Lunes, 13 de mayo de 2024

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San Alberto Magno. Doctor de la Iglesia

por Contemplata aliis tradere

 

El milagro de San Alberto Magno




El dominico Alberto Magno (1205-1280) y poco después el franciscano Roger Bacon fueron los pioneros que abrieron la ciencia al experimento y por lo tanto al progreso.


Vamos a presentar hoy, 15 de noviembre, fiesta litúrgica de San Alberto, a este prócer del conocimiento y de la ciencia.




En la línea intelectual hubo, al principio de la Orden dominicana (1221) tres generaciones. La primera es la de Santo Domingo de Guzmán  y los que convivieron con él. Ellos fueron los que marcaron la pauta e introdujeron a la Orden en el estudio serio en orden a la predicación. Ellos, desde el principio, aceptaron el reto universitario, asumieron cátedras, e intuyeron la necesidad de una predicación doctrinal salida de largas horas de estudio. Una de las innovaciones más grandes de Santo Domingo fue la de la celda individual, imprescindible para poder estudiar e investigar.

La segunda generación fue la de San Alberto que no conoció personalmente a Domingo. En el año 1223, ya muerto el patriarca, Alberto  conoció en Padua al beato Jordán de Sajonia, sucesor de Domingo, que le dio el hábito dominicano. En la mente del santo burgalés Domingo y de su generación, al hablar de estudios, se referían sobre todo a la Sagrada Escritura para poder predicar. Las artes liberales y la filosofía estaban todavía bajo sospecha. La generación de San Alberto, sin embargo, empujada por los signos de los tiempos aceptó plenamente el campo de la racionalidad como algo separado de la fe aunque a su servicio. Los estudios filosóficos se estaban desarrollando ampliamente en la Universidad y la predicación no podía realizarse a espaldas de este avance cultural.

Esto significaba que había que someter la fe a la comprensión de la razón. Grave escándalo para muchos. Ni Santo Domingo lo hubiera entendido. Sin embargo el progreso exigía adaptarse a los nuevos tiempos. El tema doloroso es que podía haber dos verdades: la de la filosofía y la de la fe. A pesar del sufrimiento que esta situación causaba,  la filosofía y las ciencias experimentales seguían su marcha imparable hacia la autonomía. Hasta ahora, la poca filosofía que hubo, estaba al servicio de la fe. Ahora se hacía independiente y quería comprender el mundo desde sí misma. La gente se preguntaba: ¿Puede haber dos verdades? Y si las hay ¿cómo se pueden vivir? ¿Entre fe y razón quién debe prevalecer?  Eran asuntos importantísimos porque afectaban a la propia vida. ¿Qué pasa si yo entrego mi vida a la fe y me lo niega la razón? No podemos imaginar lo que sufrieron por estos temas aquella gente.

Santo Tomás apaciguó mucho y clarificó parte de los grandes contrastes de la época. Tras de él, toda la Orden se lanzó a la aventura de crear una nueva comprensión de Dios y del universo. Él forma la tercera generación de intelectuales dentro de la Orden. Tomás nació cuatro años después de la muerte de Domingo. Su vida se prolongó entre 1225 y 1274, o sea, sólo vivió 49 años. Fue discípulo de San Alberto aunque este le sobrevivió. Con Tomás se aclararon las posturas que marcan las grandes líneas del pensamiento actual. Su cosmovisión podrá variar en los contenidos pero cada cosa está colocada en su sitio.

En su tiempo

                
Para entender en profundidad el carácter y talante de estos hombres y de su doctrina es necesario colocarlos en su tiempo, en sus circunstancias y en su cultura. El siglo XIII marca el momento álgido entre las relaciones de la fe con la razón y viceversa. Hasta ese momento, se estudiaba la Biblia en las Escuelas, a base de autoridades, sin discusión ni controversia posible. Se trataba, por ejemplo, el tema de la resurrección y a los alumnos se les explicaba y se les hacía aprender lo que han dicho de ella el Evangelio, San Pablo, San Agustín y otros grandes doctores. No cabía discusión alguna; lo decían las “autoridades”. No había dudas, ni opiniones, ni controversias.



