El pasado martes hemos conocido que, tras cuarenta y siete días, ha terminado la enfermedad del Alakrana, o al menos eso parece. Para los rehenes que allí estaban, y para sus familiares, seguro que así ha sido. Sin embargo, sin quitar dolor y alegría a los familiares, Dios me libre, padecemos otras enfermedades, un tanto ocultas, que también hay que vigilar y curar.
 
No estoy pensando en la gripe A, otra de esos males que ha llenado portadas y portadas en los últimos meses. Con razón, o exagerando para sacar tajada económica, crecen las alarmas ante una terrible pandemia. Algunos dudamos si crece el peligro, o si lo han hecho crecer artificialmente. Al año muere medio millón de personas por la gripe normal, dos millones por falta del medicamento más barato, el agua. Y así, otros muchos datos.
 
La enfermedad que hoy me preocupa es más sibilina, se anida más en nuestros corazones, Tiene piel de camaleón, y por lo mismo mayor peligro. Además, viste uno de los trajes con más caché, el del progreso y el avance. Se trata de la enfermedad del estrés, esa curiosa palabra que antes los españoles llamábamos gran preocupación o agobio.
 
Estamos ante una enfermedad que crece con el tiempo, y a velocidad astronómica. Crece según avanzamos en edad, y crece según se van cayendo las hojas del calendario. Hasta que llega a un punto en el que comienza la segunda infancia (la tercera edad), y vuelve al influjo que tiene en los niños, casi nulo. Con razón Jesucristo, que además de Dios y Hombre es muy buen psicólogo, nos recordó que «de los que son como niños es el Reino de los cielos». Y no es el único; en la película «El último emperador», el protagonista, mientras es niño, le preocupa jugar y disfrutar, vivir el presente gozando del hoy.
 
¿Y por qué el niño es feliz, en su presente, y según crecemos dejamos al estrés que nos gane terreno? Hace 50 años tardábamos cinco veces más en recorrer la misma distancia, y nadie llegaba tarde. Invertíamos cinco veces más tiempo en mantener la casa limpia, con menos resultados que hoy, y nadie se preocupaba. Dedicábamos al trabajo el doble de tiempo que hoy para conseguir cinco veces menos, y el mundo no se acabó. Conocíamos sólo lo que acontecía en nuestro pueblo y en la ciudad de al lado, y nadie se angustiaba por eso.
 
Con el progreso han llegado muchas cosas buenas, la velocidad en los desplazamientos, la cercanía con los acontecimientos de todo el mundo, la posibilidad de estar más tiempo con nuestros amigos, la oportunidad de disfrutar de muchas cosas bellas, pero ojo, también se nos ha metido está enfermedad, y quizás ni nos damos cuenta.
 
Hace medio siglo, un gran hombre, que tenía a sus espaldas el peso de una quinta o sexta parte de la humanidad, convocó un «evento revolucionario», el Concilio Vaticano II. Juan XXIII, el Papa bueno, el Papa de la sonrisa, produjo un gran cambio en la Iglesia del siglo XX. Un gran hombre, que produjo un gran cambio. Sin embargo, una de sus grandezas, una de sus joyas, proviene de no dejarse contagiar por esta enfermedad.
 
Algún lector quizás ya conozca su prospecto recomendado contra esta enfermedad, el decálogo de la serenidad. Para el resto, y para que a él le sirva de recuerdo, aquí aparece. Cuánto cambiaría nuestra actitud si «sólo por hoy», viviésemos una de estas leyes, sólo una, en especial la número 3.
 
1. Sólo por hoy trataré de vivir exclusivamente el día, sin querer resolver el problema de mi vida todo de una vez
2. Sólo por hoy tendré el máximo cuidado de mi aspecto, cortés en mis maneras, no criticaré a nadie y no pretenderé mejorar o disciplinar a nadie sino a mí mismo
3. Sólo por hoy seré feliz en la certeza de que he sido creado para la felicidad, no sólo en el otro mundo, sino también en este
4. Sólo por hoy me adaptaré a las circunstancias, sin pretender que todas las circunstancias se adapten a mis deseos
5. Sólo por hoy dedicaré diez minutos de mi tiempo a una buena lectura, recordando que, como el alimento es necesario para la vida del cuerpo, así la buena lectura es necesaria para la vida del alma
6. Sólo por hoy haré una buena acción y no lo diré a nadie
7. Sólo por hoy haré por lo menos una sola cosa que no deseo hacer, y si me sintiera ofendido en mis sentimientos, procuraré que nadie se entere
8. Sólo por hoy me haré un programa detallado. quizá no lo cumpliré cabalmente, pero lo redactaré y me guardaré de dos calamidades: La prisa y la indecisión
9. Sólo por hoy creeré aunque las circunstancias demuestren lo contrario, que la buena providencia de Dios se ocupa de mí como si nadie más existiera en el mundo
10. Sólo por hoy no tendré temores. De manera particular no tendré miedo de gozar de lo que es bello y creer en la bondad