Queridos amigos: lo primero que debo hacer es expresar mi agradecimiento más leal y sincero a toda la comunidad educativa de la escuela católica en la diócesis, incluyendo en ella a las instituciones titulares de los colegios, órdenes religiosas y fundaciones diocesanas, religiosos, religiosas, sacerdotes, maestros, profesores, padres de alumnos, trabajadores de la administración y servicios, y alumnos. 
 
Y junto con mi agradecimiento, mi aliento para que sigáis impulsando con la misma generosidad como hasta ahora, y si cabe acrecida, la educación cristiana de los niños y jóvenes, de importancia tan fundamental para la misión de la Iglesia y para la vida de la sociedad, en el marco de derechos y libertades garantizados constitucionalmente, con los criterios y orientaciones que señala la Iglesia para la Escuela Católica.
 
A cuantos estáis entregados con tanto esfuerzo como fe, os digo: no ocultéis la luz cristiana en vuestros colegios, en vuestras clases, en vuestras labores, en vuestras relaciones en el claustro y con los padres, con la sociedad, con los alumnos. “A escuela cristiana, educadores cristianos”. Los educadores no pueden dejar su fe al lado, como si no tuviera que ver, por ejemplo, con las ciencias, las lenguas, las matemáticas, la historia o el deporte. Tiene que ver con todo, y no se separa de nada, salvo del error o del extravío de Dios y de la verdad. Como fe y razón van unidas, así la labor tan hermosa y grande de la educación de la Iglesia.
 

Debemos ofrecer en nuestros centros una verdadera alternativa a la enseñanza que se ofrece en otros centros, para contribuir a una renovación de la sociedad desde la aportación original, humanizadora y educadora del Evangelio, sabiendo que estamos defendiendo el derecho fundamental humano a la verdadera y plena libertad de enseñanza. Tal vez estemos ya en un momento de caminar contracorriente, pero ese caminar es absolutamente necesario por el bien de nuestros alumnos, de nuestras familias, de nuestra sociedad amenazada. 
 
Nadie puede obligar a la escuela católica, de la que los padres esperan una educación propia y por ello la han elegido en libertad, a aceptar tales imposiciones, si no es vulnerando el derecho a la libertad de enseñanza y a la libertad religiosa.
 
La escuela católica es y debe ser un ámbito de educación integral, con un proyecto educativo claro. Asegurando una enseñanza escolar de calidad, la escuela católica propone una visión cristiana del hombre y del mundo que ofrece a los niños y jóvenes la posibilidad de un diálogo fecundo entre la fe y la razón, verdad, bien y belleza son bienes, contenidos y fines fundamentales de la escuela católica, y se encamina a hacer buenos los corazones de los alumnos y que actúen conforme a los criterios del bien, de lo que es bueno y recto. 
 
La transformación e incertidumbre cultural, la misma mundialización de los cambios, el pluralismo de la sociedad, la relativización de los valores, el escepticismo y subjetivismo imperantes, el relativismo moral y de conocimiento, o la tan preocupante desintegración del vínculo familiar generan en los niños y jóvenes una viva inquietud que se refleja en su modo de vivir, de aprender y de proyectar su futuro. Un contexto así nos invita a la escuela católica a proponer un proyecto educativo propio. Para ello la escuela católica habrá de estar en condiciones de ofrecer su verdadera y original contribución al mundo, el tesoro escondido del Evangelio, el amor infinito de Dios a todos, su amor preferencial por los últimos, los excluidos, los pobres, para edificar la civilización del amor, de la verdadera fraternidad, de la solidaridad y de la paz, que siempre se basa sobre la verdad, la libertad, la justicia y el amor.
 
Habremos de poner todo nuestro interés en que nuestra enseñanza sea competente en todos los aspectos: técnicos, científicos, pedagógicos, profesionales. Con menos medios tenemos que ser capaces de ofrecer máxima calidad de enseñanza y máximo rigor. Pero esto es insuficiente. Ante todo, hemos de buscar que nuestra presencia sea eminentemente evangelizadora. Si más del veinte por ciento de la escuela en España es católica, debería notarse y reflejarse en una humanidad nueva, en una verdadera transformación social y cultural.
 
A medida que los colegios han entrado en una reglamentación oficial y profesional cada vez más minuciosa y exigente tenemos el peligro de dejarnos absorber por el trabajo de la pura enseñanza, o de la atención a las exigencias de reglamentación y de formación cultural de los alumnos. Incluso aunque les demos una visión cristiana de la cultura, y aunque tengamos algunas actividades pastorales, y unos complementos, esto no es suficiente, seguramente no llega al nivel de lo que requiere una verdadera evangelización en el ámbito educativo. Hay que atreverse a evangelizar.


No podemos olvidar que cualquiera que sea la estructura escolar, los padres son los primeros responsables de la educación de los hijos. Siempre la escuela, también la católica, actúa subsidiariamente en relación con los padres, que, por el derecho que les asiste han pedido este tipo de educación, que les ofrece la escuela católica, también, a su vez, en el ejercicio de la libertad de creación y oferta de su carácter propio. La escuela católica y las familias deben unir sus esfuerzos educadores, sobre todo en este tiempo en el que el tejido familiar es tan frágil. Corresponde a la comunidad educativa promover esta colaboración con las familias, a fin de que los padres tomen conciencia de modo renovado de su misión y papel educativo y sean asistidos en su tarea fundamental, pero también a fin de que el proyecto educativo y pastoral de la escuela católica se adecúe a las legítimas aspiraciones de las familias.
 
