Cuentan que un alpinista, desesperado por conquistar el Aconcagua, inició su travesía después de años de preparación. Pero quería la gloria sólo para él, por lo tanto subió sin compañeros.
 
Empezó su ascensión y, aunque se le fue haciendo tarde y no se preparó para acampar, decidió seguir su ruta decidido a alcanzar la cima. Oscureció. La noche cayó con gran pesadez. Todo era negro, sin ninguna visibilidad; no había luna y las estrellas estaban cubiertas por las nubes.
 
Subiendo por un acantilado, a sólo 100 metros de la cima, resbaló y se desplomó por los aires. Caía a una velocidad vertiginosa, sólo podía ver veloces manchas cada vez más oscuras que pasaban en la misma oscuridad tenía la terrible sensación de ser succionado por la gravedad.
 
Seguía cayendo. En esos angustiosos momentos, pasaron por su mente todos sus gratos y no tan gratos recuerdos. De repente sintió un tirón tan fuerte que casi lo partió en dos… ¡Sí! Como todo alpinista experimentado, había clavado estacas de seguridad con candados a una larguísima soga que lo sujetaba de la cintura.
 
En esos momentos de quietud, suspendido en el aire, no le quedó más que gritar: «¡Ayúdame, Dios mío!»
 
De repente una voz grave y profunda le contestó:
 
-¿Qué quieres que haga, hijo mío?
 
-Sálvame, Dios mío.
 
-¿Realmente crees que te puedo salvar?
 
-Por supuesto, Señor.
 
-Entonces corta la cuerda que te sostiene…
 
Hubo un momento de silencio y quietud. El hombre reflexionó y se aferró más a la cuerda.
 
Días más tarde, cuentan que el equipo de rescate encontró colgado a un alpinista congelado, muerto, agarrado con fuerza, con las manos a una cuerda… A tan solo dos metros del suelo.
 
Que historia tan impresionante. Impresionante y reveladora. Confiar en Dios es abandonarse totalmente en sus manos. Pero, aunque eso lo vemos claro, sin embargo, cuando llega el momento queremos tener cierta seguridad de que todo irá bien. Jesús se abandonó en las manos del Padre antes de morir en la Cruz, pero tres días después resucitó y es el Señor de la Vida.
 
Cuando parece que todo se pone oscuro o nos viene en contra, cuando parece que empezamos a perder la paz os invito a orar con la hermosa oración del padre Carlos de Foucauld, que empieza diciendo: «Padre, mío, me abandono a Ti, haz de mí lo que quieras, sea lo que sea te doy las gracias…». Ojalá hagamos nuestra esta invocación y poco a poco el Señor nos invada con su paz y su confianza.