En julio de 2015 el Papa Francisco visitó en Paraguay la Fundación San Rafael, donde el sacerdote Aldo Trento, de Comunión y Liberación, atiende a enfermos de sida. En este contexto de una vida entregada a los más desfavorecidos y con un pasado turbulento, tiene sentido la reflexión que el propio Trento escribió recientemente para Tempi:
 


Memento mori [Recuerda que has de morir]. Con este saludo nos deseábamos buenas noches durante el periodo del noviciado. Las primeras veces me sentía incómodo porque, al provenir de un pequeño pueblo de montaña, los funerales eran muy raros, aunque todas las mañanas (estoy hablando de antes del Concilio) el sacerdote celebraba la misa por un difunto revestido con la casulla negra, mientras mi abuelo, con su voz de barítono, cantaba el Requiem, el Sanctus y el Agnus Dei en gregoriano. Con el tiempo el pensamiento de la muerte se hizo familiar para mí. Ese "Memento mori" era una ayuda para tomar en serio mi vida.
 
"Vendrá la muerte y tendrá mi rostro, tendrá tu rostro" (aquí el autor alude al primer verso de la poesía de Cesare Pavese: "Verrà la morte e avrà i tuoi occhi [Vendrá la muerte y tendrá tus ojos]", ndt). Mirando cada día el cadáver de uno de mis jóvenes hijos muerto a causa del cáncer o del sida, no puedo dejar de verme en su lugar, porque antes o después será mi turno.


 
Todas las noches, hacia las once, después de haber saludado al Santísimo, tomo el ascensor que me lleva al subterráneo de la clínica: allí está la cámara mortuoria. Entro y durante algunos minutos permanezco en silencio mirando el cadáver de mi hijo, mientras con la mano derecha acaricio su rostro frío y duro como una piedra. Ese frío y esa rigidez me impresionan porque sé que al cabo de unos pocos días cada parte de lo que fue el templo del Espíritu empezará a corromperse. Hoy les toca a mis hijos; pero mi turno llegará.
 
Si no tuviera la certeza de la verdad que profeso en la última parte del Credo, mirando todos los días ese angustioso "espectáculo" empezaría a pensar que la violencia más terrible es traer al mundo a un ser humano condenado a sufrir, a morir, a desaparecer en la nada. «Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna». Toda la razonabilidad de la vida está en estas palabras, censuradas en la cultura moderna y, de hecho, también en la Iglesia. ¿Cuántos sacerdotes hablan del último artículo del Credo? Tal vez cuando celebran un funeral. Pero lo hacen sin testimoniar la alegría de Jesús resucitado.
 
Es terriblemente fácil acostumbrarse a todo, también a la muerte; censurar la realidad de la muerte o transformarla en un acontecimiento social. Dos ejemplos. El primero: me han contado que hace años, en el principado de Mónaco, los difuntos eran llevados al cementerio al amanecer, para que nadie pudiera ver el carro fúnebre, porque hubiera podido perturbar la "estúpida" vida de los habitantes.
 
El segundo: me sucede a menudo ver cuando muere una persona rica. La muerte se convierte en un acontecimiento social en el que el difunto es una ocasión para reunirse y conversar entre una cerveza y otra. El muerto está relegado a otra habitación, como un objeto curioso, y el funeral es reducido a un rito pagano. Una vez el muerto está enterrado, ningún signo religioso recuerda quién está sepultado; es sólo un nombre que atrae la curiosidad de quien usa esas hectáreas de hierba verde y de bosques para pasear.
 
¿Os acordáis de la película El séptimo sello de Bergman? La muerte, por mucho que intentemos censurarla, vendrá y tendrá nuestros ojos. Me han contado que en el Centro de Tumores de Milán la muerte no se ve, "no existe": cuando uno está en su final es escondido a los ojos de los visitantes. ¡Ilusos!
 

En una cultura inhumana como la descrita antes, existe una realidad que recuerda al hombre su destino final: esta realidad se llama Iglesia, y nuestro hospital es un pequeño signo de su maternal presencia.
 
¡Qué grande es el amor de la Iglesia por el destino último del hombre! Un amor que desde hace siglos se manifiesta también al dedicar el día 2 de noviembre a la conmemoración de todos los difuntos. Y concediendo a los sacerdotes el poder de celebrar tres Santas Misas y a los fieles que visitan el cementerio la gracia de la indulgencia plenaria para los difuntos.



En cada misa el sacerdote reza diciendo: «Acuérdate de nuestros hermanos difuntos» o «Acuérdate de nuestro hermano que has llamado hoy a Tu presencia y concédele que, tal como ha compartido la muerte de Jesús, comparta la gloria de Su resurrección». Estamos tan distraídos que no nos damos cuenta de la profundidad de estas palabras.
 
Hace unos días, tras un año de sufrimiento a causa de un cáncer muy agresivo, ha muerto un niño de nueve años. Los padres, que desde el inicio del calvario han estado siempre a su lado, me han dicho: «La enfermedad de nuestro hijo es una poderosa llamada de Dios a la conversión y, por esta razón, después de veinticinco años de concubinato, queremos casarnos por la iglesia». De nuevo soy testigo de qué significa mira al dolor y a la muerte con la mirada de Jesús, esa mirada que hizo resucitar a Lázaro y que consoló a tanta gente que sufría.
 
Traducción de Helena Faccia Serrano (diócesis de Alcalá de Henares).