Desde hace unos años el concepto de “persona tóxica” de la que hay que apartarse como de la peste va ganando peso. Lo escucho y leo con mucha frecuencia. La última vez, en una cena de amigas y la discusión fue interesante. No creo en el concepto, me revienta escucharlo y siempre siento compasión por la persona a quien sus familiares o amigos, después de leer un libro de autoayuda, decidan colgarle el sambenito de “tóxico” y supuestamente mejorar así la calidad de sus relaciones eligiendo con quién quieren estar realmente y con quién no.
 
El concepto implica dar por hecho que una persona que “transmite energía negativa” debe quedar fuera de nuestras vidas. Así, sin más reflexión o contemplación. Personas que te chupan la energía dicen… y ¿qué es la energía? ¿Realmente la transmiten ellas o son nuestras propias heridas las que sangran?
 
En algo sí estábamos de acuerdo todas las amigas de aquella cena: la educación emocional que hemos recibido es insuficiente, y probablemente ahí esté la causa de que acabemos cayendo en conceptos tan burdos (y tóxicos) para catalogar a personas incómodas.
 
La amistad es una forma de amor que implica un cierto compromiso con las personas a las que uno ama. Evidentemente, la vida fluye y hay relaciones que de forma natural se van apagando, al mismo tiempo que otras florecen. Pero eso es otra cosa. Cortar de raíz con alguien porque uno unilateralmente decide que el otro es “tóxico” me parece pura selección de raza nazi, que se atreve a proclamar que hay personas indignas. Evidentemente, no niego que haya personas manipuladoras, negativas, victimistas… ¡Pero rasgos tóxicos tenemos todos! Y en esas personas, si miramos con la ternura con la que mira Él, encontraremos, seguro, zonas luminosas. Habrá casos extremos que merezcan el adjetivo, pero la facilidad y frecuencia con la que se utiliza ahora mismo me parece corrosiva. En la práctica, alejarse de las personas tóxicas implica alejarse de todo aquel que sufre.
 
Otra razón por la que observo que últimamente se cuelga la etiqueta de “tóxica” a una persona, es porque tenemos un conflicto no resuelto con ella; colgándole el adjetivo maldito quedamos exentos de toda responsabilidad.
 
En los conflictos que se generan en las relaciones humanas no suele haber razones sino emociones. Pocas veces se resuelve un conflicto con argumentaciones. Tampoco cuestionando las emociones, porque es inevitable sentirlas. El camino suele ser intentar comprender la emoción propia y ajena y calmarlas.
 
Pura declaración de intenciones que no implica que yo consiga ponerlas en práctica: primero comprender y después ser comprendido. Para comprender, escuchar hasta el final con atención. ¡Qué difícil! Para facilitar la escucha, se puede pedir al interlocutor que hable en primera persona y que utilice mensajes “yo” y no mensajes "tú", que habitualmente son reproches. Es decir, en lugar de decir “eres agresivo”, procurar decir “me hiere tu tono de voz”. Parecerá una tontería, pero cambia totalmente la recepción del mensaje en quien escucha porque no se siente agredido. Identificar mis emociones y las emociones del otro, ponerles nombre y procurar entenderlas y calmarlas.
 
Con mis hijos, me ha sido muy útil la película de Pixar-Disney Inside Out (titulada Intensa Mente en Hispanoamérica y Del revés en España) para aprender (también yo) a identificar y gestionar las emociones. En ella participaron psiquiatras, psicólogos y neurólogos de la Universidad de Berkeley y el resultado me parece memorable. La trama se desarrolla en la mente de una niña donde cinco emociones (Alegría, Tristeza Temor/Miedo, Furia/Ira y Desagrado/Asco) buscan guiarla en el día a día de su vida.
 
También nos ha sido útil el llamado “secuestro emocional” de la ira, acuñado por Daniel Goleman, una respuesta totalmente emocional y casi automática del cerebro que nos lleva a hacer cosas de las que nos arrepentimos al poco tiempo… Afortunadamente, habla también del “cuarto de segundo mágico” en el que aún estamos a tiempo de enfriar la ira y calmarnos antes de que nos “secuestre”… He ido descubriendo estos conceptos buscando herramientas con las que acercar la comprensión de las emociones a mis hijos, pero la primera beneficiada he sido yo.
 
Ante la tristeza, si un niño está bajo de ánimo o nosotros mismos lo estamos, no intentemos convencerle de que no lo está. Semáforo verde a la tristeza. Es una emoción natural y, si la validamos, le perdemos miedo. La miramos de frente. ¿Qué te pasa? ¿Qué sientes, hijo? En lugar de intentar resolver la vida del niño y distraerlo sin contar con él, podemos desarrollar con él una “caja de estrategias” para afrontarla. Transmitirle que él mismo puede hacer cosas para aliviarla. Lo que ahora suele llamarse “empoderamiento”.
 
Como ejemplo de estrategia, les hablo de los remedios para la tristeza de Santo Tomás, que muestran la unión del alma y del cuerpo; calmando el cuerpo calmamos la mente: darse un placer (esto les encanta y tiene mil variantes), llorar (analgesia natural que reduce casi inmediatamente la intensidad de las emociones que nos desbordan), hablar con un amigo (por ahora, se contentan con su madre; no encerrarse en uno mismo para ahogar las penas porque, casi con seguridad, las harás más grandes), la contemplación de la verdad y la belleza (naturaleza y aire libre, escuchar una canción que les guste, etc.) y, finalmente, darse un baño (no una ducha) y dormir. Con los niños, suele bastar con un solo paso y ellos van desarrollando sus propios recursos: poner música a todo volumen y forzarse a bailar hasta que el baile fluya solo, sacar al perro a pasear, etc. Pero me gusta contárselos todos de forma parsimoniosa para que vayan eligiendo…Yo me quedo con todos.
 
Frente al miedo (dicen que es la emoción preferida de nuestro cerebro, programado para sobrevivir) y los terrores nocturnos, constato con los niños y me lo aplico a mí misma que un modo eficaz de desarmarlos es mirarlos de frente, visualizarlos, describirlos en voz alta y enfrentarlos, no evitarlos. Dicen que el miedo aumenta exponencialmente cuando se evitan sistemáticamente los estímulos que lo causan.
 
Frente al emocionalismo barato del que se acusa a nuestro tiempo y la ignorancia emocional de tiempos pasados, cultivemos una sana y serena inteligencia emocional que nos permita entender y gestionar las emociones con más habilidad sin que lleguen a desbordarnos, regular nuestros estados de ánimo, mejorar la capacidad de empatizar y comprender qué sienten los demás, desarrollar la capacidad de motivarnos a nosotros mismos y perseverar a pesar de las frustraciones, controlar los impulsos, diferir las gratificaciones, etc. En definitiva, armonizar emoción y pensamiento para procurar ser más felices y hacer más felices a los demás.