Eran tiempos de cruzadas y de fe recia, capaz de levantar grandes catedrales. Se vivía en seguridad y se disfrutaba de ella. El monje era feliz en su claustro deleitándose en la contemplación y la “lectio divina”, sin que jamás sus contenidos y valores fueran discutidos o puestos en duda. Lo mismo sucedía en la familia y en el conjunto de la sociedad. Era una pacífica posesión. La Iglesia, por ende, ejercía su maternidad marcando todas las pautas y no sólo hablaba de fe y costumbres sino que las imponía con facilidad.

            El dios de estas sociedades teocráticas solía ser muy apañadito. Este dios jamás pone en cuestión ni el orden eclesial ni el social; los que mandan, seguirán mandando. En la política, los de “sangre azul”, es decir, los aristócratas, son privilegiados inviolables. Todo lo establecido, tal como está, es un conjunto sacralizado, contra el que nadie se atreve a atentar. El clasismo y la diferencia de clases, se consideran voluntad de Dios. Si al nacer te tocó la suerte del rico, del noble, del plebeyo o la del indigente, es la tuya, tienes que aceptarla. Eso decía la teología y la visión política de la época. El ser pobre, por ejemplo, es una vocación, como el nacer ciego o tullido. Cada uno tiene que aceptar su situación como venida de lo alto. Por eso, no hay movimientos sociales, ni el pobre es jamás sujeto de su propia historia. No la objetiva, no la razona, viene así dada de arriba. Lo más cristiano es aceptar las cosas tal como Dios las quiere.

            En esta concepción de la vida hay pocos sobresaltos. El que vive bien, vive bien; y el que no, tiene el consuelo de la fe y del más allá. El arte, los ideales, las figuras y santos a quienes imitar, no contradecían dicho status, más bien lo reforzaban. La gente no sabía leer pero en el arte encontraba bellas catequesis que no contradecían en nada todo lo establecido. La esperanza se colocaba en el cielo, con lo que se infravaloraba con facilidad la vida terrena, que era un simple paso y lugar de prueba. La injusticia, el asesinato, la opresión, bajo capa de fe o de hazaña bélica, eran moneda corriente, sin que ello contradijera el sistema establecido, del cual apenas eran conscientes ni los más aprovechados de él.

           Canon de Madicina de Avicena Durante esta época feudal, la España árabe vivía momentos de esplendor, como nunca después alcanzó la cultura musulmana. En Córdoba rivalizaba la sabiduria árabe y judía en las obras de Avicena, Averroes o Maimónides. A través de ellos, llegó a Europa la filosofía griega,  pagana y racional,  traducida al latín en la famosa escuela de traductores de Toledo. Con la llegada de la razón, cundió la zozobra en muchas conciencias, pues la pacífica posesión de la fe, vivida hasta ahora, se vio turbada por nuevas concepciones de Dios y del mundo. “¿Es posible una visión del mundo distinta de la cristiana? Si es así, seguro que son contradictorias”. La razón pagana rompió el idilio. El mundo aristocrático enredado en sus luchas era poco sensible a lo intelectual, de ahí que no se percataran del peligro. La Iglesia reaccionó pronto.

            Los pioneros de lo racional no lo tuvieron nada fácil. Abelardo fue el primer teólogo que utilizó la filosofía racional griega para fundamentar la teología cristiana. Esto produjo gran contradicción: “¿Qué necesidad hay de razonar la fe? Se cree y basta.” La Iglesia condenó varias tesis de Abelardo y el pueblo, poco amigo de novedades y firme en sus seguridades, estaba con ella.

             Como es de suponer, la irrupción se hizo imparable. Los maestros ya no podían basarse en autoridades sino que había que discutirlo todo. En las Escuelas se pasó de la simple “lectio” a la “disputatio”, en la que entraban ya razonamientos y posturas encontradas. Durante más de un siglo se sufrió mucho, con crispación e inquietud en las conciencias. Poco a poco, se fue imponiendo la nueva realidad. A veces había disputas solemnes a las que asistía todo el claustro de profesores y alumnos. “Una disputa es provechosa, dice Santo Tomás, cuando instruye a los oyentes para inducirlos a la inteligencia de la verdad de que se trate; entonces es necesario dotarse de razones que investigan la raíz de la verdad y que hacen saber cómo es verdadero lo que se dice. Por el contrario, si se determina la cuestión sólo mediante autoridades, el auditor podrá certificar que es así, pero no adquiere ninguna ciencia ni inteligencia y se irá vacío”.

