cosas buenas que no me las pida Dios. Saber distinguir las unas de las otras no es fácil. Nos exige tiempo de oración. Y tampoco puedo vivir protegiendo enfermizamente mi espacio y mi tiempo.

El tiempo es de Dios y nos pide que se lo entreguemos. Un seminarista siempre contestaba a los que le pedían cosas que no estaban bajo su responsabilidad: «No me corresponde». Con esa excusa, delimitando perfectamente nuestras responsabilidades, podemos pasar por la vida sin involucrarnos. Hacemos lo mínimo, lo que nos toca a nosotros y no miramos más allá. Porque no nos corresponde. Entonces estamos protegidos, a lo mejor menos cansados, pero infelices. Buscamos una vida confortable, pero no responsable. Nos importa estar nosotros bien aunque los demás no tengan esa paz que disfrutamos. El cristianismo cansa. Porque el cristiano vive mirando al hombre, sus inquietudes, sus miedos, su trabajo. Vive mirando al que sufre y se involucra. Es la tensión que siempre viviremos entre estar tranquilamente descansando o vivir dejándonos la vida a jirones por el hombre que sufre. La tensión entre dar y reservarnos. Entre entregarlo todo y guardarnos para estar bien, sanos, perfectos. ¡Cuántas personas viven hoy buscando su realización, su paz interior, su descanso! El egoísmo es nuestra gran tentación. Nos convencemos a nosotros mismos: «Necesito descansar». Y lo hacemos muchas veces a costa de los demás. Nos importa menos el cansancio de los otros. El otro día oía hablar de San Alonso Rodríguez, que fue portero en el colegio jesuita Montesión, Mallorca; por las noches abría la puerta a los estudiantes que llegaban tarde. Cuando tocaban la puerta respondía: «Ya voy, Señor». Lo hacía con mucha sencillez y humildad, sin quejas. Así debería ser nuestra vida. A veces buscamos esa paz que Jesús nunca tuvo. Tal vez el cansancio nos viene simplemente porque lo hemos dado todo. Decía el Papa Francisco: «Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta». No, el cansancio por seguir a Cristo, no es un cansancio malo ni enfermizo. No, es el cansancio de los hijos de Dios que hacen lo que su Padre desea y vuelven cansados a casa después de haber cumplido como siervos fieles. Es normal caminar con cansancio. Es normal que el amor nos canse. Lo contrario no tendría sentido, sería vivir una vida entre algodones. Un amor sin compromiso no es amor. Lo contrario de la paternidad responsable es una paternidad confortable. Tener hijos cansa. Amar cansa. Dar la vida cansa. Benditos los que se cansan porque tendrán el descanso verdadero en el pecho del Señor, en su momento, cuando lo hayan dado todo. Somos felices cuando nos cansamos por amor. Cuidando al que sufre, dando la vida por el que nos han confiado, escuchando al que necesita una palabra de esperanza, sirviendo al que pone Dios en nuestro camino. No somos felices cuando buscamos egoístamente la propia satisfacción. Una vida llena de paz y descanso puede llevarnos a vivir de una manera burguesa, acomodada, chata, sin brillo, sin luz. No lo queremos. Queremos seguir a Cristo hasta la cruz, aunque nos cansemos en el intento. Por eso las vacaciones no son un tiempo para no hacer nada. Más bien es un tiempo que Dios nos da para hacer otras cosas. Para cuidar otros aspectos de nuestra vida. Para leer, para pasear, para visitar, para estar con las personas a las que queremos, para cuidar los momentos de diálogo y descanso con los otros. Las vacaciones son un tiempo privilegiado para crecer, para aprender cosas nuevas, para avanzar en el camino espiritual.

