El proceso educativo es un elemento clave en la preparación y formación de las nuevas generaciones humanas. Hoy, este proceso está puesto seriamente en peligro en nuestra sociedad de alguna manera postmoderna; podemos afirmar, sin ser derrotistas para nada, que buena parte de los países de Occidente, también el nuestro, se ven afectados por una grave crisis en el terreno educativo.

La experiencia nos dice que hoy la obra de la educación está siendo cada día más difícil y resulta más pobre y precaria. Se habla, por ello, de una gran «emergencia educativa», se habla de las crecientes dificultades que se encuentran para transmitir a las nuevas generaciones los valores-base de la existencia y de un comportamiento recto tanto en la familia, como en la escuela, como en cualquier ámbito que tenga como objetivo educar. Domina la persuasión de que no hay verdad última, de que no existen verdades absolutas de las que no podemos disponer, de que toda verdad es contingente y revisable, y de que toda certeza es síntoma de inmadurez y dogmatismo intolerante. De ahí puede deducirse que no hay valores universales que merezcan adhesión incondicional y permenente, e, incluso, tampoco comportamientos humanos, básicos y comunes a todos, tampoco deberes y derechos fundamentales inviolables de todos y para todos, en cualquier circunstancia y anteriores a la normativa jurídica, a la decisión de los legisladores, o a los usos culturales.

De esta suerte, las formas distintas de percibir la verdad, los valores, y aun los derechos y deberes por parte de los individuos y grupos sociales se hacen objeto de un cierto consenso, en el cual tiene categoría de criterio determinante la opinión socialmente más extendida y el valor funcional que la acredita. Individuos y grupos se ven obligados a renunciar a convicciones y certezas con pretensión de hallarse objetivamente fundadas, verdaderamente abarcantes de la totalidad de la existencia, que aportarían sentido a la vida por su carácter integrador de los elementos personales y sociales. Además, el relativismo, al no reconocer nada como definitivo y cierto, deja como última medida sólo el propio yo subjetivo con «sus» opiniones, sin certezas, o con «sus» propias arbitrariedades y caprichos y, bajo la apariencia de libertad, se transforma para cada uno en una especie de prisión que lo encierra en sí mismo, porque separa al uno del otro e incapacita para la comunicación con los demás, para lo que es común con los otros, también con los que nos han precedido en la vida y nos transmiten lo que es valioso en sí y por sí mismo para vivir. Se acaba por dudar de la bondad de la vida y de la validez de las relaciones y de los compromisos firmes que constituyen la vida. Se explica desde aquí la ruptura tan fuerte entre generaciones de nuestro tiempo.

Todo esto, a mi entender, es un drama grande de nuestra época y cáncer de la educación. Con este ambiente envolvente, ¿cómo podrá ser posible proponer a niños y jóvenes y transmitir de generación en generación algo válido y cierto, reglas de vida para todos, un auténtico significado y objetivos convicentes para la existencia humana, como personas o como comunidad? La educación tiende a reducirse a la trasmisión de determinadas habilidades o competencias o capacidades para hacer, pero no para ser. Se comprende que los que tienen que educar –padres, profesores, etc– renuncien a su labor educadora. Es lo que nos está sucediendo. Estamos, pues, ante una verdadera «emergencia educativa», que es preciso afrontar entre todos.

* El cardenal Antonio Cañizares es prefecto de para el Culto Divino y de los Sacramentos.

*Publicado en el diario