            Por esta época, siglo XIII, los mercaderes e industriales comenzaban a hacerse ricos y sus gremios formaron ciudades populosas, cambiando el mundo con nuevos usos y exigencias. Fue ésta la primera revolución burguesa. Una de sus exigencias fue la de la formación. Hubo un gran movimiento de alfabetización y pulularon los estudios por doquier, naciendo las universidades, es decir, escuelas universales donde se estudiaba todo el saber. estudents-BoloniaA finales del siglo XII surgió la de Bolonia y la de París y después muchas otras en catarata como, por ejemplo, la de Salamanca. Las órdenes mendicantes, nacidas a principios del XIII, entraron de lleno en este nuevo afán y proporcionaron los más grandes maestros. Entre ellos destacó, como hemos dicho, por encima de todos Santo Tomás de Aquino, el genio que hizo una síntesis maravillosa entre fe y razón, teniendo el coraje de poner toda la sabiduría pagana, en especial a Aristóteles, al servicio de la fe cristiana. Con esto, el cristianismo dejaba de ser un gueto placentero, se modernizaba y entraba en diálogo con todas las culturas.

Hace un tiempo, el Papa Juan Pablo II, escribió una encíclica “Fides et Ratio”, que trata del mismo tema que nos preocupa en este escrito. “La fe y la razón, dice,  son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él, para que conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo”[1]. Este tema siempre será actual. En cada nuevo reto de la ciencia, con sus grandes y continuos descubrimientos, parece que se va a poner en cuestión todas las soluciones dadas hasta ahora..

            El conocimiento lleva consigo, con frecuencia, fuertes sufrimientos y tensiones. Cuando hay problemas sin resolver, que afectan a la propia vida, cualquier inseguridad duele. Estos días de la Edad Media eran días de fe. Nadie ponía en cuestión a Dios, como hemos dicho,  ni se dudaba de sus misterios. La aparición del espíritu racional y crítico produjo mucha inquietud. La fe y la razón necesitaban una gran síntesis y ensamblaje.

 

San Alberto Magno

           

La gran síntesis de Santo Tomás tuvo un precursor que le allanó el camino: San Alberto Magno. Nació en Launingen, junto al Danubio, en la Baviera alemana hacia 1205. Vino a Italia para estudiar, primero en Bolonia, después en Venecia y finalmente en Padua donde conoció al beato Jordán y de él recibió el hábito hacia el año 1223 con gran oposición de la familia. Pocos años más tarde, de vuelta a su patria, enseña en varias ciudades sobre todo en Colonia. Trasladado a París allí conoció a su mejor discípulo, Tomás de Aquino. Le nombraron obispo de Ratisbona a pesar de su oposición y la del maestro de la Orden, Humberto de Romanis. A los dos años renunció porque eso no era lo suyo. Siguió con sus experimentos, estudios y profesorado. Murió en Colonia en 1280.

            Plenamente convencido de la autonomía de la razón y de las ciencias humanas sufrió el grave escándalo que esta postura significaba en aquel tiempo. Se le acusó de alquimista, brujerías y de toda clase de infundios. Todo debido a la aplicación de sus principios de que en las ciencias naturales no se ahonda deductivamente sino a base de experimentos. La ciencia natural no consiste en recibir algo por autoridad, sino en buscar las causas en las cosas[2]. La verdad hay que buscarla en la realidad, no viene de los altos principios ni es infundida por don del cielo. No obstante, santo como era, nos dejó una frase lapidaria en este contexto que suena así: “Veritas, undequaque procedat a Spiritu Sancto est”, o sea, “la verdad, venga de donde venga, procede del Espíritu Santo”.

            Aparte de la teología y filosofía dedicó parte de su vida a la experimentación abriendo así por primera vez el campo del progreso científico y técnico. Que el vino posee entre uno de sus componentes un líquido inflamable. Que los procesos intestinales generan gases también de naturaleza ígnea. Los cuatro estómagos de los rumiantes. Las propiedades del arsenicum o auripigmentum en la combinación de los metales. Las cualidades del vidrio, de la cal… nada escapaba a su curiosidad ni al agudo análisis de su entendimiento: desde la fabricación de ladrillos y la elaboración del carbón de leña hasta las costumbres de los castores y otras aves. Alberto escribió tratados sobre las cuestiones más diversas como óptica, astronomía[3]. Con Roger Bacón, franciscano inglés, ligeramente posterior, fue pionero del empirismo y del método experimental. Roger también fue largamente acusado de alquimista y brujo, pasando diez años encarcelado por su propia Orden.     
      