También este tiempo de vacaciones nos tiene que llevar a alegrarnos por los regalos de este curso. Dios me habla de muchas maneras y me regala su presencia. A veces el ruido de un árbol que cae no nos deja escuchar el silencioso rumor de los cientos de árboles que crecen. Así es en nuestra vida. Una caída, una derrota, toma dimensiones dramáticas. Dejamos de ver la luz de nuestro camino. Dejamos de alegrarnos con las pequeñas victorias, con las caricias de Dios a veces tan delicadas. Nos olvidamos de dar gracias por las evidencias. Creemos tener derecho a la salud, a una vida ordenada, a ciertas pautas que se repiten en nuestro día a día. Dejamos de apreciar el amor recibido como un don y lo exigimos como un derecho. No reconocemos en la paz que nos rodea una gracia inmerecida. No valoramos los logros pequeños que vamos obteniendo y pensamos que es lo mínimo que podemos tener. Nos quejamos. ¡Qué fácilmente nos quejamos de lo que nos falta! Es una pena, porque no aprovechamos la vida. Un corazón agradecido es un corazón feliz y contento. Cuanto más sepamos agradecer más paz tendremos en el alma. Agradecemos cuando somos pobres de espíritu, cuando no nos creemos con derecho a nada, cuando vemos todo como un don inmerecido. Es la alegría por aquellas cosas de nuestra vida que parecen poca cosa. ¿Qué tenemos que agradecer? ¿Qué nos ha ocurrido este año? ¿Cuáles han sido esos regalos que nos ensanchan el corazón? ¿Cómo podemos saborear en este tiempo la belleza de lo vivido? Le ponemos nombre a esos momentos especiales. Son muchos meses. A veces la memoria flaquea y olvidamos. Vamos de experiencia en experiencia sin reflexionar, sin saborear la vida.
 
A veces se nos olvida cómo vivir. Quizás por eso es bueno escuchar a los niños. Contemplar su mirada. Acoger sus respuestas. Porque vivir es algo que no siempre logramos. La vida siempre vuela. Pero no la vivimos. Vivir es algo más que ver pasar el tiempo. Vivir es dar la vida, sin retener las horas. Dibujar los momentos que construyen mi alma. Acariciar el viento, como soñar despierto, como tocar las cumbres, como vivir sin pausa, sin miedo, sin sombras, sin tristezas. Vivir de verdad. Intensamente. Lo hondo y lo pasajero. El placer de la vida y el dolor más profundo. Es tocar las heridas con un respeto santo, arrodillados. Es mirar el mañana, cuando amanece el día, descifrando los signos, encontrando el camino. Es guardar entre los dedos la luz que hemos tocado, o la que no apreciamos. Es amar sin miedo a perderlo todo. Es aprovechar el momento, sin pensar que se escapa. Es levantar el vuelo y caer cada noche, cansados, agotados, muertos, sin excusas, sin habernos guardado. Es pensar que los sueños sólo valen si florecen, porque si no lo hacen, se pierden y se olvidan. Es creer que las palabras dan vida cuando creemos en ellas, en su fuerza creadora, en ese poder mágico que todo lo transforma. Es pensar que mi vida es pequeña y necesaria, útil e imprescindible. Porque somos únicos. Porque valemos oro. Es agradecer el sol y disfrutar la tormenta, sin lamentar las pérdidas, sin el pecho oprimido. Es mirar lo que da luz y acordarse del pasado, saboreándolo, contemplándolo. Es agradecer a la vida por tantos regalos y saber que todo es bueno, incluso lo malo. Es sonreír cuando estamos tristes y llorar con el que llora, aunque estemos alegres. Es caminar despacio, esperando a los que nos siguen. Es detenerse a esperar, porque es lo más sano. Aunque perdamos el tiempo o el lugar o nuestro espacio. Porque nos necesitan, porque no saben el camino. Es vivir y morir, un poco en cada instante. Detenerse ante el caído, aunque perdamos la vida y se nos escape un poco el plan tan bien trazado. Es caminar con la herida, sin pretender estar sanos, dejando en las entrañas de la tierra algo nuestro, lo más sagrado. Es abrazar y sonreír, levantar y caerse. Es construir un palacio aunque no lo habitemos. Dibujar ese cielo que nunca surcaremos. Es navegar con calma un océano sagrado, sin saber el destino, sin importarnos tanto. Es vivir de verdad, porque la mentira hiere, sin esconder los miedos, sin ocultar caídas. Con la cabeza alta, sin hundirnos, caminando siempre hacia delante. Es tocar la esperanza hecha carne en la vida, en las almas que encontramos, en las personas que se nos confían. Es aceptar las cosas, como son, sin querer cambiarlas, sin temer perderlas, sin querer poseerlas. Es surcar los hondos mares, paladear la brisa, sonreír a la luz que desvela horizontes y sostener la noche que antecede al día. Es amanecer con calma y atardecer sonriendo. Es vivir y morir, amando a cada paso. Es guardar en mi alma la luz de cada día.

