Uno de los rasgos distintivos de los seres humanos (tal vez el más distintivo de todos), frente a cualquier otra criatura, es la capacidad para apreciar y conmoverse ante la Belleza; también la capacidad para crearla. Decía Chesterton que el hombre es el único ser de la naturaleza que es al mismo tiempo criatura y creador, en lo que se demostraba que era el ser más próximo a Dios.
 
En efecto, como señalaba Juan Pablo II en su Carta a los artistas, nadie mejor que los artistas puede intuir algo del pathos con el que Dios contempló la obra salida de sus manos. Un eco de aquel sentimiento se refleja en la mirada con la que el artista, atraído por el ancestral poder de los sonidos y de las palabras, de los colores y de las formas, admira la obra brotada de su inspiración, descubriendo en ella la resonancia de aquel misterio de la Creación primera.
 
A este componente trascendente de la vocación artística ya se refería Horacio cuando aludía a un quid divinum, un “algo”, un “no sé qué” divino, que sobrevuela el trabajo del artista. Los antiguos, al tratar de explicar el misterio de la vocación artística, necesitaron imaginar a unas “musas” que inspiraban el trabajo del creador, permitiéndole penetrar en los recintos donde se esconde la Belleza.
 
En una época eminentemente materialista como la nuestra, tendemos a concebir el arte como una mera técnica que se adquiere mediante un aprendizaje y se domina mediante el oficio; pero ni todo el oficio del mundo basta para explicar el milagro de la belleza que se hace presente en la obra del verdadero artista.
 
Y, aunque por pudor o por temor a provocar el escándalo o por pura cerrazón mental lo oculte, el propio artista sabe mejor que nadie que en su trabajo hay un componente que no se explica mediante el mero dominio de la técnica artística, ni mediante la experiencia adquirida; un componente inexplicable que no depende de él, que a veces incluso se rebela contra el propio artista, que lo desborda y transporta, sacando lo mejor de él.
 
Vocación, no lo olvidemos, significa “llamada”; y nunca la llamada de la Belleza es tan fuerte como en estos momentos de inspiración, en los que el quid divinum del que hablaba Horacio envuelve el trabajo del artista.
 
Pero, como ocurre en la parábola del sembrador, la vocación artística, para prender, necesita un terreno propicio. Siempre se ha considerado que el artista es un hombre de sensibilidad en carne viva, a veces conflictiva y atormentada, en la que late un fondo de dolor. Alguien dijo que el artista es siempre una persona insatisfecha; y que de su insatisfacción nace un apetito de plenitud que lo impulsa a brindar lo mejor de sí.
 
Esa insatisfacción no es otra cosa sino expresión de una nostalgia muy profunda, que es la nostalgia de la Belleza para la que fue creado; una Belleza que en su andadura por la tierra le ha sido negada, desde su expulsión del Edén; una Belleza que le ha sido prometida, allá en la vida eterna, que es su vocación más auténtica y definitiva.
 
Léon Bloy deploraba el menosprecio hacia lo Bello que descubría en muchos católicos de su tiempo. Y consideraba que esta lacra era la prueba más evidente de la pérdida de fe en la otra vida. Sin duda, el gran visionario francés estaba en lo cierto.

Publicado en Misión.