Martes, 07 de mayo de 2024

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Perdón y Redención

por Consideraciones sin importancia

 

Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado… propuse: ‘Confesaré al Señor mi culpa’ y Tú perdonaste mi culpa y mi pecado (Salmo 31)

 

Jacques Fesch tiene 27 años cuando roba, con dos amigos, en una tienda de cambio y numismática. El atraco sale mal. Jacques huye sin el dinero después de herir al dueño de la tienda. Está armado e intenta esconderse de la policía que lo persigue por las calles de París. En un momento de la persecución dispara y mata a un policía. Hecho prisionero es condenado a muerte por asesinato.

Unos meses antes de la ejecución, Jacques Fesch va a vivir un proceso de conversión, o mejor, dos. El primero, su vuelta a la fe en Dios. Influyeron en él su mujer que le llevó un libro sobre los mensaje de la Virgen en Fátima; su abogado; y el capellán de la cárcel, el padre Devoyod.

La “segunda conversión” se produce cuando descubre que su ejecución no es un castigo, sino una ocasión para cumplir la voluntad de Dios. Descubre el sentido que tiene su muerte. El Señor se va a servir de ella para purificarlo y llevarlo a la Vida. Esa muerte deja de ser para él un castigo y se convierte en un regalo de Dios que acepta y ama.

Todo esto sucede en los años 1956 y 1957. Cuando Jacques vuelve de nuevo a Dios, comienza un diario en el que va contando su proceso de conversión, sus batallas humanas y espirituales, y el camino que le lleva a descubrir y vivir desde el amor de Dios. A partir de ese momento, el que era un asesino se convierte en apóstol. Su vida en la cárcel es un testimonio que lleva a otros a la fe. Una vez más se hicieron realidad la palabras de Cristo: ‘a quien mucho se le perdona, mucho ama’.

Años más tarde, en 1986, el cardenal Lustiger, durante una visita a la cárcel de la Santé, habló de la santidad de Jacques Fesch. Y poco después, el mismo cardenal anunció que se abría su proceso de canonización, provocando no pocas protestas de quienes juzgaban que un condenado a muerte por asesinato no podía ser santo.

La conversión conlleva siempre responsabilidad. Me hago responsable de mis actos. Los asumo con todas sus consecuencias. Ahora bien, eso no significa que se cierren todas las puertas o que no se pueda volver a empezar. Dios no tira nunca la toalla, sino que da la posibilidad de redimir. Tiende la mano al pecador, pero primero hay que reconocerse como tal.

El perdón y la redención siempre provocan escándalo. Medimos y juzgamos los actos según nuestra propia medida, no según la de Dios. Y cuando el Señor perdona a quien, con dolor, se acerca a Él, “los bien pensantes” se rasgan las vestiduras. Tienen una imagen tan mezquina de Dios y tan alto concepto de sí mismos, que son incapaces de descubrir el valor redentor de la muerte de Cristo y el amor incondicional de Dios que siempre está dispuesto al perdón.

Hijo mío te amé desde el primer día, cuando me ofendías y sobre todo entonces. Te concedo mi perdón, entero y absoluto, y te concederé más aún. Recibe mi amor, saborea cuán dulce soy para quienes me invocan y no te preocupes por saber si sufres injustamente o no. Eres mi hijo bendito, fui crucificado especialmente por ti, y ahora ves lo que antes no veías[1].



[1] Jacques Fesch, Dentro de cinco horas veré a Jesús, 163.

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