El Papa Fran­cis­co va como pe­re­grino al san­tua­rio ma­riano de Fá­ti­ma. Y allí ca­no­ni­za­rá a Ja­cin­ta y Fran­cis­co, dos de los tres pas­tor­ci­llos que ates­ti­gua­ron ha­ber vis­to a la Vir­gen Ma­ría en 1917. Me vie­nen a la me­mo­ria las pa­la­bras que San Juan Pa­blo II pro­nun­ció en el en­cuen­tro con los jó­ve­nes en Cua­tro Vien­tos en Ma­drid: «Que­ri­dos jó­ve­nes, os in­vi­to a for­mar par­te de la es­cue­la de la Vir­gen Ma­ría. Ella es mo­de­lo in­su­pe­ra­ble de con­tem­pla­ción y ejem­plo ad­mi­ra­ble de in­te­rio­ri­dad fe­cun­da, go­zo­sa y en­ri­que­ce­do­ra». Para los jó­ve­nes de to­dos los lu­ga­res del mun­do, ¡qué bien so­na­ban es­tas pa­la­bras y qué bien eran aco­gi­das en su co­ra­zón! To­dos fi­já­ba­mos nues­tra men­te en al­gún lu­gar de nues­tras geo­gra­fías don­de te­ne­mos un san­tua­rio y una ima­gen que es en­tra­ña­ble para no­so­tros. En nues­tra tie­rra, con sus dis­tin­tas ad­vo­ca­cio­nes, Ma­ría puso su es­cue­la.
 
¿Sabes lo que sig­ni­fi­ca que ten­ga­mos una es­cue­la de Ma­ría que po­de­mos ofre­cer a to­dos los hom­bres? El Papa Fran­cis­co nos acer­ca la que nues­tra Ma­dre Ma­ría plan­tó en Fá­ti­ma y, a tra­vés de tres ni­ños, Lu­cía, Ja­cin­ta y Fran­cis­co, ofre­ció a toda la hu­ma­ni­dad. En este mes de mayo y ante este acon­te­ci­mien­to, os pro­pon­go vi­vir des­de esa es­cue­la la pro­pues­ta que el San­to Pa­dre no ha he­cho tan­tas ve­ces du­ran­te su pon­ti­fi­ca­do: la de sa­lir a to­dos los ca­mi­nos por don­de van los hom­bres lle­van­do la ale­gría del Evan­ge­lio. Ale­gría que des­cu­bri­mos con más hon­du­ra al lado de la Vir­gen Ma­ría. Con Ella es­cu­cha­mos con mu­cha más fuer­za la pro­fun­di­dad de la mi­sión que el Se­ñor nos ha en­tre­ga­do: «Se­réis mis tes­ti­gos». Ma­ría fue el ser hu­mano que más com­pro­mi­so asu­mió para ser tes­ti­go del Se­ñor. Pres­tan­do su vida a Dios, con su sí ab­so­lu­to a Él, hizo la obra más gran­de y la ta­rea más be­lla por la hu­ma­ni­dad: dar ros­tro a Dios y con­ver­tir­se así en el ser hu­mano úni­co, irre­pe­ti­ble y ex­cep­cio­nal, al que siem­pre es­ta­rá vin­cu­la­do el ros­tro del tes­ti­go.
 
Esta car­ta se­ma­nal os lle­ga cuan­do es­toy acom­pa­ñan­do al Papa Fran­cis­co en Fá­ti­ma. De­seo que se asien­te en vues­tro co­ra­zón esa ex­pe­rien­cia ex­cep­cio­nal de aque­llos ni­ños con Ma­ría, pues el en­cuen­tro con Ella siem­pre es la lec­ción de una Maes­tra de la san­ti­dad. Al­gu­nos qui­zá en el pro­pio san­tua­rio, mu­chos a tra­vés de los me­dios de co­mu­ni­ca­ción, des­cu­bri­réis cómo aque­llos ni­ños con­tem­pla­ron la san­ti­dad de Ma­ría y aco­gie­ron su pro­pues­ta a ser san­tos, co­mu­ni­can­do a los hom­bres que este re­ga­lo de Dios es el más ne­ce­sa­rio para cons­truir nues­tra vida. Ben­di­to sea ese en­cuen­tro y el que cada uno de no­so­tros pue­de te­ner con nues­tra Ma­dre. Que au­men­ta el de­seo y mues­tra la ne­ce­si­dad de ser tes­ti­gos del Se­ñor siem­pre, pero más que nun­ca en este mo­men­to his­tó­ri­co.
 
