El sacerdote Aldo Trento, quien en la Fundación San Rafael de Paraguay acoge desde 1999 a enfermos de sida y terminales, niños o ancianos rechazados por todos, para atenderles y ayudarles a morir con el consuelo de los sacramentos, compartió recientemente en Tempi un bellísimo testimonio de amor matrimonial en las circunstancias más adversas. Lo relata su protagonista, el joven esposo de Dionisia, quien acabó sus días en la Clínica Divina Providencia que regenta la Fundación San Rafael:


El padre Aldo Trento, de lado con los codos apoyados en la mesa, conversa con varias personas acogidas por la Fundación San Rafael.

Ha pasado más de un mes de la muerte de Dionisia. Conocí a esta mujer realmente bella, rebelde y, al mismo tiempo, frágil, a finales de octubre de 2009. Tenía en sus brazos un niño de apenas un año y desde ese momento supe, o al menos mi corazón lo sintió, que ella sería para mí. Dionisia era el típico ejemplo de mujer paraguaya: trabajadora, servicial, pero rodeada de hombres sin ley ni honor, cuya única ocupación es diseminar hijos por doquier. Dionisia tuvo cuatro, que jamás fueron reconocidos por sus padres biológicos, pero que quisieron alejarla de todos ellos, sin decirle durante años dónde estaban.


Cuando la conocí con este cuarto bebé entre sus brazos se sentía muy frustrada, pero al mismo tiempo irradiaba la esperanza de poder reconstruir su vida. Me conmovió mucho. Procedo de una familia cristiana y desde muy joven me inculcaron el respeto a la mujer. Pues bien, he tenido que pasar por muchas pruebas; la más dura de todas fue cuando fui a donar sangre para su compañero de trabajo y descubrieron que yo tenía anticuerpos del VIH. Entonces convivía con Dionisia. Había llegado a los 25 años teniendo sólo dos novias, y de buena familia. Pero, ¿para qué habían servido mis buenas costumbres?

La lealtad de Dionisia se sometió a un dura prueba. Ella, en su infinita caridad, permaneció a mi lado, comprendiendo que no ganábamos nada  lanzándonos reproches continuos. Pueden imaginarse en qué situación tan desagradable vivíamos. Pero la superamos, porque por encima de todo nos amábamos tanto que para nosotros ni siquiera existía la enfermedad. Cada día era una realidad, y el deseo del día siguiente era la esperanza de ver crecer a nuestro hijo.


Dionisia siempre rezaba con insistencia. Pedía por mi conversión, porque que yo, triste e infeliz, me creía un sabio porque había estudiado en escuelas de alto nivel, pero me había olvidado de Dios. Dionisia, con una paciencia franciscana, siguió purificando mi visión y mi actitud respecto a Dios y a la Iglesia. Nunca perdió la confianza en que yo llegara, un día, a la feliz conclusión que nuestra vida en concubinato era una vida de pecado. Su deseo de casarse era un deseo de ver realizados sus sueños y, además, la demostración del respeto hacia su persona.

Sabíamos que uno de los dos perdería la vida e intentábamos disfrutar al máximo de cada día. Vivíamos y dábamos gracias por esta bendición que Él nos daba a diario. Por el pan que no faltaba, el trabajo, la alegría de estar juntos, de sentirnos que estábamos hechos el uno para la otra.


Pero la enfermedad no perdona. Lentamente, Dionisia empezó a manifestar problemas de salud que la hicieron ingresar tres veces en hospitales públicos. Cuando ya no me quedaba dinero para su tratamiento, algunos amigos me hablaron de la Clínica Divina Providencia.

Sí, fue realmente la Providencia del Señor, que vio la vida de su sierva, tuvo piedad de ella y la trajo hasta aquí. Fue el último año de su vida, pero el más feliz. Conoció a personas excepcionales que, sin pedirle nada de su pasado o de su  presente, le tendieron no una, sino cien manos auténticamente cristianas. Aquí coronó su sueño de casarse, de ver como me confirmaba, comulgaba y me confesaba, porque tenía mucho de qué confesarme.


Nunca podré olvidar los días que viví con ella en la Clínica. Son días que marcan a un ser humano para siempre. El brillo de sus hermosos ojos verdes se volvía cada vez más oscuro, hasta que un domingo Dionisia empezó a despedirse del mundo. Cuando llegó el momento, Dios quiso que pudiera susurrarme sus últimas palabras de amor. "¿Verdad que hemos sido felices?". Mi corazón se rompía en mil pedazos: "¡Sí, hemos sido felices, a pesar de todo!".

Dios me ha concedido el inmenso privilegio de darme por esposa a Dionisia; a través de ella le he conocido y, al conocerle, me he sentido cristiano como nunca antes, porque nos ha tocado en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos ha separado.

Dios, en su inmensa misericordia, nos ha traído a este lugar. Aunque cada ser humano debe enfrentarse a la muerte, solo no puede soportar esta experiencia. Necesita un grupo de amigos que estén con él y que le ofrezcan un calor humano que no puede ser dado de ninguna otra manera. Y si éste se basa en la fe común, mucho mejor. Gracias a todos, gracias a Dios Omnipotente que me ha dado estos amigos.



Resonarán para siempre en mi corazón el santo rosario y el canto que acompañaba cada día la procesión con el Santísimo, que visitaba uno por uno a todos los enfermos. Amigos para siempre.

Traducción de Helena Faccia Serrano (diócesis de Alcalá de Henares).