Ahora bien, volviendo a la pregunta que dejamos sin resolver: Entre la fe y la razón, ¿cuál debe prevalecer? ¿La fe es de Dios y la razón del demonio, como decían muchos en aquel entonces? ¿Ha habido dos revelaciones distintas? Por ejemplo en cuanto a la creación del mundo ¿qué hay que pensar? Algunos filósofos dicen que el mundo es eterno. ¿Cómo es posible si la fe nos dice que ha sido creado? Dice Alberto: El principio del mundo por creación ni es físico ni por la física se puede probar[4]. La razón de la creación no está dentro de la creación, luego no se puede conocer ni por la ciencia ni por la filosofía. Santo Tomás más tarde clarificará estas cuestiones. Alberto, mientras tanto, recomienda: Cuando en cuestiones de fe y costumbres la filosofía y la doctrina sagrada están en desacuerdo, confiaremos preferentemente en autoridades como San Agustín antes que en los filósofos. Si se trata de medicina, mejor es confiar en Hipócrates y Galeno; y, si se trata de física confiemos en Aristóteles que es el que mejor conoce la naturaleza.

            Pese a todo lo dicho, la visión del mundo que tenía Alberto y toda su época es extremadamente pobre en comparación de la que hoy conocemos. Pertenecía todavía al mundo antiguo en el que la mezcla de las cosmogonías con las filosofías constituía un tinglado proveniente del platonismo ajeno totalmente a la realidad. Dice, por ejemplo: El acto creador de Dios produce, en primer lugar la inteligencia o primer causado. Ésta guarda en su seno la diversidad y colabora con Dios en la creación que se desarrolla en etapas descendentes. Primero la inteligencia se identifica con las esferas menores, estrellas y planetas. De ahí salta al alma y a la naturaleza corpórea. Las substancias corporales están compuestas de la materia y de la forma; esta última proviene de la luz solar en colaboración con la inteligencia inmediatamente superior. San Alberto desplazó ya parte de este mundo platónico pero sólo un par de siglos más tarde con Copérnico y Galileo que descubrieron que la tierra no es el centro del mundo sino un pequeño planeta que gira alrededor del sol, se acabó con todas esas fantasías seudocientíficas que había mantenido en la ignorancia al mundo antiguo.

            Los méritos de Alberto son, sin embargo, extraordinarios. Con él la ciencia experimental recibió un formidable impulso  que hizo de sus escritos científicos el manual obligado en todo el siglo XIII. Gracias a él y a Roger Bacón la ciencia se abrió a la experimentación dando cauce a Copérnico, Galileo y todos los demás inventores que nos han descubierto un mundo nuevo y fascinante del que disfrutamos ahora. Consideró el experimento como indispensable en toda investigación científica y así abrió el camino al mundo moderno. Además, sus trabajos de compilación y sus comentarios tuvieron el mérito de poner en manos de los pensadores medievales todo el saber de su tiempo y, sobre todo, la obra completa de Aristóteles interpretado y asimilado por el cristianismo, pues, según Gilsón, Alberto supo ver antes que nadie el inmenso valor de aplicación que la filosofía de Aristóteles representaba para el dogma cristiano. Sin Alberto no hubiera sido posible la síntesis llevada a cabo por Santo Tomás. Éste, inmerso ya en el aristotelismo, no perdió el tiempo con los sueños platónicos y prescindió de su engendro cosmogónico para centrarse en una filosofía y teología mucho más racionales y humanas.

 



[1] [1] “Fides et Ratio”, pag. 3. 1998.

[2] Scientia naturalis non est simpliciter narrata accipere sed in rebús naturalibus inquiere causas (Minaralium lib. II, t. 2, c. 1)

[3] Cfr. Ignacio Antón, folleto sobre San Alberto Magno.

[4] Inceptio mundi per creationem nec physica est nec probari potest physice.

 

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