¡Cómo no de­cir con el após­tol San Pa­blo las mis­mas pa­la­bras que di­ri­gía a Tito! «Cuan­do se ma­ni­fes­tó la Bon­dad de Dios nues­tro Sal­va­dor y su Amor al hom­bre, no por las obras de jus­ti­cia que hu­bié­ra­mos he­cho no­so­tros, sino, se­gún su pro­pia mi­se­ri­cor­dia, nos sal­vó por el baño del nue­vo na­ci­mien­to y de la re­no­va­ción del Es­pí­ri­tu San­to, que de­rra­mó co­pio­sa­men­te so­bre no­so­tros por me­dio de Je­su­cris­to nues­tro Sal­va­dor, para que, jus­ti­fi­ca­dos por su gra­cia, sea­mos, en es­pe­ran­za, he­re­de­ros de la vida eter­na» (Tit 3, 4-7). En Ma­ría y por Ma­ría he­mos re­ci­bi­do tam­bién no­so­tros todo. ¿Os dais cuen­ta de que, por su sí a Dios, fue po­si­ble que «la Bon­dad de Dios nues­tro Sal­va­dor y su Amor» tu­vie­ran ros­tro hu­mano en Je­su­cris­to? Con su sí in­con­di­cio­nal, con su de­seo de ser tes­ti­go de Dios en este mun­do y por la fuer­za del Es­pí­ri­tu San­to, la Vir­gen per­mi­tió que to­dos los hom­bres co­no­cié­se­mos a Dios mis­mo. He­mos vis­to el Amor, he­mos po­di­do com­pro­bar de qué es ca­paz ese Amor. En Je­su­cris­to, el Hijo de Ma­ría, los hom­bres y mu­je­res he­mos po­di­do co­no­cer y ex­pe­ri­men­tar los fru­tos de ese Amor.
 
En­tra por un mo­men­to en Fá­ti­ma, es­cue­la de la Vir­gen Ma­ría, y apren­de de Ella a ser tes­ti­go del Se­ñor:
 
1. La Vir­gen Ma­ría es tes­ti­go cuan­do dice sí a la pro­pues­ta de ser Ma­dre de Dios. La pri­me­ra con­di­ción de un tes­ti­go es que­rer vi­vir en la ver­dad para que así los de­más pue­dan co­no­cer y vi­vir en la ver­dad. A Ma­ría se le pro­po­ne ser Ma­dre de quien es el Ca­mino, la Ver­dad y la Vida. ¿Cómo du­dar para ha­cer pre­sen­te en este mun­do al Hijo de Dios? Se le pide ser Ma­dre de la Bon­dad y del Amor, lo más ne­ce­sa­rio para el cre­ci­mien­to del ser hu­mano. ¿Cómo po­ner con­di­cio­nes para ello? Se la com­pro­me­te a ser tes­ti­go de la mi­se­ri­cor­dia de quien nos sal­va. ¿Cómo no ha­cer pre­sen­te a quien tie­ne ca­pa­ci­dad para ex­traer el bien en toda si­tua­ción? Ella res­pon­de con pron­ti­tud. No duda un ins­tan­te en de­jar toda su vida para ese me­nes­ter. El Se­ñor, al re­ga­lar­nos su vida en el Bau­tis­mo, nos pide tam­bién que sea­mos sus tes­ti­gos, que le di­ga­mos sí. ¿Cómo lo hago y lo vivo?
 
2. La Vir­gen Ma­ría es tes­ti­go cuan­do se pone en ca­mino para ver a su pri­ma Isa­bel. Y en aquel en­cuen­tro Isa­bel re­co­no­ce que quien la vi­si­ta es la Ma­dre de Dios: «Ben­di­ta tú en­tre las mu­je­res», «di­cho­sa tú que has creí­do que lo que ha di­cho el Se­ñor se cum­pli­rá»… En el ca­mino de nues­tra vida, en todo lo que ha­ce­mos y, so­bre todo, en los en­cuen­tros que te­ne­mos con los de­más, el Se­ñor nos pide que sea­mos sus tes­ti­gos. ¿Cómo y des­de dón­de lo soy? ¿Se nota en mi vida algo sin­gu­lar en el modo de ha­cer, de tra­tar a los de­más?
 
