Nos advertía Chesterton que nuestra época denomina “ideas novedosas” a las viejas herejías de siempre, disfrazadas con la jerga del momento. Podemos comprobar la veracidad de este aserto con tan sólo reparar en el nuevo furor censorio que la ideología de género destina a las obras de arte en las que –reproducimos la jerga del momento– «el ideal de belleza femenina ha sido construido por la mirada patriarcal». Este furor censorio, en volandas de la caza de brujas montada a partir de los abusos sexuales de Weinstein, ha impulsado a los botarates que regentan la Galería de Arte de Manchester a quitar de sus paredes una bellísima pintura del prerrafaelita Waterhouse.


Hilas y las ninfas, cuadro de John William Waterhouse (18491917).

Resulta, en verdad, irrisorio que los adalides de la “liberación sexual” de la mujer hayan acabado postulando el más desquiciado puritanismo. Pero, ¿qué se oculta detrás de esta nueva pretensión que pretende combatir la “mirada patriarcal” del arte? Porque sólo los tontos de capirote pueden creerse que retirando obras de arte de los museos se está «protegiendo la salud pública y la integridad de las mujeres» (no conozco a ningún violador que se estimule en sus crímenes viendo cuadros de ninfas prerrafaelitas en los museos). Afirmaba Proudhon que detrás de todas las cuestiones políticas nos tropezamos siempre con la teología. Y detrás de este furor censorio de la ideología de género nos hallamos con la herejía iconoclasta, que en distintos crepúsculos de la Historia (lo mismo entre los bizantinos que entre los puritanos protestantes) ha buscado siempre lo mismo: negar la unión del Creador y la criatura, negar el abrazo de Dios al ser corporal del hombre logrado a través de la Redención. Como nos enseñaba Solovief, pretender que la divinidad no puede tener expresión sensible, pretender que la fuerza divina no puede emplear para su acción medios visibles y representativos, es quitar a la encarnación divina toda realidad; es negar la realización material de lo divino; es –en fin– negar la Redención.

El arte se dedica a celebrar el abrazo entre lo humano y lo divino. Y ese abrazo halla su expresión más íntima y gozosa en el vientre de una mujer, donde Dios se encarna. Esta unión entre Creador y criatura lograda en una mujer que es a la vez virgen y madre constituye el motivo más excelso del arte. Y un eco o reverberación de esa unión se ha dado, a lo largo de los siglos, en multitud de artistas, que mirando a la mujer con maravillada gratitud celebran –acaso sin saberlo– aquel acontecimiento que transformó la historia de la Humanidad y del Arte. Pues bien, a esta mirada agradecida y maravillada que contempla con rendida gratitud a la mujer es a lo que la ideología de género llama “mirada patriarcal”. Y no le falta razón; porque fue, en efecto, la mirada de un patriarca divino la que anticipó que la mujer aplastaría la cabeza de la serpiente.

Que es lo que, a la postre, llena de furor a la serpentina ideología de género. El furor censorio contra el arte que retrata la belleza femenina no es en último extremo sino odio teológico, disfrazado de una jerga que lo hace parecer una idea novedosa a los panolis de nuestra época. La ideología de género sabe que en las mujeres enaltecidas por la “mirada patriarcal” del artista se renueva la mirada de aquel Dios que «ha mirado la humildad de su esclava» y ha hecho «obras grandes» en ella, convirtiéndola en expresión sublime de Belleza. Que la ha convertido, como dijo el poeta, en un «lujo de inocencia que apaga el furor de nuestros sentidos». A las herejías de antaño, como a las ideas novedosas de hogaño, siempre les ha resultado mucho más rentable la mujer que escatima la inocencia y enciende el furor de los sentidos.

Publicado en ABC el 3 de febrero de 2017.