Creo que la vida es distinta cuando aprendemos a vivirla con el Señor. El Señor camina a nuestro lado. Vivir con Él significa vivir recostados en su pecho. Como decía CS Lewis: «Si quieres estar caliente, permanece cerca del fuego. Si quieres tener alegría, paz, vida eterna, permanece cerca de lo que las posee». Si permanecemos cerca del Señor todo será más fácil. Allí descansaremos. Allí encontraremos la paz que tantas veces nos falta. Volvemos a Él. Descansamos en su costado abierto. ¡Qué importante acercarnos a su corazón en cada Eucaristía! Tomar su Cuerpo, beber su Sangre. Acariciar su presencia que se nos escapa. Su amor que ha querido quedarse con nosotros. Una persona rezaba así a Jesús: «Quiero estar cerca de ti. A tu lado en la noche. Despertar contigo tocando tu rostro. No puedo ver tu rostro. Me dijiste un día que mi herida era importante, lo más importante de mi alma. Eso me conmovió. Porque yo quería esconderla. Te doy gracias por estar ahí. En cada momento de mi vida. Cuando temblaba y me alejaba. Cuando corrías a mi lado. Cuando me hablabas sin palabras y tus ausencias eran caricias. Sí, en esos momentos de frío y viento. De sombras y dolor. Sí, siempre estabas. También ahora». Descansar en el Señor. Poner nuestra cabeza en su pecho. El descanso verdadero. Él nos recuerda lo valiosos que somos. Nos ama sin condiciones. Nos hace ver que nuestra herida es el camino de la Salvación. Nos muestra todo lo que podemos hacer en nuestra debilidad. Nos levanta cuando perdemos la esperanza. Nos alienta cuando nos falta el aliento. Le da sentido a nuestra historia. Con victorias y derrotas. Porque, como dice Rafael Nadal: «La derrota es compañera de camino». La cruz nos puede hacer llorar, pero no nos impide seguir avanzando. Caminamos con algo de dolor y tristeza, pero seguimos caminando y soñando alto.

Hoy de nuevo nos acercamos al alma de Jesús. Jesús nos abre su corazón y nos pide que nos asemejemos a Él. Henri Nouwen dice: «Háblanos desde ese lugar del corazón donde eres más tú mismo». Jesús hoy se pone como ejemplo. Desvela algo de su ser. Habla de lo más íntimo, de lo más profundo. ¿Quién es Jesús en lo más hondo? ¿Cuál es su nombre? Él es humilde y manso. Y quiere que seamos como Él. El P. Kentenich comenta: «Algunas palabras del Señor operan como resquicios que nos permiten vislumbrar el fondo de su alma. Todas esas palabras que nos abren una puerta para atisbar en lo hondo del alma de Jesús se pueden resumir en una expresión que entraña un universo entero. En su vida Jesús no hizo otra cosa que decir Sí, Padre(Lc 10,21). ¿Por qué predicaba Jesús? No porque tuviese necesidad de ello, sino porque el Padre así lo quería. Toda la mente y todo el corazón de Jesús tenían como eje al Padre del Cielo»[2]. Hoy Jesús nos habla desde ese lugar del corazón donde Él es más Él mismo. Es la única vez en el Evangelio que nos pide que aprendamos algo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». No nos pide que aprendamos a hacer milagros. No resalta algunos de los rasgos de su vida. No pide que seamos misericordiosos, verdaderos, fieles, auténticos, honestos, justos. Es verdad que en otras ocasiones expresa esos ideales a través de parábolas. Pero en esta ocasión nos dice que aprendamos de Él que es humilde y manso. Detrás de su humildad y mansedumbre se esconde la actitud confiada ante su Padre. La actitud de aquel hijo que confía plenamente en su Padre. Fue siempre su actitud. Decía Benedicto XVI: «Es preciso recordar que el atributo esencial de Jesús es el que expresa su dignidad, el de Hijo. La orientación de su vida, el motivo originario y el objetivo que la han modelado, se expresa en una sola palabra:Abbá, Padre amado’». Jesús quiso siempre agradar a su Padre. Fue el sentido de su vida ser hijo dócil en sus manos. Es la actitud filial que hoy quiere regalarnos. Es un mensaje sencillo que Dios ha revelado a la gente sencilla. Y nosotros a veces somos muy complicados. «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla». Mira a los suyos, se conmueve al ver la fe de los más sencillos, de los más pequeños. Se llena de ternura hacia los más pobres, hacia los que tienen esa mirada pura que, sin saber mucho, sí lo reconocen. El mensaje está oculto para el que cree saberlo todo, para el que no está abierto a comenzar de nuevo, para el que no se ve necesitado y encasilla a los otros sin darles una oportunidad. Le damos demasiadas vueltas a las cosas. No miramos la vida con fe sencilla. Le pedimos a Dios continuamente que nos dé explicaciones, que nos aclare por qué ocurren las cosas de determinada manera. Dios calla. El silencio de Dios nos aturde. Tenemos que ser como niños. Confiar más. No tratar de entenderlo todo con mente adulta. No querer tener respuestas para todas nuestras preguntas. Es absurdo. En el camino de la vida muchas cosas permanecerán ocultas, escondidas, indescifrables. Jesús nos pide que seamos como niños. Que nos atrevamos a llamarle a Dios Padre. Que dependamos de su conducción, de su cariño y protección. Como los niños. Georges Bernanos tuvo una poderosa intuición: «El niño extrae humildemente el principio mismo de su alegría del sentimiento de su propia impotencia. Confía en su madre. Presente, pasado, futuro, toda su vida, la vida entera, se encierra en una sola mirada y esa mirada es una sonrisa». El niño se sabe amado y por eso confía. Su sonrisa es amplia, sincera, llena de verdad. Su sonrisa sabe que nada malo se esconde bajo las apariencias. No ve debajo del agua cosas peligrosas. Mira con inocencia, porque aún no la ha perdido. Confía y ama sin pretender nada, sin buscar nada. Se abandona en los brazos de su padre. Ama.

