La Teología Moral, en cuanto investiga cómo debe ser el obrar cristiano, debe "buscar la solución de los problemas humanos bajo la luz de la Revelación" (Concilio Vaticano II, Optatam Totius 16). En cuanto a la Ética, es la reflexión filosófica racional sobre la dignidad humana y su actuar, por lo que puede servirnos de orientación. Teología Moral y Religión se distinguen, pero no son antagónicas. En efecto, la teología moral exige la práctica de la religión, ya que la persona humana encuentra su último fundamento en su relación de dependencia con el Ser Supremo: Dios. De ahí que el hombre no pueda alcanzar su plenitud sin el cultivo de esa relación de religación con el Absoluto, es decir sin la acepta­ción del deber religioso.
 
Pero también la religión exige la moral. La idea de Dios, fundamento de la religión, es igualmente el fundamento último de la moral. La religión supone una serie de principios raciona­les, entre los que destaca la idea de Dios, centro de toda religión, pues Dios, como creador y autor de la persona humana, está siempre en el fondo de toda nuestra concepción ética. Está claro que el fundamento próximo en el que se apoya el repertorio de exigencias morales descubiertas por la conciencia es la persona humana, considerada en todas sus dimensiones. Ahora bien, al analizar las exigencias morales que arrancan del hombre, nos encontramos con la necesidad de colaborar con el plan de la Historia de la Salvación, plan divino cuya realización por parte nuestra hace que nuestra moral cristiana sea la actuación de una intención superior.
 
Podemos decir que la conciencia es la voz de Dios a través de la naturaleza racional, que es obra suya y una como especie de prolongación de la palabra eterna (cf. Rom 2,1415). Pero también la conciencia es algo más, pues es la Palabra de Dios propiamente dicha, su palabra revelada, la voz de Dios personalmente dirigida a nosotros de modo sobrenatural.
 
La conciencia cristiana no es otra cosa, en definitiva, que la voz de Dios que se nos revela, en el sentido propio de la Palabra, "en Cristo". Es una palabra exigente, un llamamiento dirigido a mí personalmente. Para el cristiano conocerse a sí mismo es conocer su vocación, reconocer la misión que Dios quiere confiarle y para la que le llama personalmente, como llamó a Abrahán, Moisés y los apóstoles. La Teología Moral debe resaltar ante todo este hecho de la vocación o llamada. Dios llama personalmente al hombre en Cristo, siendo esta vocación el más grande de los dones, una verdadera gracia, un encuentro personal entre Dios y el hombre. Tratar de hacer la voluntad de Dios (cf. Ef 5,17) no significa caer en la esclavitud, porque lo que Dios quiere de mí es que me realice como persona, es decir que cada vez participe más de la vida divina y sea una más perfecta imagen y semejanza de Dios (Gen 1,26), aunque para ello necesito la ayuda de la gracia divina, porque sin oración y sin recepción frecuente de los sacramentos, en especial la Eucaristía y la Penitencia, el hombre permanece limitado en el dominio y don de sí.
 
Si Dios quiere algo de mí, realmente yo no puedo renunciar a su llamamiento sin renunciar por ello a mí mismo y a lo mejor que hay en mí. No realizar mi vocación es dejar sin realizar mi misión en la historia, misión para la que he sido llamado a la existencia. El tiempo tiene una dimensión sobrenatural, pues Dios ha querido crear un mundo que ha sido salvado por Cristo a través del tiempo y de la Historia. Como Abrahán, el ser humano debe aceptar la aventura de una historia sin retorno, cuyo significado sólo descubriremos plenamente al final, cuando hayamos caminado por la vida con una esperanza sin límites, siendo nuestra misión el llevar adelante la obra del Creador, buscando lo que Dios quiere de mí en esta situación concreta. Dios comunica su fuerza, su virtud, a los hombres de buena voluntad, de modo que las virtudes humanas son verdaderos frutos del Espíritu, que revisten la debilidad humana con la fuerza de lo alto (Gal 5,16-25; Lc 24,49). Pero hemos de evitar también el peligro de una respuesta excesivamente individualista, que olvide el papel de la Iglesia como comunidad de salvación y lugar desde el que he de responder a la llamada de Dios
 
"La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo"… "Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe contribuyo a sostener la fe de los otros" (Catecismo de la Iglesia católica 166).