Desde los primeros siglos cristianos la vida religiosa consagrada supuso la proclamación de unos valores muy importantes, que el último concilio expresa así: “El cristiano, mediante los votos u otros vínculos sagrados... pretende, por la profesión de los consejos evangélicos, liberarse de los impedimentos que podrían apartarle del fervor de la caridad y de la perfección del culto divino y se consagra más íntimamente al servicio de Dios” (Lumen Gentium 44). Pero podemos preguntarnos si hoy esta vida religiosa sirve para el desarrollo o es, por el contrario, una traba de la personalidad y libertad individual. Que ha habido defectos, sobre todo una excesiva pasividad o dependencia, es indudable. Pero la cuestión es: ¿es posible vivir en la vida religiosa consagrada la libertad evangélica y que el celibato no sea frustrante, sino una auténtica bienaventuranza? A la luz de la fe, la respuesta sólo puede ser positiva. El celibato auténtico conlleva asumir la propia afectividad y sexualidad, viviéndolas con serenidad y alegría.

“El fundamento evangélico de la vida consagrada se debe buscar en la especial relación que Jesús, en su vida terrena, estableció con alguno de sus discípulos, invitándolos no sólo a acoger el reino de Dios en la propia vida, sino a poner la propia existencia al servicio de esta causa, dejando todo e imitando de cerca su forma de vida” (exhortación de San Juan Pablo II Vita consecrata, nº 14). Los religiosos y religiosas dedicados íntegramente a la contemplación son, en modo especial, imagen de Cristo en oración, mientras las personas consagradas de vida activa lo manifiestan anunciando a las gentes el reino de Dios y haciendo el bien a todos.

La fuerza de la vida consagrada está en el hecho de que, en concreto, en la vida de todos los días, religiosos y religiosas son capaces de seguir fielmente su decisión de vivir la castidad, la obediencia, la pobreza y el servicio. El desafío de servir con corazón indivisible es una decisión verdadera y correcta, que manifiesta la fuerza del amor de Dios, incluso a pesar de la fragilidad de la condición humana. El celibato, en general, no se escoge por sí mismo, sino dentro de un proyecto de vida, en el que el examen de conciencia, la recepción de los sacramentos y la lectura espiritual son medios que nos abren a la gracia de Dios. Alguien se hace religioso o religiosa porque su relación con Cristo se le presenta de modo tan personal, con una exigencia de amor y entrega tan completa, que no parece compatible con la vida conyugal, aunque esta relación se realice concretamente consagrándose al servicio de los pobres, de los enfermos... y si se vive este tipo de vida, la razón básica es entregarse por completo a Dios con el convencimiento que sólo Dios basta.

De todas las vocaciones, el contemplativo es el que busca más directamente a Dios por medio del encuentro con Jesús en la oración. El testimonio de su vida plenamente consagrada a Dios es una elocuente proclamación de que Él es suficiente para llenar de alegría y sentido la vida de cualquier persona. Lo que da sentido a la vida del contemplativo es el Amor, y ya sabemos que quien ama no es precisamente quien se desinteresa de lo que sucede a las personas amadas, que son Dios, el prójimo y la humanidad entera. Así, uno se explica que Santa Teresa del Niño Jesús, una contemplativa, sin salir de su convento de Francia, sea copatrona de las Misiones, junto con San Francisco Javier. Esta vida generosa de tantas personas consagradas es un testimonio, en una sociedad como la nuestra, de que sí es posible vivir no sólo el ejercicio del amor sobrenatural y la castidad, sino también la fidelidad a la palabra dada, al compromiso contraído una vez para siempre, si bien la realidad de cada día nos muestra la necesidad de no apoyarnos en nuestras propias fuerzas, sino fundamentalmente en la gracia divina, que Dios no niega a quien se la pide.

Además, la categoría personal de muchos sacerdotes, religiosos y religiosas nos muestra que, incluso humanamente, la opción por Cristo en un celibato o virginidad consagrada es una opción que ciertamente puede promover y promueve el desarrollo y madurez de la persona, como nos muestra Teresa de Calcuta, que supo combinar labor social y oración. Aunque los voluntarios de las ONG hagan una gran labor, la tarea de los religiosos y religiosas es mucho más completa, porque su motivación y entrega son más profundas, como se ve en misiones especialmente en los momentos difíciles, cuando todos o casi todos abandonan y ellos permanecen, porque lo que les mueve es el ser testigos y transmisores del mensaje evangélico a través de su oración y acción. “La vida consagrada anima y acompaña el desarrollo de la evangelización en las diversas regiones del mundo” (Vita Consecrata, nº 2). Esta consagración por el reino de los cielos supone una aceptación de la soledad, pero ésta es vivida con frecuencia en relaciones múltiples y comunitarias. Los religiosos viven en una comunidad donde se reúnen no por elección personal, sino por un llamamiento común, con voluntad mutua de amarse fraternalmente y respetarse en una relación interpersonal muy profunda y exigente.

Así se manifiesta el papel propio de la vida religiosa en la Iglesia, signo de la comunión a la que Cristo ha llamado a los hombres; pero no sólo signo, sino también fermento y fuente de otras comunidades cristianas más allá de la comunidad religiosa, mientras con Cristo se mantiene una relación de fe que busca el encuentro con Él como fuente de vida y resurrección.