Hoy Jesús nos invita a ser mansos. Jesús es manso porque perdona, porque da gracias al Cirineo cuando se acerca, porque implora perdón al Padre para sus verdugos, porque calla en lugar de defenderse. Porque calma la tempestad del corazón cuando nos acercamos a Él. Porque no juzga duramente, porque escribe nuestros pecados en la arena, sabiendo que luego los borra el viento. Nos pide nuestra carga para aliviarnos, nuestro dolor para descargarnos, nuestra angustia para darnos paz. Su amor es sin condiciones. ¡Qué difícil es ser mansos como Jesús! Mansos al aceptar las críticas y no defendernos cuando somos juzgados. Mansos para llevar con paz los contratiempos y las contrariedades, sin quejas, sin insultos. Mansos para no contraatacar cuando nos atacan. Mansos para aceptar con valentía las cargas que pesan sobre nuestra espalda. Mansos para no devolver mal por mal, sino bondad y silencio cuando somos ofendidos. Mansos para calmar la tempestad del corazón de aquellos que buscan descanso en nosotros. Sí, ¡qué difícil ser mansos! Brota la ira, la rabia, el deseo de venganza. No nos calmamos fácilmente cuando hemos sido heridos. La mansedumbre tiene mucho que ver con la paciencia. Van muy unidas. Una oración lo expresa así: «Concédeme la paciencia suficiente para adaptarme a los imprevistos, para convivir con mis límites. Cristo, concédeme la paciencia para afrontar la adversidad, para perseverar ante las frustraciones, para creer en lo que es posible. Cristo, concédeme la paciencia para apreciar las cosas sencillas, para asumir el desafío de cada día, para poseer un corazón servicial y confiar en tu Providencia». Un corazón paciente y manso es el que le pedimos a Dios. Un corazón dócil que acepte con alegría lo que procede de Dios, lo bueno y lo malo, las cruces y las alegrías. Un corazón manso que no se rebele al no alcanzar la meta. Los mansos a veces parecen ser objeto de la burla y la crítica. La mansedumbre parece que nos hace débiles. Pero es todo lo contrario. Es fuerte el corazón del hombre manso. Porque manso es aquel que lo aguanta todo sin quejarse. Y la queja es lo más propio de un corazón débil. Mansos como corderos para acoger la voluntad de Dios, para no dejarnos llevar por la ira, para aceptar los contratiempos con un corazón calmado. Manso es el Cordero de Dios llevado al matadero. Manso, no débil, cuando toma el cáliz en sus manos. Cuando lo miramos partido en la Eucaristía y pronunciamos el Cordero de Dios, alabamos la mansedumbre del Cordero que no se rebela y se entrega. Jesús muestra el camino. Además lo sabemos, ¡cuánto bien nos hace vivir cerca de personas mansas! Cerca de los que no golpean nada cuando se enfadan y no se dejan llevar por ataques incontrolables de ira. Es complicado vivir con personas de genio indómito. Con aquellos que responden con ira y rabia ante la menor contrariedad en la vida. Es verdad que es muy difícil mantener la calma del corazón cuando nos enfrentamos a injusticias. Es muy duro. Pero es el ideal al que aspiramos. Un corazón que sea una roca firme en la que otros puedan descansar. Un corazón que no se altere de manera injustificada y desproporcionada. Un corazón que trate el éxito y el fracaso como lo que son, dos impostores. Un corazón que sepa acoger la vida sin perder la paz interior, cuando las cosas no salen como soñábamos.