Una de las tareas evangelizadoras más apremiantes es facilitar el diálogo de la fe con una cultura no cristiana. Estando al servicio del diálogo entre la Iglesia y la comunidad de los hombres, la escuela católica recuerda al pueblo de Dios el punto central de su misión: permitir a todo hombre dar un sentido a la propia vida haciendo emerger el tesoro escondido que está en él, e invitar así a la humanidad al proyecto de Dios manifestado en Cristo Jesús. 
 
Un aspecto imprescindible siempre de la escuela católica es que ha de ofrecer y entregar de manera visible los signos distintivos que caracterizan la realidad cristiana: los que expresan la caridad. Por esto, ha de tener la prioridad de acoger, integrar y atender a los niños y jóvenes pobres, a los excluidos o abandonados, a los enfermos, a los emigrantes y refugiados, a diferentes etnias que no están suficientemente integradas, a los más vulnerables, a los que padecen alguna discapacidad, a los que sufren, a tantos y tantos que están clamando a nuestras puertas demandando la ayuda necesaria para vivir con dignidad, queridos por sí mismos y ser promovidos en su humanidad más propia. Ha de ofrecer, en suma, la escuela católica, como realidad de Iglesia que es, el signo que Jesucristo ofreció de sí mismo: “Id y contad lo que estáis viendo y oyendo: Los pobres son evangelizados”. 
 

La obra educativa e inseparablemente evangelizadora de la escuela católica no puede dejar de tener en cuenta las peculiares condiciones del momento histórico que vivimos. Hemos de asumir que los cristianos nos hallamos en este mundo nuestro de hoy en una situación de exilio cultural muy semejante a la de las primeras comunidades cristianas en el mundo pagano o judío. Con esta diferencia fundamental: que el cristianismo constituía entonces una novedad, mientras que la sociedad actual cree conocerlo, porque ha leído lo que dicen de él los textos oficiales de la historia. 
 
Ha aprendido, por así decirlo, a interpretarlo, en las claves que a él le son familiares, como ideología, como estructura de poder, como sistema abstracto de valores, como sentido estético, o sentimiento afectivo, o vivencia privada. Por desgracia, con mucha frecuencia, los mismos cristianos interpretamos así nuestra propia fe, y ése es quizá el obstáculo más persistente para la obra educativa en clave antropológica cristiana, evangelizadora, de la escuela católica. Mal podríamos llevar a cabo la obra educativa propia de la escuela católica si, en vez de juzgar el mundo desde las categorías que nos proporciona la experiencia de la fe, juzgamos la fe desde las categorías del mundo. 
 
El anuncio cristiano no puede ser un discurso abstracto, sólo puede ser el testimonio de algo que a uno le ha sucedido en la vida, que se extiende a todas las facetas de la educación y las une, les da sentido e ilumina: “Yo sólo sé una cosa : que era ciego y ahora veo”. De ahí el empeño que la diócesis de Valencia, consciente de la importancia de esto, va a poner en esta formación, incluso con una dedicación muy especial de la Universidad Católica San Vicente Mártir, con cuanto haga falta y esté en sus manos, pero también con otras iniciativas. 
 
Sobre la base de estos criterios respecto a la escuela católica han de vivir, actuar y funcionar los centros escolares católicos en nuestra diócesis, entre los que se encuentran los 69 colegios diocesanos, integrados en la Fundación San Vicente Mártir. Estos criterios expuestos constituyen como el carácter propio o el proyecto educativo que ha de orientar todo, por supuesto, en los colegios diocesanos, que habrá de concretarse en cada uno de ellos. Pero también los otros colegios o escuelas católicas radicados en nuestra diócesis de Valencia, salvando lo propio del carisma de cada uno de ellos y su innegable autonomía propia, habrán de tener en cuenta, reflejar y llevar a cabo en el carácter propio y en el proyecto educativo de cada uno de ellos. 
 
Entre todos necesitamos fortalecer la unidad y comunión eclesial; todos somos parte de la misma Iglesia, estamos en ella, y hemos de trabajar, en el ámbito de la diócesis, con esa perspectiva eclesial y de unidad. Parroquias y colegios deben unirse en una pastoral educativa de tantísima importancia siempre y aún más en estos momentos; lo mismo cabe decir de otros movimientos eclesiales. Habremos de potenciar cada día más la acción conjunta de los colegios de la Iglesia en la diócesis de Valencia. Además de los criterios expuestos, nos ayudará en ello el rico e importante Magisterio de la Iglesia sobre la escuela católica, y concretamente el documento de la Conferencia Episcopal Española sobre este tema.
 
Quiero y debo dejar testimonio público de mi agradecimiento y altísima estima hacia los religiosos y religiosas que con tanta abnegación, como generosidad, llevan años y años enriqueciendo a nuestra diócesis con su obra educativa cristiana, con su servicio a la educación integral según los criterios cristianos y eclesiales y conforme a su carisma propio. Y pleno agradecimiento pleno a tantos seglares, maestros y maestras, profesores y profesoras, cuantos desempeñan labores administrativas o de otro orden en los Colegios de la Iglesia. Este mismo agradecimiento, con la misma intensidad y verdad, quiero expresarla para todos los que conformáis los colegios diocesanos, que tantísimo bien están haciendo. 
 
A todos, muchísimas gracias, y que Dios bendiga a todos y os premie, como sólo él sabe hacerlo.