Este sábado se celebrará en la basílica de San Pedro el funeral por el cardenal George Pell, fallecido en la tarde del martes a consecuencia de una complicación tras ser operado de cadera.

El purpurado australiano, antiguo arzobispo de Melbourne y de Sidney y ex prefecto de Economía de la Santa Sede, fue condenado el 13 de marzo de 2019 a seis años de prisión por abusos. Unos abusos que, con una mera reconstrucción in situ en el lugar de los hechos como la que hizo el periodista Andrew Bolt (quien se confiesa "no cristiano") para Sky News Australia, simplemente no pudieron suceder.

Así acabo entendiéndolo el Tribunal Supremo australiano, que absolvió a Pell por unanimidad de sus siete jueces el 7 de abril de 2020, tras más de un año de cárcel padecido ya por el cardenal.

El Centro de Estudios Rosario Livatino, que lleva el nombre del juez siciliano asesinado por la mafia en 1990 y proclamado beato por Francisco en 2021, ha reproducido un artículo escrito por su presidente, Mauro Ronco, profesor emérito de Derecho Penal de la Universidad de Padua. En él da cuenta de las tropelías jurídicas cometidas para condenar a un inocente solo por ser quien era.

Una meditación sobre la experiencia judicial del cardenal George Pell

1. La noticia de que el Tribunal Superior de Australia había absuelto al cardenal George Pell de todos los cargos, ordenando su puesta en libertad tras 400 días de detención en una prisión de alta seguridad, llenó mi corazón de alegría.

Alguien dijo tras la sentencia: "Entonces, ¡es inocente!". En cuanto a la relación causal automática entre condena e inocencia, no estoy de acuerdo. No es que el cardenal Pell sea inocente porque el Tribunal Superior le haya absuelto; es inocente porque nunca cometió los abusos que se le imputaban injustamente y porque no se habían reunido contra él pruebas lógicamente válidas.

Debemos librarnos del velo de hipocresía que a menudo envuelve la vida jurídica y social. El enunciado de una sentencia firme "pro veritate habetur [se tiene por la verdad]". Pero no contiene necesariamente la verdad. Por supuesto, las sentencias deben respetarse, al igual que las leyes. Sin embargo, la ley humana contraria a la ley natural no es verdadera ley, "sed legis corruptio [corrupción de la ley]" (Santo TomásSuma Teológica, I-II, q. 95, a.2). Por tanto, no obliga al ciudadano en conciencia. La sentencia puede ser injusta por dolo o culpa del juez o de otras partes implicadas en la acusación, o por una serie de contingencias fortuitas que han distorsionado la averiguación de la verdad. El condenado se somete a la sentencia injusta como a una violencia superior a la que no puede ofrecer resistencia.

La ejecución de una pena provocada por una sentencia injusta convierte al condenado en testigo oculto de la verdad. El cardenal Pell, que sufrió un encarcelamiento injusto durante 13 meses, llevó en sí mismo el sufrimiento de la condena como testigo de la verdad.

2. Como hemos dicho precedentemente, la injusticia de la sentencia puede resultar de la malicia o culpabilidad del juez, del investigador o del acusador, o del cúmulo de circunstancias desafortunadas que han desviado la averiguación de la verdad sin culpa de nadie.

Para que los errores judiciales se eviten en la medida de lo posible, la sabiduría jurídica de todos los tiempos, incluso la más severa e inexorable con el delito, ha predicado el máximo rigor en la valoración de las pruebas.

Giacomo Menochio, un gran jurista italiano de la segunda mitad del siglo XVI -una época que ciertamente no era blanda a la hora de castigar a los culpables- escribió: "Probationes dubiae admittuntur in criminalibus ad probandi accusati defensionem, nec non testes de sola credulitate deponentes [La prueba dudosa puede admitirse en las causas penales para probar la defensa del acusado, y también para descartar testigos por mera credulidad]" (De Praesumptionibus, conjecturis, signis et indiciis, Commentaria, Liber V, Praesumptio III, 50, 651) y concluyó: "Accusatoris probatio debet luce meridiana esse clarior et redditur dubia ex qualicumque accusati probatione [La prueba del acusador debe ser más clara que la luz del día, y cualquier prueba del acusado suscita dudas.]" (Ibidem, 52).

Los principios jurídicos que olvidaron los jueces del caso Pell pertenecen a la tradición universal del Derecho. En la imagen, el jurista Giacomo Menochio (1532-1607), citado por el profesor Ronco.