Jesús nos invita hoy a ser humildes. Es difícil ser humildes. Normalmente el amor propio y el orgullo nos alejan de las personas. Jesús hoy se describe a sí mismo y dice que es humilde de corazón. Es el Dios que se abaja, que no impone, que se oculta, que se hace pobre, que se despoja de su rango pasando por uno de tantos y se cansa por los caminos tomando ovejas perdidas sobre sus hombros. Humilde en Belén, escondido en la fragilidad de un niño que necesita el abrazo de sus padres. Humilde en Nazaret, con la sencillez de una vida cotidiana, de un día tras otro con José y María, sin nada extraordinario. Humilde en una aldea, aprendiendo a hablar, a correr, a rezar, a llorar. Humilde en el bautismo del Jordán, en la fila, detrás de todos, esperando como uno más a ser bautizado por el que no era digno de desatarle las sandalias. Humilde cuando necesita irse al desierto a buscar, a encontrarse con su Padre. Humilde en su ser de caminante que no tiene hogar, que se hospeda donde le abren la puerta, que necesita a sus amigos, que disfruta lo que el Padre le da sin pedir nada. Humilde cuando implora ayuda a su Padre en Getsemaní, cuando pide la compañía a Pedro y teme que los suyos puedan marcharse. Humilde cuando se deja azotar y coronar de espinas. Humilde cuando carga la cruz. Cuando se burlan de Él y Él guarda silencio. Humilde cuando me espera cada día, cuando llama a mi puerta y aguarda paciente, respetuoso, a que abra para poder entrar. Humilde cuando sigue esperando y yo no abro. ¡Qué difícil ser humildes! Es un arte. Es una gracia.La humildad es lo que admiramos en las personas a las que más respetamos. No hay nada que provoque más nuestro rechazo que la vanidad y el orgullo. Ante aquellos que nos hablan siempre de sus éxitos y capacidades, ante aquellos que no dejan de presumir de sus logros, no nos sentimos cómodos. La vanidad, la prepotencia, la ostentación, no despiertan el amor. La humildad, por su parte, nos atrae. Aquellas personas humildes son un don. Pero no una humildad fingida o impostada. Sino una humildad auténtica, que brota de lo hondo del corazón. Miramos a Jesús. Miramos a María. Ella es la humildad encarnada. La esclava, la sierva de Dios. En Ella confió Dios la misión más grande. Porque es humilde. Porque no se engríe. Decía el P. Kentenich: «La eternidad nos mostrará un día que las almas pequeñas fueron las que determinaron el destino. Las pequeñas, no las grandes». Las almas humildes son pequeñas, se saben pequeñas y aprenden a confiar en el poder de Dios. Son las almas de aquellos que confían, que se dejan guiar, que no imponen, que respetan. Un corazón humilde une y acerca a Dios, no impone, respeta. Nosotros servimos y obedecemos.

