Las Sagradas Escrituras no lo son por azar. La parábola del Hijo Pródigo indica claramente lo que hace un hombre cuando se emancipa de Dios: pide la cuenta, obtiene la libertad absoluta, dilapida todo su patrimonio, y retorna una vez se ve arruinado.
 
En la barbarie del aborto ni siquiera los modernos tienen la patente: lo decía el Papa Francisco, ya los espartanos arrojaban colina abajo a los niños que nacían con alguna discapacidad. Aquel ‘aborto’ posterior al nacimiento tan abanderado por la infame Hillary Clinton tampoco es originario del delirio vigente. El aborto es más que un asesinato, es el suicidio de una civilización. Lo es de pensamiento, palabra y obra como el resto de pecados. El proceso secuencial sigue ese orden de operaciones: el aborto obedece a una sed de falsa liberación, se predica con palabras sinuosas y culmina con el sacrificio inmisericorde de vidas humanas.

Cuestión cardinal es el pensamiento mefistofélico que lo ampara; una libertad insaciable, que se puede combatir desmontando la palabra que litiga sus falsas bondades. Los palmeros de la libertad individual refugian sus miserias en la primacía de la independencia: las mujeres embarazadas han de decidir si asumen el hecho de que el nasciturus vea la luz de este mundo, ya que este último depende de la madre, que en el ejercicio legítimo de su libertad ha de tomar la decisión como ser independiente que soporta la carga de un feto dependiente. En el mundo de las aberraciones la libertad insaciable no encuentra frenos.
 
La libertad no puede ser una religión ni formar parte de un credo, tiene límites que dan sentido a su existencia. Cuando se borran esas líneas, se pone al servicio del utilitarismo y deriva en una auténtica locura. Existe la autonomía, no así la independencia, que llevada a la vida de los humanos resulta paradójicamente un infantilismo. Desde que el hombre llega al mundo por obra de Dios depende de sus semejantes e incluso de sus no semejantes. Sin ir muy lejos, el mercado (el término sacrosanto de la ideología liberal), que tuvo como precedente el trueque, nació como consecuencia de la dependencia existente entre los miembros de las comunidades primitivas. Solo cuando las técnicas de cultivo propiciaron el excedente agrario aparecieron los nuevos oficios, es decir, si unas familias obtenían cosecha suficiente para el resto, se podían desarrollar otras actividades y con ellas aparecería el mercado. El propio mercado como mecanismo de asignación de recursos es la prueba fetén de que la independencia y la libertad en puridad no existen dentro de la civilización, que se caracteriza justamente por lo contrario; son los valores que manan de la dependencia los que han permitido al hombre sobrevivir como centro de la creación.
 
No fue el mercado, fue un ideal de libertad desaforada, el que auspició lacras como el divorcio, la eutanasia o el aborto. Todo en nombre de la libertad. ¡Cuánto daño ha hecho esa palabra a la Humanidad!. Primero sus vuvuzelas equipararon el capitalismo a la economía productiva. Más tarde el neoliberalismo voraz exhortó a sus parroquianos a imponer esa identidad libertad-progreso en el orden social, bajo la engañifa de que el hombre es dueño absoluto de sí mismo, por encima de la religión y las supersticiones. Sin duda estamos ante un dogma suicida muy bien vendido en el mercado de creencias mundanas: a la madre que desea abortar le ofrece la libertad, al hijo -que viene en camino- la muerte. Si la independencia que ofrece el credo liberal conduce a la muerte, la libertad nos aguarda en otra parte, así lo descubrió el hijo pródigo.