En estas máximas estaba grabado el valor incuestionable del principio de que la prueba del acusador es inaceptable cuando existe un solo indicio contrario que oscurezca su absoluta claridad. De ahí que el juez deba absolver al acusado cuando exista un motivo no capcioso de duda que invalide la prueba de la culpabilidad. No importa que el juez esté convencido en conciencia de que puede superar la duda suscitada por las pruebas de la defensa. Lo decisivo  es que en el juicio ha surgido un motivo objetivo de duda.

El principio "In dubio pro reo", que se expresa en el Derecho contemporáneo como la fórmula según la cual una condena solo puede pronunciarse legítimamente cuando se ha probado la responsabilidad "más allá de toda duda razonable", es un principio de Derecho natural. De hecho, su raíz se encuentra en una verdad metafísica/antropológica sobre la naturaleza del hombre. Si es bueno por naturaleza, porque la razón, que por naturaleza debe regir las potencias del alma, le inclina al bien, a pesar de la tendencia presente en él que le arrastra al mal, y si el hombre debe ser considerado, en relación con su estatuto jurídico, en su dignidad esencial -que reside en la razón que le inclina al bien-, la racionalidad jurídica de la presunción de inocencia del acusado es evidente.

La presunción es una regla práctica esencial para juzgar, que solo sucumbe ante la prueba cierta de lo contrario. Para Francesco Carrara, que enseña a prestar especial atención al fundamento metafísico del Derecho penal, "la presunción de inocencia y, por tanto, la negación de la culpabilidad" es un principio metafísico y un dogma fundamental establecido por la razón (Opuscoli di diritto criminale, V, Prato, 1881, 17 y ss.).

3. El Tribunal Supremo australiano absolvió al cardenal Pell alegando que existía una posibilidad significativa de que se hubiera condenado a un hombre inocente. Así pues, había pruebas que objetivamente no permitían superar la "duda razonable" de su inocencia. Los jueces que lo habían condenado en las instancias anteriores violaron el derecho procesal australiano y, lo que es más importante, el principio de derecho natural que lo sustenta.

En la línea roja de la imagen que facilitó el reportaje de Andrew Bolt en Sky News, se indica el recorrido que siguió la procesión de salida al abandonar el templo y rodearlo para ir hasta la sacristía.  Todo, tras una concurrida una misa dominical en una diócesis a la que Pell acababa de llegar y cuya catedral y costumbres todavía no conocía bien. Al llegar a la parte de atrás, en naranja se ve el recorrido de los chicos hasta la sacristía donde se supone que fueron abusados, y en verde el recorrido que hicieron Pell y el resto de participantes en la celebración. Bolt (que se reconoce "no cristiano") midió los tiempos necesarios para cometer el delito, según el propio relato de la supuesta víctima. No hay tiempo material. "No es posible, es un escándalo", dijo con valentía el periodista ateo, mientras todos se lanzaban contra el cardenal o muchos en la propia Iglesia guardaban un cómodo silencio. (No así George Weigel, uno de los grandes defensores del prelado ahora fallecido.)

Es evidente que el lugar, el momento y todas las circunstancias en las que supuestamente se cometió el acto ilícito, según el relato del único acusador, eran intrínsecamente incompatibles con el desarrollo normal de los acontecimientos humanos. Por supuesto,  es posible que se produzca un acontecimiento absolutamente inverosímil. Pero la inverosimilitud objetiva de un hecho constituye razón suficiente para la exclusión obligatoria de la acusación, a menos que se pruebe la circunstancia particular que, en el caso concreto, habría hecho posible lo que es inverosímil según el acontecer ordinario de los hechos humanos. Pero no hay rastro de tal circunstancia en las sentencias condenatorias inválidas y nulas.

Pero hay que decir algo más. El dictum del único acusador fue contradicho por el testimonio jurado y solemne de al menos veinte testigos, que en modo alguno eran sospechosos de falsedad. También por esta segunda razón no podía creerse que la acusación fuera cierta "más allá de toda duda razonable". Es más: el largo tiempo transcurrido desde el supuesto hecho hasta la interposición de la denuncia constituía una razón más para la falta de fiabilidad subjetiva del acusador, a causa de la innumerable serie de impulsos que podían haberle llevado a la declaración, desde la calumnia deliberada hasta la autosugestión o la influencia de factores externos llevados a cabo por esa parte del mundo que insufla en las mentes más frágiles la falaz idea de que las personas dotadas de autoridad moral son las típicas culpables de actos de abuso.