Pero la humildad es un camino que recorremos de la mano del Señor. Aprendemos a ser humildes cuando conocemos el amor de Dios y comprendemos que Dios no nos ama porque somos buenos, sino porque Él es bueno. La desproporción entre lo que somos y lo que podemos llegar a ser es lo que nos hace humildes. La humildad es verdad, es conocimiento de mi verdad más profunda. Nos alegramos de ser como somos y sabemos que podemos dar mucho más. Dios puede hacer obras grandes con mi barro. Puede hacer una obra de arte. Pero eso no me hace vanidoso, sino humilde. Es Él con su poder. Él en mí. Él actuando sobre mi vida. Esa experiencia me descentra. Hace que el centro sea Él. Puede ocurrir que no aprendamos solos a ser humildes. Entonces las humillaciones de la vida, las derrotas, los fracasos, nos ayudan a ser más humildes. Decía San Francisco de Asís al preguntarse sobre la alegría perfecta: «Si somos perseguidos, despreciados, etc., y tú te alegras en Dios, entonces tenemos la alegría perfecta». Cuando Dios nos regala la gracia de ser capaces de alegrarnos en las persecuciones, en el fracaso, tenemos una alegría que procede de Dios y esa alegría nos hace humildes. Alegre es el que se mira pequeño y confía. El que se sabe débil y sonríe. Sí. Es la alegría que da la verdadera humildad. Una humildad que tiene grados. Somos humildes cuando nos vemos débiles. Crecemos en nuestra humildad cuando aceptamos que otros nos vean débiles, vean nuestras torpezas, se rían de nuestra fragilidad. Crecemos aún más cuando estamos dispuestos y nos conforta ver cómo los demás nos tratan de acuerdo a nuestra debilidad. Saben cómo somos y nos tratan de acuerdo a lo que somos. Es duro ser humillados y sonreír. Alegrarnos de no tener nada seguro y confiar. El P. Kentenich dice al hablar de las cruces y dificultades: «Queremos transformar las fuentes de dolor en fuentes de alegría. La educación en la alegría debe saber tocar también este sufrimiento con la vara mágica y hacer del sufrimiento una fuente de alegría. Esa vara mágica es el amor. Sólo cuando sea el amor el que me impulsa a Dios, y sepa que todo es expresión de su amor, tendré en mi poder la vara mágica con la que todo puede convertirse fácilmente en fuente de alegría».[3]La humildad ha de ir siempre unida al amor para poder ser fuente de alegría. Así podremos mirar nuestra vida y alegrarnos de ser pequeños. Repetiremos el «Magnificat» en nuestro corazón: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque ha mirado la humillación de su esclava». María se alegra de ser pequeña. Es el camino que Jesús hoy nos propone.
 
¿Cuál es el yugo de Jesús? ¿Por qué es tan ligero y llevadero? Jesús se detiene en medio de su vida cotidiana y mira al cielo. Necesita compartir con su Padre todo lo que lleva en el corazón. Mira a los cansados y agobiados y les dice: «Cargad con mi yugo. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera». Mateo 11, 25-30. Su yugo es llevadero, su carga ligera. Jesús nos dice que el que el se acerque a Él no va a perder nada, sólo va a ganar. Porque su yugo es ligero. Siempre que en una boda pongo el velo como el yugo de Cristo uniendo a los esposos y los bendigo, me admiro de la delicadeza del amor de Cristo. Es un yugo de seda, suave y ligero. Pero un yugo que une al matrimonio para siempre. Cristo une al hombre y la mujer y expresa así su amor eterno. Une ese amor para que sean una sola carne. El yugo que une a los bueyes une a los esposos. Los une, pero es un yugo ligero. El amor siempre es ligero. El amor maduro, generoso, que no tiene envidia, que no guarda rencor ni el recuerdo de la ofensa. Un yugo suave el del amor de Cristo. Es el yugo que nos une con Él. Un yugo para la eternidad. El yugo de Jesús consiste en hacer la voluntad del Padre. Su yugo es el yugo del amor. ¡Qué difícil hacer siempre lo que Dios nos pide! Decía el P. Kentenich: «Simplemente hay que amar tal como Cristo lo hizo. ¿Y cómo amó Él? Amó entregando su vida por todos, incluso por los que le pagaban con ingratitud. Si Cristo vive en nosotros, demos prueba de que ese Cristo nutre en nosotros (...) un amor heroico al prójimo»[4]. Un amor heroico, nuevo. Un amor que salva. Un amor que nos exige dar la vida con alegría. Un amor que no escatima nunca, su norma es un amor sin medida. Nos dice el P. Kentenich: «Donde se cultiven los mismos sentimiento de Cristo, allí no habrá simulación, sino obser­vancia de los mandamientos de Dios. Éste es nuestro estilo de vida: ser como Cristo, hacer nuestros los sentimientos de Cristo en todos sus aspectos»[5]. El yugo de su amor nos enseña a vivir. Sus mandatos son camino de vida y esperanza. Es un yugo suave, vivir con sus sentimientos, vivir en Él.


[1] J. Kentenich, Mi vida es Cristo, P. Rafael Fernández
[2] J. Kentenich, Mi vida es Cristo, P. Rafael Fernández
[3] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría
[4] J. Kentenich, Mi vida es Cristo, P. Rafael Fernández
[5]

J. Kentenich, Mi vida es Cristo, P. Rafael Fernández 

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