El matrimonio cristiano es una escuela de perfección personal y de santificación mutua. «El matrimonio ayuda a vencer el repliegue sobre sí mismo, el egoísmo, la búsqueda del propio placer, y a abrirse al otro, a la ayuda mutua, al don de sí» (Catecismo de la Iglesia Católica nº 1609). Hasta tal punto es así que el matrimonio es el camino por el que la mayoría de los seres humanos, deben, según los designios divinos y contando con las gracias del Espíritu Santo, alcanzar la santidad. En este sacramento se garantiza a un hombre y a una mujer, que libremente desearon contraer matrimonio, se han introducido en el misterio de Cristo por el bautismo y la fe, convirtiéndose así en miembros de Cristo, la ayuda que necesitan para que su amor crezca en una unión fiel e indisoluble y puedan responder generosamente al don de la paternidad. Para que el matrimonio pueda favorecer el bien y el desarrollo de los casados, debe estar inspirado por el evangelio y abierto a nuevas vidas, nuevas vidas que ellos colaboran a crear y que se han de aceptar con generosidad.
 
En la teología sacramentaria se hace resaltar que cada sacramento es un encuentro con Cristo en el que Él toma la iniciativa, si bien el encuentro sucede gracias a la mediación de la Iglesia. El matrimonio cristiano es un acontecimiento eclesial y por consiguiente, teológicamente considerado, un acontecimiento público que supone la fe y ésta hay que vivirla en comunidad. El Concilio Vaticano II nos dice que los sacramentos, y el matrimonio es uno de ellos, «no sólo suponen la fe, sino que a la vez la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y cosas; por esto se llaman sacramentos de la fe. Confieren ciertamente la gracia, pero también su celebración prepara perfectamente a los fieles para recibir con fruto la misma gracia, rendir culto a Dios y practicar la caridad» (Sacrosantum Concilium nº 59).
 
El matrimonio es un sacramento de vivos que es muy conveniente se reciba válida, lícita y fructuosamente, tanto más cuanto que la validez no necesariamente implica la licitud y la fructuosidad del sacramento, porque un obstáculo como la falta de fe o la recepción en estado de pecado impiden recibir la gracia. Por ello es normal que la Iglesia quiera que los novios reciban adecuadamente el sacramento del matrimonio y esta recepción supone prepararse con la recepción del sacramento de la penitencia, y, en caso de no haberse recibido anteriormente, si es posible y no hay dificultad grave, también el de la confirmación (CIC c. 1065). Ahora bien, la recepción de cualquier sacramento no debe ser un puro formalismo. Si así fuere, si para ellos va a ser simple formalidad carente de sentido o un trámite administrativo, en ese caso es mejor no recibir estos sacramentos antes de la boda, pues hay que procurar que sean la consecuencia de un proceso de conversión, aunque también es verdad que esta decisión suya de casarse por la Iglesia significa normalmente un acercamiento a ella y que, por tanto, tampoco hemos de ser muy exigentes a la hora de pedir requisitos. La importancia del sacramento de la penitencia no termina con la boda, siendo muy de desear que ocupe un lugar importante en la vida de los esposos, porque en el perdón no sólo sacramental, sino también mutuo, se manifiesta la dimensión más profunda del amor que responde al mal venciéndole a fuerza de bien (cf. Rom 12,21).
 
El sacramento del matrimonio confiere a quien lo recibe adecuadamente una fe y comunión más intensa con las tres Personas divinas, un aumento de la gracia santificante y de las gracias actuales, por lo que conviene complementarlo con el sacramento que es el culmen de la vida cristiana: la eucaristía, gracias al cual se recibe corporalmente el pan y el vino de la Alianza Nueva y Eterna y realizamos en nosotros como miembros de la Iglesia el misterio de la unión íntima con Dios: «A cuantos le recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre, les dio poder para ser hijos de Dios» (Jn 1,12).