4. ¿Por qué, entonces, a pesar de la evidente concurrencia de elementos que descartaban su culpabilidad, el cardenal Pell fue condenado en las instancias anteriores?

En primer lugar, hay que destacar la hipótesis de la culpabilidad de los jueces. Ya fuese por dolo o negligencia, parece fuera de toda duda que hubo culpabilidad. La violación de la regla de "más allá de toda duda razonable" radica en la realidad de las cosas. Además, el juez supremo lo afirmó sin vacilar. Aquí no es posible ir más allá para verificar si solo hubo negligencia o más bien dolo en la violación de la ley. Buscar la intención en la mente del juez que dicta una sentencia falsa es una tarea muy difícil. Hay que admitir que su tarea es ardua. Sin embargo, la violación de la ley es más grave cuanto más evidentes sean las razones objetivas de duda que impedían pronunciar la condena.

Si fue intencionado o negligente no es relevante aquí. Esto atañe al grado de culpabilidad moral de los jueces, que escapa a la valoración jurídica y social. Más bien, es importante señalar que el clima social en el que se desarrollaron los procesos estaba envenenado por un deseo generalizado de perseguir a la Iglesia en su jerarquía sacerdotal.

5. Hay otros aspectos de la historia dignos de consideración. La presunción de inocencia hunde sus raíces metafísicas en el supuesto de que el hombre es bueno por naturaleza, ya que está inclinado por Dios hacia lo verdadero, lo bueno y lo justo, y de que el impulso hacia el mal es consecuencia de la caída y la decadencia. Quien juzga debe, por estricto deber de justicia, suponer que quien es juzgado es bueno. Por lo tanto, la maldad del delito debe probarse rigurosamente. En la época contemporánea se ha extendido de manera omnipresentemente una concepción opuesta, en la línea de la filosofía de la sospecha y, más aún, del relativismo ético del pensamiento débil. No habría distancia entre el bien y el mal.

Por consiguiente, en la sociedad del homo homini lupus [el hombre es un lobo para el hombre], los hombres y las mujeres, centrados todos ellos en la autorreferencialidad del yo, no tendrían rastro de bondad en sí mismos. Por tanto, cuando la apariencia externa desaparece, de nadie puede presumirse que es bueno.

El resultado es que la presunción de inocencia, que es una regla práctica de juicio y, antes que eso, el corolario de un principio metafísico, queda anulada. En la confusión mediática en la que a menudo se ve envuelto el ejercicio de la actividad judicial, la regla práctica no es la presunción de inocencia, sino la de culpabilidad. Es más: la presunción de culpabilidad se hace omnipresente cuando a la malicia generalizada de la curiosidad que se complace en las desgracias ajenas se suma la envidia por las personas con autoridad caídas en desgracia. En el grado máximo esta malicia explota con furia cuando la víctima es un sacerdote de Cristo. La malicia ordinaria se refuerza entonces con el odio a la Iglesia y al sacerdocio.

6. Tampoco hay que pasar por alto la sutil y pérfida actuación de los poderes de las tinieblas.

Así como la astucia del Enemigo ha hecho caer en pecados abominables a algunos miembros de la Iglesia jerárquica, la misma astucia aprovecha la confusión babélica que ha envuelto al mundo secularizado para atacar a cualquier consagrado en el signo de Cristo, con el fin de envolverlo en un aura indiscriminada de sospecha y culpabilidad generalizada.

7. Las declaraciones del cardenal Pell inmediatamente después de su liberación son un noble ejemplo de verdad y humildad.

Por un lado, evitó situarse en el centro del escenario. De hecho, no se propuso vanamente como un símbolo de la victoria lograda sobre la acusación o los jueces.

La res iudicanda [lo juzgado] no era el modo en el que la Iglesia católica ha tratado el delito de pederastia en el clero en las últimas décadas, sino de su responsabilidad personal como hombre y como sacerdote por los terribles crímenes de los que había sido acusado. Por otro lado, expresó el buen deseo de que el dolor que había sufrido no se viera agravado por el dolor de quienes le acusaron o apoyaron e instigaron de algún modo su condena.

Por último, no hay que olvidar lo más hermoso. El arzobispo emérito de Sidney conservó la fe. De hecho, el deseo más vivo que expresó inmediatamente tras su liberación fue poder celebrar la Santa Misa enseguida.

Traducido por Verbum Caro.