Habría que empezar señalando que los padres del socialismo no fueron antinatalistas. Proudhom, en La filosofía de la miseria, había afirmado sin rebozo que «sólo hay un hombre de más sobre la faz de la tierra: el señor Malthus». Y Marx, en El capital, afirma que las teorías de Malthus fueron aclamadas por las oligarquías inglesas porque en ellas descubrieron «el extintor de todas las aspiraciones del progreso humano». El marxismo originario consideraba que la natalidad sería un instrumento poderosísimo en la liberación del proletariado; pues el anhelo de brindar a sus hijos un futuro mejor enardecería a los obreros en su lucha. Esta posición nítida del marxismo originario la encontramos todavía en líderes comunistas posteriores tan destacados como el francés Maurice Thorez, quien en 1956 escribía en L’Humanité: «Nosotros luchamos, frente al malthusianismo reaccionario, por el derecho a la maternidad y por el futuro de Francia. (…) El camino que conduce a la liberación de la mujer pasa por las reformas sociales, por la revolución social, y no por las clínicas abortivas».

Ni siquiera puede afirmarse que el totalitarismo soviético tuviese un designio antinatalista. Aunque Lenin, sabiendo que la anarquía moral favorecería el triunfo de la revolución, despenalizó el aborto y la homosexualidad, enseguida Stalin rectificó, prohibiendo el aborto y persiguiendo sañudamente la homosexualidad. A mediados de los años cincuenta, una vez superados los estragos causados por la guerra, la Unión Soviética volvió a promover leyes de control de la población; en cambio, extremó su vigilancia contra la homosexualidad, cuya práctica consideraba una vía de infiltración del decadente y abominable modo de vida capitalista. El comunismo soviético, pues, sólo fue antinatalista por razones de coyuntural conveniencia política, o porque la aritmética del horror de los planes quinquenales así lo establecía.

Si en el pensamiento marxista originario no hallamos (a diferencia de lo que ocurría con el pensamiento capitalista) odio a la procreación sí hallamos, en cambio, aversión hacia la institución familiar. En sus Tesis sobre Feuerbach, por ejemplo, Marx afirma que para combatir la «autoenajenación religiosa» no basta con disolver el mundo religioso, reduciéndolo a su «base terrenal», sino que hay que transformar esta base terrenal. Y pone un ejemplo muy ilustrativo : «Después de descubrir, v. gr., en la familia terrenal el secreto de la sagrada familia, hay que criticar teóricamente y revolucionar prácticamente aquélla». Esta “deconstrucción” de la familia que propone Marx (y que sus discípulos harán suya con entusiasmo) se explica porque en ella descubre una pervivencia del principio de autoridad que es el fundamento de instituciones políticas como la monarquía. Resulta paradójico que la perspicacia de Marx descubriese al instante lo que los monárquicos de opereta ni siquiera huelen; y tampoco, por cierto, el clericalismo merengoso que oculta o tergiversa las palabras de San Pablo sobre la familia, temeroso de provocar las iras del mundo. En efecto, la familia natural es una escuela de autoridad amorosa y obediencia responsable, en donde interiorizamos el concepto de jerarquía. Marx creyó que criticando teóricamente y revolucionando prácticamente la familia podría combatirse más fácilmente la autoridad política (para entonces ya degenerada) que amparaba unas relaciones de producción injustas. Pero al capitalismo también le interesaba esta revolución de la familia, como dejó claro John Stuart Mill; y tenía la fórmula idónea para preservar las estructuras que facilitaban su hegemonía, mientras los marxistas se dedicaban a destruir las superestructuras que la dificultaban. (Continuará)

Publicado en ABC el 8 de julio de 2017.

Para leer la serie completa:
Marxismo y derechos de bragueta (I)
Marxismo y derechos de bragueta (II)
Marxismo y derechos de bragueta (III)
Marxismo y derechos de bragueta (IV)
Marxismo y derechos de bragueta (y V)