La tragedia de perder inesperadamente (prematuramente, en términos de juicio humano) un ser querido adquiere un sentido en la fe y la confianza en el plan de Dios. Pero en ocasiones es precisamente la fe la que vacila ante la desgracia. Fue el caso de Marie, quien ofreció en L'1visible el testimonio de caída y sanación. Acudir al confesionario siempre compensa...:

María: un vacío abismal

El 20 de junio de 2012, dos de mis hermanos sufrieron un accidente de coche en Estados Unidos. Mi hermano Pierre, de 40 años, padre de cuatro hijos, murió en el acto, y mi otro hermano, de 36 años, padre también de cuatro hijos, quedó gravemente herido. Ello supuso para mí un gran momento de duda, de vacío abismal, de pérdida completa del sentido de la vida, de temor al futuro…

Ir a misa, una tortura

En aquella época yo creía en Dios, había recibido una buena formación cristiana y era practicante. Esa prueba me hijo perder la fe que yo tenía hasta entonces, porque Dios me pareció indiferente o ausente ante esta terrible experiencia.
 
La misa dominical se convirtió en un momento molesto en el que volvía una y otra vez la cuestión: ¿está Él ahí? ¿Existe? Ante esta cuestión, me invadía una oleada de tristeza. No ir a misa me permitía evitar ese mal trago, pero implicaba la culpabilidad de separarme voluntariamente de mi familia. Y cuando, a pesar de todo, les acompañaba, verme allí rodeada de gente feliz se me hacía muy difícil.

Palabras que hacen pensar... 

En el verano de 2014, mis hijos y mi marido quisieron participar en un encuentro cristiano. Llegamos a aquel lugar, donde una masa de gente cantaba, alababa y aplaudía. Es alegría me resultaba insoportable y pensaba: “¡No es posible! ¿Nadie entre ellos ha vivido nunca algo tan triste como lo que he vivido yo?”. Además, el primer día un sacerdote dijo que de todo el mal que nos llegaba, Dios podía obtener un bien mayor. En mi desdicha, eso era inadmisible.

Así que le busqué para verle, pero no podía recibirme hasta tres días después. Fueron tres días de gran tristeza y de soledad, a pesar de la cantidad de gente que había…

...y palabras que perdonan

Llega el día de la cita. Lloro todo el rato, o casi. Me siento abrumada por el cansancio. No puedo avanzar. Estoy agotada por la lucha. Comienza la conversación. Le cuento mi historia. Le explico esa alegría de los demás que me agrede, esa ausencia de Dios desde hace dos años.



El sacerdote tiene palabras muy tranquilizadoras. Me insiste en que Pierre, mi hermano, está presente en la otra vida. Me hace comprender igualmente que seguir mirando al pasado no puede devolverme a mi hermano y lo único que hace es impedirme avanzar. Vuelve igualmente sobre la frase que dijo tres días antes: Dios quiere nuestro bien y no ha creado el mal. Puede sacar un bien de cualquier historia, por horrible que sea.
 
En el momento del perdón de los pecados, la niebla que pesaba sobre mí como una capa de plomo desde el accidente se disipa de golpe, con una dulzura infinita. Me ha invadido una paz profunda.

¡Jesús está ahí! 

Sentí que Jesús estaba ahí, en mí, y que me amaba a mí, María, personalmente. Me amaba desde siempre y siempre había estado conmigo en mi camino de duelo. De golpe, me sentí reunificada: mi espíritu, mi cuerpo y mi corazón estaban unidos, y tenía una sensación de completitud increíble y muy tranquilizadora.

Al mismo tiempo, recibí una alegría profunda que me llenó de ganas de amar, de amar sin medida. Esta fuente de amor, que estaba casi seca, se abrió con mayor fuerza que antes, con el deseo de dar y de que todos a mi alrededor fuesen felices.
 
Yo no he cambiado, pero todo ha cambiado. Nada me da miedo, todo puede suceder. ¡Jesús está ahí! La vida continúa con sus pruebas y sus dificultades, pero esta presencia y esta paz interior me acompañan desde entonces. Mi fe se ha hecho más encarnada: vivo en relación con un Dios vivo, en un corazón a corazón para profundizar cada vez más  y como una presencia en cada una de las personas con las que me encuentro. Quiero compartir con todos esta esperanza que habita en mí desde entonces y que me impulsa a abandonarme, a confiar.
 
Insisto cada día en esta oración: “La vida sin ti es invivible. ¡Haz, Señor, que jamás me separe de ti!"

Publicado en ReL el 23 de enero de 2018.