3. La Vir­gen Ma­ría es tes­ti­go cuan­do en Be­lén da a luz al Hijo de Dios y ca­lla y ado­ra al Sal­va­dor. ¡Qué ale­gría da con­tem­plar a Ma­ría vien­do cómo Dios mis­mo toma ros­tro en un lu­gar con­cre­to de la tie­rra! ¡Qué pro­fun­di­dad ad­quie­re la vida cuan­do se la ve es­cu­chan­do a to­dos los que se acer­can al por­tal de Be­lén ha­blan­do de las ma­ra­vi­llas del re­cién na­ci­do y Ella, en si­len­cio, de ado­ra­ción! Re­cor­de­mos a los pas­to­res, a los ma­gos… To­dos di­cen ma­ra­vi­llas del re­cién na­ci­do. Y to­dos ven a Ma­ría en si­len­cio de ado­ra­ción. ¿Soy tes­ti­go que, en el si­len­cio y en la ado­ra­ción, con­tem­plo al Se­ñor?
 
4. La Vir­gen Ma­ría es tes­ti­go cuan­do, en las bo­das de Caná, dice a la gen­te «Ha­ced lo que Él os diga». Ella sabe que quien pue­de arre­glar to­das las si­tua­cio­nes por las que pasa el ser hu­mano es Je­su­cris­to. Solo Dios sal­va. Pre­ci­sa­men­te por ello, in­sis­te en que re­cu­rra­mos a Él. No duda en ser tes­ti­go de esta reali­dad. Quie­re que los hom­bres, en to­dos los mo­men­tos de la vida, tam­bién cuan­do es­ta­mos en apu­ros, re­cu­rra­mos a Él. ¿Sien­to la ne­ce­si­dad de ser tes­ti­go re­cu­rrien­do a Él siem­pre y te­nien­do la se­gu­ri­dad de que la fuer­za y el po­der son del Se­ñor?
 
5. La Vir­gen Ma­ría es tes­ti­go del Se­ñor cuan­do su Hijo dice de­lan­te de Ella: «Mi ma­dre y mis her­ma­nos son es­tos: los que es­cu­chan la Pa­la­bra de Dios y la cum­plen». En aquel gru­po al que ha­bla­ba Je­sús, al­guien per­ci­be la pre­sen­cia de la Vir­gen Ma­ría y se lo co­mu­ni­can a Je­sús. ¡Qué pa­la­bra de alien­to y de ver­dad dice de su Ma­dre el Se­ñor! Pues Ella es­cu­chó la Pa­la­bra con to­das las con­se­cuen­cias y la Pa­la­bra se hizo car­ne. ¿Soy de los que es­cu­cho y di­ri­jo la vida se­gún la Pa­la­bra de Dios?
 
6. La Vir­gen Ma­ría es tes­ti­go del Se­ñor al pie de la Cruz. En los mo­men­tos lí­mi­te es don­de se ofre­ce lo que uno vale. La Vir­gen, en el do­lor des­ga­rra­dor de ver mo­rir a su Hijo, acep­ta la ta­rea que este le pro­po­ne: ser Ma­dre de to­dos los hom­bres. («Mu­jer ahí tie­nes a tu hijo […] hijo, ahí tie­nes a tu Ma­dre»). Y todo ello, para que Ma­ría sea siem­pre la que acom­pa­ñe a todo dis­cí­pu­lo en el ca­mino de la vida y ha­ga­mos ese ca­mino como Ella lo hizo con su Hijo. ¿Cómo he in­cor­po­ra­do a Ma­ría en mi vida?
 
7. La Vir­gen Ma­ría es tes­ti­go del Se­ñor en la es­pe­ra de Pen­te­cos­tés. Allí, en aque­lla es­tan­cia, es­pe­ran­do la ve­ni­da de Je­su­cris­to, es­ta­ba Ma­ría. Y lo ha­cía ani­man­do a los dis­cí­pu­los a es­pe­rar en la pro­me­sa que ha­bía rea­li­za­do su Hijo. Es Ma­dre de la es­pe­ran­za. Está di­cien­do a los dis­cí­pu­los que su Hijo nun­ca fa­lla y siem­pre cum­ple. Man­te­ner la es­pe­ran­za pasa por si­tuar­nos con Ma­ría como los pri­me­ros dis­cí­pu­los en la es­tan­cia de Pen­te­cos­tés. ¿Man­ten­go viva la es­pe­ran­za jun­to a Ma­ría?